martes, 31 de diciembre de 2013

Quince maneras de leer 2013

Ulises Velázquez Gil

Durante 2013, y por una serie de sucesos desafortunados, la columna de quien esto escribe, La marcha de las Letras, desapareció de la red, al igual que el espacio virtual que la refugió durante más de dos años, de pátina crítica e imperante atención. (Para los gaznápiros que urdieron aquella mala pasada, solamente queda decirles lo siguiente: Gracias, porque su malintencionada acción, en aras de mermar nuestra labor informativa, la duplicó; por concederme un time-out para seguir leyendo este mundo que me tocó en suerte vivir, y también por recordarme que la vida es mejor cuando se camina a contracorriente. Inmerecidas, pero gracias al fin.) Hecho el presente descargo, a lo que sigue.
Como en todas mis películas, al momento de hacer el listado definitivo de los libros que tuve la dicha de leer a lo largo del año que termina, los libros más relevantes sobrepasaban el número de quince, y, en aras de una decisión salomónica, resolví quedarme con aquéllos que, de cierta manera, resumen una deuda de cariñosa lectura, donde la presencia de algunos autores ya inscritos en listados anteriores no se hace del rogar. A final de cuentas, toda lectura siempre es una forma de agradecimiento. En suma, aquí les va esta selección.

1) Fiat Lux (Paula Abramo) A manera de viaje al principio del mundo, por medio de la poesía se cuenta una genealogía donde todos los tiempos se conjugan, pero también se posponen; anagnórisis y eternidad, desprendidas de la luz de un fósforo.
2) “Así eran mis libros…” (Bertha Hernández) Prístina biografía de aquellos primeros libros que nos dieron, además de conocimiento y educación, un destino; espejo y rompecabezas que revelan una historia en espera de escribirse. Una Historia para leer y compartir.
3) Pasiones y obsesiones (Sandra Lorenzano) Todo escritor que se respete cuenta con sus propias pasiones y obsesiones, las cuales, en franca conjunción, originan una obra única y susceptible de leerse; un muestrario que da fe de la diversidad los autores y sus corazonadas. (¿Guía práctica para el novel autor? Sin duda…)
4) Xóchitl Uchitelnitza (Roberto López Moreno) Nueva expedición en busca del ábrara, esa partícula mágica −y poética− que concede a las cosas un gajo de eternidad, que en esta ocasión se transforma en un ramillete de flores; de los poemurales al movimiento laconista, un remanso dentro de la obra de López Moreno.
5) De hogueras (Arturo Córdova Just) Veinte años de constancia poética que ya necesitaban su propia escala íntima, donde se refrende un prístino quehacer, en aras de detener la palabra que se escapa frente a nuestros ojos: del verso breve –casi aforístico− a la fuerza del versículo –profético hasta el incendio.
6) De Zitilchén (Hernán Lara Zavala) Treinta años después de su primera edición, este volumen regresa al punto de origen para contarnos otras historias que solamente confirman aquella máxima de León Tolstoi: “Pinta tu aldea y pintarás al mundo”.
7) Todas mis vidas posibles (Beatriz Rivas) ¿Qué hay detrás de un nombre? ¿Y más si se trata del mismo? Por fuerza del azar, toda historia confluye en la coincidencia nominal, pero los enlaces entre una u otra se unen paulatinamente cada vez que el nombre busca su lugar; reunión de döppergangers, donde lo más inverosímil se vuelve sentencia de vida.
8) Pasajeros con destino (Julieta García González) Seis cuentos que juegan con el desconcierto de la vida diaria, donde lo único seguro es el afán por contar sus historias. (Una continuación de las obsesiones de Las malas costumbres, pero vueltas situación límite.) 
9) Trasiego (Alejandro Sandoval) Recuento de varias décadas de constancia poética, que muestran un enorme dominio de la ingeniería poética; para quienes se les dificultaba encontrar las obras de Alejandro Sandoval, esta compilación es un primer acercamiento, así también un deseado regreso a casa.
10) México-Pekín (Claudia Hernández de Valle-Arizpe) En la geografía poética de Claudia Hernández de Valle-Arizpe, este poemario representa el asombro y la maravilla producidos durante su estancia en China; así también un sano paralelo entre la tierra de origen y el destino del viaje. (¿Viaje redondo? Quizás…)
11) El fantasma doméstico e Historias de papel tapiz (Raymundo Ramos) Tercer volumen de la llamada Galaxia Ramos, reúne una serie de relatos y minicuentos escritos a lo largo de una década; a caballo entre el retrato de caballete y la anécdota de sobremesa, su toque de distinción roza el humor delirante y la ironía desmedida.
12) Ángel María Garibay: La rueda y el río (Miguel León-Portilla y Patrick Johansson) La biografía de un mexiquense eminente llega en esta nueva edición asequible (además de corregida y aumentada), bien complementada por una breve antología de su obra. Sea investigación, sea creación literaria, sin duda, es un talento desmedido.
13) Un montón de piedras (Jorge F. Hernández) A diferencia de su versión anterior (publicada bajo el auspicio del Gobierno de Colima), esta antología de cuentos reúne la pasión de un escritor por contar historias de índole diversa; a primera vista, es un corte de caja para dos décadas de labor narrativa, pero también es el resumen de una pasión convertida en cuento. 
14) Sótano de sí (Camila Krauss) El tercer libro de esta poeta inmune a toda clasificación, en esta ocasión es un alto en el camino, o mejor dicho, la promesa de un sendero; a cada instante, la duda se deja ver y entre los versos crea posibilidades, descubre caminos y transforma miradas, y como en la poesía se permite todo, digno es no hablar del resto del viaje, hasta conocerlo de primera fuente. 
15) Vasija (Diana del Ángel) Un primer libro es siempre la promesa de un viaje, donde la trayectoria a seguir se inscribe en una suerte de aprendizaje, que nos hace voltear la mirada hacia las cosas sencillas, aquellas que sólo la naturaleza nos entrega de forma generosa; mientras la palabra nos acompañe, todo está permitido, incluso reinventarse la mirada.

A mis compañeros de andanzas y maestranzas librescas, pero sobre todo a mis lectores fieles, reciban mis mejores deseos con la esperanza de seguir contando con su preferencia en un 2014, pletórico en Centenarios y demás aniversarios que nos permitan vivir la lectura. Para ustedes, mi más franco agradecimiento. 
(¡¡Gracias, siempre gracias!!)

lunes, 30 de diciembre de 2013

Itinerario y escalas

Ulises Velázquez Gil

En algún instante de su creación poética (muy a la par de sus ingentes labores de traducción), el padre Ángel María Garibay confesó que la poesía “escapa a veces de la mente y sale de los labios para trazarse en el lienzo con la palabra de los colores”; para quienes ejercemos (sea en menor o mayor medida) el oficio de las palabras, esta experiencia llega sin previo aviso y con el temor de perder de vista aquella epifanía, nuestra primera incursión apenas se queda en intento. (Insistiremos en ello, eso sí…)  
            Consciente de esa posibilidad referida por Garibay, Diana del Ángel nos comparte el primer resultado de su búsqueda en Vasija, poemario con que habrá de trazar una trayectoria prometedora. Pero comencemos por el principio.
            La primera parte del libro se compone por cuatro secciones, cada una encabezada por un elemento de la naturaleza, que juntas tienen una peculiaridad: dar fe de un proceso de crecimiento, así también de las cosas sucedidas en colateral compañía. En dicho proceso, contado a guisa de Bitácora, extraemos maravillas como éstas: La leptophobia […] se adapta a casi cualquier espacio […] Su sencillez se traduce en el blanco de sus alas, adornadas sobriamente por unas pequeñas manchas negras en sus bordes. (“Primer contacto”); […] Las mariposas suelen poner entre cincuenta y setenta en cada hoja. Animadas por un peculiar instinto de la geometría, los colocan formando diminutos bloques rectangulares […] (“Resolución”); […] Nunca se duerme. Solamente cuando la muevo puedo ver que está atada a una hoja por un invisible hilo de seda… (“Hilo”), o Me gusta pensar en el misterio que tengo ante mis ojos. Por momentos me imagino dentro de la oscuridad de su reposo, y entre sombras me veo como la otra que despierta en mí. (“Crisálida”)
Si revisamos con cuidado los fragmentos arriba referidos, notamos que se habla de una mariposa, insecto que la autora busca a su vez definirla mediante la mirada poética, como en “Ala posible” (Potencia del mundo/ como la palabra/ que balbuceo al despertar/ como los secretos de infancia), “Ala desnuda” (…no me atrevo a tocarla/ sin saberlo siquiera/ en su insomnio perenne/ vislumbro sus futuras alas), o en “Ala marginal” (…no sé cuál fue/ la ensoñación que me dio forma/ ni sé lo que seré/ cuando deje esta piel vacía)  
También cabe destacar la presencia de un poema capital en la primera parte de Vasija: “Vena de luz”, punto de equilibrio entre la mirada de la mariposa descrita en la bitácora y los desencuentros de la autora por ceñir su mundo interior al ambiente que la rodea: Sin saber a dónde iría/ por un camino de piedra/ como una espina en la carne/ atravesé la otra orilla// [...] La mirada hipnotizada/ descubre por vez primera/ en la oscuridad de piedra/ el reflejo que la aclara// […] Miraba la mariposa/ que había crecido ahí dentro/ abrí los ojos del sueño/ y la vi brillar al viento
Por otro lado, digno es hacer énfasis en el poema largo que conforma la segunda parte de este libro; “Vasija”, de previa publicación y del cual se ofrecen algunos fragmentos, funciona como un coro a varias voces, cada una con su elemental manera de contar el tiempo: Esfera negra de irreparable augurio./ ¿Sabes qué sucede cuando se rompe el cántaro?// Un mecanismo de maldiciones. (¿”Caja de Pandora”, quizás?); […] sonido abrupto hieren mis recuerdos/ trozos de barro dispersos/ en la sombra de mi infancia/ su oscuridad conserva las canciones/ que mis labios moldean […] El barro funciona como metáfora del origen; transformado en vasija, se ocupa de contener experiencias, recuerdos, territorios ideales para el quehacer poético: patria del corazón, matria de palabras.        
            En Vasija, se presienten algunas lecturas de la lírica náhuatl, puesto que muchas de las imágenes que Diana del Ángel traza en sus poemas, cuenten con la misma sencillez que aquellos poemas prehispánicos. (No es gratuito que varios de los epígrafes del libro procedan del Poema de Chalco, por ejemplo.) Siendo así, no dudaría ni un ápice que estos versos −traducidos y compilados por Ángel María Garibay en Poesía indígena de la Altiplanicie− le quedarían muy a la medida: […] de tu interior brota el canto florido que tú, poeta,/ haces llover y difundes sobre otros.   
En suma, Diana del Ángel comienza una impecable trayectoria poética con un libro sencillo en imágenes, llenas de sabiduría que solamente otorga una constancia poética inmune a toda nomenclatura; itinerario y escalas de una mariposa en espera de otros aprendizajes, donde al final toda respuesta se acercará –aunque sea un poco− a esa lacónica resolución de Octavio Paz: La mariposa no dudaba:/ volaba. (Lo demás es silencio.)     

Diana del Ángel. Vasija. Cuernavaca, México, Instituto de Cultura de Morelos, 2012 (La Hogaza. Trazos, 7).

lunes, 23 de diciembre de 2013

Agua de dos orillas

Ulises Velázquez Gil

En la poesía como en la geografía, toda expedición es una forma de lectura; cuando revisamos los mapas u hojeamos un libro de poesía, buscamos en primer término el lugar donde nos encontramos, delimitando siempre el punto de partida. Al final, como en el poema legendario de Constantino Cavafis, “Ítaca”, o en Las ciudades invisibles de Italo Calvino, la respuesta se encuentra en nuestras manos.  
        Viajera frecuente por la geografía de la literatura, Claudia Hernández de Valle-Arizpe nos presenta un poemario donde se confirma, de nueva cuenta, su dominio del oficio poético, ahora centrado en territorios harto familiares para las letras: México-Pekín, volumen que consigna buena parte de sus experiencias en el lejano Oriente.
      A lo largo de nueve secciones, Hernández de Valle-Arizpe nos comparte una parte sustancial de su estancia en China, un lugar que la llenó de asombro, por las marcadas coincidencias entre las patrias del corazón y del afecto (México y Pekín, respectivamente), y entre el asombro expuesto sucede una sístole-diástole entre ambas patrias, como lo evidencia el poeta-río “Como naipes”: Multiplicado en su caos el día pone/ énfasis en los ruidos de la avenida/ Xola que sin verde y con tránsito/ incendiada por el sol de abril/ colapsa y revive una y otra vez/ organizada como un plexo […] Pagodas en medio del parque/ elevan a otra altura el periférico de/ kilómetros de extensión gris/ índigo –plata tornasol– y ella/ norteada otra vez perdida como siempre […]
Estrofa tras estrofa (secundadas por un acróstico apenas disimulado), la mirada mexicana y la experiencia pequinesa se alternan hasta el grado de no saber, a primera vista, si la realidad es de forma contraria (¿una mirada pequinesa?, ¿una experiencia mexicana?), sin embargo, hay una tercera vía que podría responder a esa inquietud: Madruga la ciudad su aire su agua hedionda/ pisada en charcos donde tiemblan/ edificios con letreros de neón Desde temprano se/ enluta el día con las noticias de más caídos:/ Xóchitl Ernesto su papá su hijo/ Karla Juan Ramón Alicia el/ índice de muertos desborda la página y no es/ imaginario no es ficción mientras ve cómo/ cae el ángel de su columna se hace añicos/ nada sucede y todos respiramos en la/ oscuridad […] (Es decir, ¿qué ambas ciudades se funden en una sola? ¿Qué la poesía hermana sensibilidades diferentes después de todo? Sigamos con nuestro recorrido…)  
Si prestamos atención a los poemas contenidos en varias secciones intermedias (“En las plazas”, “Y en los parques”, “Templos”, “Y de celebraciones”), ¿se nos habla de la Ciudad de México, o de Pekín?  Dejemos que la poesía declare de primera fuente: Vibra en la Plaza Mayor su templo,/ el palacio del emperador,/ el asta blanca. […] En ambos lados quema el sol la piedra/ y el pavimento los pies en la plaza sin sombra,/ sin interior y sin árboles. (“Del otro lado”); El sauce de China y el ahuehuete mexicano/ crecen su tronco invisible,/ su trifulca de raíces entre algas/ y conforman un paisaje para pasar de largo/ o para caminar hacia su interior,/ hacia su cuerpo de encinos, cedros, tepozanes. (“Chapultepec”); Para penitentes en cuatro grados, esta casa real/ que acoge a millones. […] Y que me ampare –Iglesia de la oscuridad–/ la fe en la tabla de quien naufraga. (“Basílica”) Y como último testimonio, estos versos: Vestido de Mis Quince como anémona, con la textura y el brillo del tangyuan de ajonjolí que espera.// Acá el humo del cerdo. Allá la neblina del hielo. ¿Frito? ¿Seco? (“Y celebraciones”) En este juego de alternancias, con miras a darle a cada geografía su tiempo justo, en algún momento se crea un tercer territorio, comprobado por obra y gracia de la poesía.  
[Paréntesis aparte: para los viajeros frecuentes de la obra de Claudia Hernández de Valle-Arizpe, es grato hallar en México-Pekín la presencia de la comida en China, que nos remiten de inmediato a un texto incluido en Porque siempre importa, donde nos cuenta punto por punto sobre un ritual inamovible; pero tal parece que todo se resume en lo siguiente: Ninguna explicación se comprende./ Ninguna vuelta al pasado./ Ninguna referencia a su historia,/ al gran hambre de siglos,/ al deseo de agradar/ o a la necesidad de ofrecer son suficientes. (“Tras el banquete”) Más claro, ni el agua.]      
          Como en algunos poemas de Deshielo, Perros muy azules y Lejos, de muy cerca, nunca falta en la poesía de Claudia Hernández de Valle-Arizpe la figura de la extranjera, quien al situarse en lares ajenos a ella, termina por reconocerse en la gente del país que la recibe, de una u otra manera. En el último viaje por tierra, al acercarse,/ aumenta su esplendor y ciega la esperanza. […] En la capital, los templos y terrazas/ fueron construidos por miles de hombres,/ no por el viento y la lluvia. (“El migrante”) Y a medida que se reconoce en las cosas que vive y observa, esa buscada anagnórisis se encuentra en el migrante chino, Feng, peregrino en su propia patria (Al despertar veo en la luz/ a una mujer con las pupilas de un ciervo) y con la extranjera dentro de sí, firma su encuentro de esta forma: Morimos tantas veces, nos morimos/ a cada rato, parece decirme ella desde dentro de mí,/ desde las pupilas del ciervo.   
A lo largo de México-Pekín, podemos descubrir dos elementos primordiales que funcionan a manera de cicerones en toda la obra: el “Nocturno alterno” de José Juan Tablada, donde se hilvanan Nueva York y Bogotá, extremos de la misma madeja poética, y en segundo término, la Ciudad contra el cielo de Elva Macías, mapa de viaje interior por China, y de cuyas estancias retomo la siguiente, que bien resumiría la búsqueda de Claudia Hernández de Valle-Arizpe: Todo reino tiene su término:/ el afán de eternidad se cumple/ en la conciencia de los hombres. Y en esa búsqueda, un pródigo verso funciona a guisa de ritornelo (Madruga la ciudad su aire su agua hedionda), que nos recuerda con claridad que toda ciudad se parece, aunque la geografía o la urbanización se obstinen en negarlo.
A final de cuentas, México-Pekín nos introduce en un escenario idóneo que sólo la poesía puede otorgar; un espejo sobre el cual reflejarse, agua de dos orillas que despierte en nosotros el asombro y la conciencia de ser, diría otro viajero de la poesía, contemporáneos de todos los hombres. Todavía queda mucho trecho por recorrer en la geopoética de Claudia Hernández de Valle-Arizpe, y mientras llega el momento de proseguir el viaje, queda en nosotros su dedicada lectura. Si los viajes ilustran, la poesía crea, descubre y transforma. (Verdad que sí.)     

Claudia Hernández de Valle-Arizpe. México-Pekín. México, CONACULTA, 2013. (Práctica Mortal)

miércoles, 18 de diciembre de 2013

Un recetario inverosímil

Ulises Velázquez Gil

En la cocina como en las letras, ha existido una frase, engorrosa como ingenua, que causa escozor por donde quiera que se vea, y cuya respuesta raya en la estupidez: “Pásame la receta…”. Y aunque la mayor parte del tiempo solemos darle largas al asunto, por honor a la verdad no lo hacemos por completo. Sin embargo, muy pocos sí se animan a dar sus pasos para cocinar tanto un suculento caldo como un cuento portentoso.
Atípico hasta para sí mismo, Óscar de la Borbolla, luego de una copiosa trayectoria como narrador iconoclasta, hace un alto en el camino y nos entrega su Manual de creación literaria, a guisa de “instructivo” para confeccionar obras literarias. (A primera vista, se pensaría que este libro aumente el “enorme cerro de lo prescindible”, empleando una expresión de Antonio Alatorre, y que para preceptivas hechas por escritores tenemos volúmenes de entrevistas, y para manuales de teoría literaria, los abultados anaqueles de las bibliotecas universitarias, pero no suele ser así.)
Reza el lugar común que se comienza temprano a leer y tarde, a escribir; y que para dejar de hacerlo, solamente habría que invertir los factores. En el caso del Óscar de la Borbolla que urdió este Manual…, ambos casos, amén de complementarse –como en toda dialéctica que se respete–, se renuevan con un toque muy personal. Veamos que sucede.
Dividido en diez capítulos, De la Borbolla nos entrega los pasos y/o características con que una obra literaria debe contar para serlo del todo, y aunque sea enfático en ceñirlas al tópico narrativo, se prestan también a otros géneros, como el ensayo y hasta la poesía, si me permiten decirlo. Inclusive, el propio autor nos comparte su pro domo sua. Helo aquí: En este Manual no he de discutir la validez de una u otra postura, más bien tomaré de una y otra los elementos que permitan a los escritores noveles hacerse de algunas armas que fecunden su producción […] la hechura de un cuento, de una novela o de un poema tiene que ser acometida con un elevado grado de conciencia y disponiendo del mayor número posible de conocimientos prácticos, pues de lo que se trata es de llegar a dominar el lenguaje para hacer con él lo que se desee.
A medida que avanza la lectura, una voz inusitadamente familiar nos acompaña en ese recorrido cuando aspectos a analizar como la Verosimilitud, la Velocidad, la Visibilidad, la Ambigüedad y hasta el Humor aparecen frente a nuestros ojos. Sí, seguro lo habrá adivinado, se trata de otro atípico de las letras, de nombre Italo Calvino y sus Seis propuestas para el próximo milenio, obra fundamental –pese a lo trunco de su conclusión, dado que el autor falleció poco antes de trabajarlas a fondo en Harvard, en 1985– en toda bibliografía sobre temas literarios. Pero, a diferencia de otras publicaciones, donde se cita de manera inmisericorde uno o varios teóricos, De la Borbolla hace suyos los postulados de Calvino y los adapta a su realidad como narrador a contracorriente. Hablando de adaptaciones, también hace lo propio con otros términos procedentes del ámbito académico; desde Vladimir Propp y Gerard Genette hasta Cesare Segre y Roland Barthes, el autor se asume endeudado con una colega suya, Helena Beristain, cuyas investigaciones sobre el análisis estructural del texto contribuyeron a que aspectos como Historia Subterránea, Voces Narrativas, Economía Expresiva y Fronteras Genéricas tengan su toral participación en este Manual.
Una vez asimilados los conocimientos de una y otra vertiente, Óscar de la Borbolla introduce una “tercera vía”, es decir, su propia experiencia como narrador, y esto, a mi parecer, se logra mediante dos formas: una, aplicando “lo aprendido” en sus propios cuentos y novelas, y otra, gracias a su Método para generar historias, suerte de taller itinerante de escritura creativa. En la confección de antologías como de manuales de toda índole, la buena etiqueta del compilador se traduce en excluirse de del trabajo de marras y dejarle la palabra a sus colegas; aquí no se da ese caso, si obedece a fines didácticos, claro. Para Historia Subterránea, cuentos como “El paraguas de Wittgenstein” y “Los locos somos otro cosmos” contribuyen a ese objetivo; para Voces Narrativas, “El telescopio de Escher”, e incluso fragmentos significativos de sus novelas Nada es para tanto y Todo está permitido, la narrativa borbollesca no se halla exenta de ejemplos y de esas aplicaciones. Además, esa idea me recuerda las prosas guiadas con que Gerardo Deniz acompaña varios poemas suyos a guisa de explicaciones pertinentes. Pero Óscar es enfático al respecto: En este Manual he apuntado algunas recetas que si me han servido es, precisamente, por no haberlas tomado siempre al pie de la letra y, también, porque, cuando escribo, nunca me acuerdo de ellas. (En cambio, como buen escritor que se respete, bien que sí se acuerda de sus obras ¿verdad?) De pilón, cabe decir que sus lectores más acérrimos encontrarán algo misterioso en leer –mejor dicho, releer– cuentos de sobra conocidos. Y para aquellos que no sepan nada acerca de él, este manual con ejemplos resulta sumamente halagüeño. Cuestión de enfoques.
Siempre he pensado que uno de los momentos más extraordinarios de la vida es la creación y dentro de ésta la creación literaria: cuando surge la idea, cuando se encuentra el asunto, cuando uno descubre qué escribir y, a grandes rasgos, cómo hacerlo, nos confiesa, finalmente, un ya experimentado -y no menos ávido de aprendizajes- Óscar de la Borbolla. Para James Joyce como para John Forbes Nash Jr. esto tiene un solo nombre: epifanía, es decir, ese elemento que motiva todos los actos arriba descritos, de dimensiones todavía no descubiertas, y cuya empresa habremos de asumir con el gusto y la pasión que fraguan grandes obras y enseñanzas adquiridas. Para las preceptivas personales, este Manual de creación literaria será tildado de “pretencioso”, mientras que los cónclaves académicos, de obra de divulgación no pasaría. Sin embargo, de algo sí estoy seguro: que la honestidad en compartir esos conocimientos –por mínimos o exagerados que éstos sean– vale más que petulantes terminologías y filosofías de elevador; en esa misma intención, una obra que comparte de cierto modo ese propósito, es el Curso de redacción para escritores y periodistas de su adlátere y colega Beatriz Escalante.
A final de cuentas, cuando se trata de “pasarse la receta…”, siempre habrá alguien dispuesto a hacerlo, pese a que el nuevo recipiendario iguale o supere al original; como en la lotería y en la feria, es un asunto de aproximaciones y de reintegros, unos más afortunados que otros, y hasta en la cocina del recetario más inverosímil surgen obras francamente parecidas. Contemos que así sea por un buen rato. (De verdad.)

Óscar de la Borbolla. Manual de creación literaria. México, Nueva Imagen, 2002.

(26/marzo/2012)

lunes, 16 de diciembre de 2013

Una experiencia tecnológica

Ulises Velázquez Gil

El sabio árabe Averroes dijo alguna vez que “hay que ser innovadores en lo que a ciencia y a la tecnología, pero conservadores respecto de los asuntos de los hombres”. Ha pasado un milenio y la tecnología ya tiene sus horas de vuelo; igualmente la educación que, como asunto de la humanidad, sí que ha tenido su propio camino, pero cuando ambas se encuentran, es de esperarse grandes resultados, pero si lo restringimos al ámbito de las universidades, ¿qué podría pasar? ¿Esperamos el diluvio o el Apocalipsis?
Comunicólogo de primera y subsecuentes formaciones, Alejandro Byrd Orozco ha dedicado varios años de su vida en formar generaciones de comunicólogos: mientras conforma su panorama de trabajo, reforma el tortuoso trayecto que los condujo hasta las aulas y, claro, deformando por añadidura todo prejuicio adquirido y así dar lugar a un nuevo paradigma... Y, si se quiere, hasta un prejuicio nuevo, pero eso ya es asunto de los comunicólogos en germen. El punto de partida para conocer ese engranaje académico se encuentra en su libro Educación y tecnología en la UNAM.
A medida que pasa el tiempo, se ha vuelto de toral importancia la inclusión de las nuevas tecnologías dentro del campo académico, cuestión que hace necesaria, además de integrarse a la vida universitaria, su consabido campo de estudio; reconocemos, claro, que se trata de una empresa harto arriesgada, pero que requiere de nuestra atención.  
En el primer apartado, “Educación, sociedad y tecnología”, Byrd menciona que la tecnología todavía no se incorpora al terreno de juego y no es para menos: se piensa, no sabemos si con temor o escepticismo, que más que una (posible) herramienta, se vea como un elemento adverso, inclusive acomodaticio. Por un lado, se pondera a todas luces la misión educacional (sin importar tiempos, geografías y regímenes políticos), por el otro, se menciona la existencia de una enorme desigualdad en su aplicación, dentro y fuera de las escuelas. (Menciona como ejemplos del buen maridaje educación-tecnología, los esfuerzos emprendidos en el Massachusetts Institute of Technology, y por la Universidad de Wisconsin, de donde surge un concepto vital para nuestras intenciones: la transferencia tecnológica.) Una red bastante organizada que une a varias universidades respecto al fomento de una determinada investigación, generando un recíproco beneficio tanto social como tecnológico. Y aunque esto se antoje maravilloso, y a ratos, hasta utópico, cabe decir que no suele ser así en todas las universidades; algunas tienden a subir (se ajustan a los dictados del progreso) y otras suben a tender (se tornan reacias al desarrollo, con el temor de desviarse del camino andado). Si seguimos a Ikram Antaki: “El conservadurismo en la universidad es legendario. Raras veces ha sabido adaptarse a lo nuevo y su larga historia es la de una serie de oportunidades perdidas […] Perdió el tren de la técnica. No enarboló la bandera de la investigación científica”. Cuestión de enfoques.
En el segundo y tercer apartados, Byrd se interna por terrenos escabrosos, que de tan conocidos, se vuelven cotidianos. En este caso, la Universidad Nacional Autónoma de México entra en escena para contarnos su versión de la misa. Con una existencia centenaria, una autonomía de 80 años y el agigantado aumento de su matrícula en los últimos treinta, la UNAM experimenta varios procesos a favor suyo: la creación de las Escuelas Profesionales (hoy Facultades) a partir de 1974, y las funciones del Centro de Estudios sobre la Universidad (hoy Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación, IISUE). Dentro de la primera, digno es resaltar el desarrollo de la carrera de Periodismo y Comunicación Colectiva en la unidad Acatlán, mientras que en la segunda, dicho organismo se encarga de velar por los procesos educativos dentro, para y desde la universidad, incluyendo su interacción con la sociedad y, claro, con los instrumentos que ésta pone a nuestro alcance.
Respecto al desarrollo de la carrera de Comunicación (antes llamada Periodismo y Comunicación colectiva), Byrd pondera ante todo su naturaleza interdisciplinaria, donde agentes culturales y procesos de investigación se valen de varios instrumentos tecnológicos en pro de un conocimiento completo. Pero también pone a discusión el ámbito de Educación Distribuida por Tecnología, para que varios sectores universitarios (profesores y alumnos, en concreto) sepan cómo afrontarla y hasta emplearla para su beneficio mutuo, dentro y fuera del aula.
Para que esto logre llevarse a cabo de forma satisfactoria, en su apartado cuarto, Byrd hace mención de algunos tópicos en aras de ese buscado maridaje entre educación y nuevas tecnologías. Primero, debe resolverse que quien no esté apto para estos nuevos artefactos, no se vea marginado, sino en vías de adaptación; segundo, que los nuevos modelos de enseñanza deben recibir cambios y mejoras tanto del profesor y el alumno como de los propios medios a emplear, y como la tecnología es uno de ellos, el profesor se permite reproducir su móvil pedagógico y el alumno, desde luego, tenga una motivación autoformativa. Eso sí, ninguno de los dos debe adolecer ni exagerar en sus intenciones. (Y como en otra montaña, otro es el cantar, según reza un antiguo proverbio chino, cada alumno tiene necesidades diferentes.)
A la terna tradicional (material didáctico, acción docente y evaluación continua), se le unen, gracias al ámbito tecnológico, tres conceptos complementarios: biblioteca virtual, encuentros presenciales y relaciones sociales extraacadémicas, cuestiones que permiten que el proceso de aprendizaje persista, aun en el domicilio del educando. Bajita la mano, este tipo de procesos hacen que tiemble de frío el concepto de autonomía institucional, precisamente por la multiplicidad que permite dichos intercambios y que, supuestamente, atentan contra la estructura propia de cada institución educativa.
Respecto a la carrera de Comunicación (sobre la cual es enfático Alejandro Byrd en este libro), lo mismo ha producido gratas satisfacciones que lamentables desencantos; no abdiquemos antes de tiempo. El encuentro entre la tradición de las aulas y la posibilidad de incluir las nuevas tecnologías en su ser y hacer, no nos exime de hallar otras vías de investigación, de internarnos a fondo en la ingente labor de comunicarnos, y, por lo visto, no es tema del todo acabado. Hace treinta años, por ejemplo, la televisión tuvo cierta hegemonía y ahora sus últimos bastiones se encuentran en los prados de Edusat-SEP. Al paso de las siguientes décadas, la Internet se volvió el caballo de batallas (y hasta de Troya, según se viera) y sus frutos, desde las Universidades a distancia hasta los universos paralelos de Facebook y Twitter, aún tienen cosas por decirnos.    
En suma, Alejandro Byrd apenas ha dicho la primera palabra al respecto; nos pone al día sobre un proceso aún en construcción. Mientras insistamos en conocerlo, no está de más tener muy en cuenta que el pecado capital del ámbito académico es la especialización excesiva, que sólo achata los entendimientos y engrosa las discrepancias. Para los comunicólogos que lean Educación y tecnología en la UNAM, además de conocer a fondo un problema vigente y reflexionarlo muy a fondo, deberán, a medida que sus proyectos se configuren, interesarse por otros temas, y así vivir a plenitud la experiencia de la multidisciplina. (De cualquier manera, queda en ustedes la última palabra.)     

Alejandro Byrd Orozco. Educación y tecnología en la UNAM. México, UNAM/ FES-Acatlán/ COPACSOH, 2008 (Dulce y Útil).

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Vidas sin paralelo

Ulises Velázquez Gil

Una mujer atípica como no las hubo en su tiempo, Simone de Beauvoir, nos regaló una frase que, a fuerza de insertarse en la posteridad, terminó varada en el impasse de la cotidianidad: “No se nace mujer, se llega a serlo”. También se ha dicho hasta el hartazgo que si el siglo XIX fue determinado por el sexo masculino, por consecuencia, en el siglo XX el rumbo sería femenino, por la abundancia de movimientos ocupados en reivindicar la figura de la mujer. Sin embargo, el panorama verdadero no se antoja muy alentador que digamos, porque si el sexo femenino es el mismo, no todas las sensibilidades coinciden.
Uno de los terrenos que confirma de cierta forma dicha circunstancia es, sin duda, la literatura, donde los nombres de Elena Garro, Griselda Álvarez o Rosario Castellanos resuenan en su propio eco y cada una nos entregó su propia versión de los hechos. A este elenco de autoras hoy se una presencia nueva, que ha navegado por dos aguas, la didáctica del lenguaje y la narrativa, campos donde sobresale por méritos propios. Con ustedes, Beatriz Escalante.
Autora del imprescindible y dinámico Curso de redacción para escritores y periodistas, Beatriz Escalante nos entrega Cómo ser mujer y no vivir en el infierno, volumen que cierra el tríptico narrativo iniciado con la novela Júrame que te casaste virgen y enganchado con los relatos de El marido perfecto. Dividido en 52 capítulos, cada uno revela, a guisa de monólogo, una historia diferente protagonizada por una mujer determinada. Hay mujeres que se afanan en su oficio de sombras, otras que buscan la fama pagando por ésta el precio de la soledad, y algunas más simplemente cuentan su historia, para persuadir a unas de seguir su ejemplo, o, en si defecto, evitarlo. (“Si desean un buen ejemplo, no sigan mi ejemplo”, sugería puntualmente Mickey Mantle, leyenda del béisbol.)
El verdadero enemigo de la mujer no es el hombre, sino la soledad. Buena parte de las estampas que Beca nos comparte tienen un tópico en común: la soledad, seguro ya lo adivinaron. Muchas de las mujeres expuestas en esa galería, nos comparten su visión (como el cuarto propio de Virginia Woolf) sobre cómo viven a la sombra de todo: del marido, del trabajo, de la vida; o la prosapia femenina que varias llevan como lastre al momento de nacer, que determinan, a final de cuentas, su experiencia de la soledad. Entre amas de casa, consortes diplomáticas, amantes de tiempo compartido, materialistas sin dialéctica, mediocres profesionales, veteranas del cuidado del hogar, y las que se acumulen en la semana, varias de esas mujeres no buscan ser el mejor de los ejemplos, pero su historia, la manera de contarla, cumple su objetivo al pintarlas de cuerpo entero.
A raíz de mis escalas en la sección de revistas del súper o de la tienda de los tecolotitos (si el tiempo o la cartera me lo permite), me permití crear dos escenarios: uno, si una mujer lee Cosmopolitan, Vogue, Runway o sus versiones bananeras, es porque aspira a modificarse día tras día; dos, si lee Cocina Fácil, BB Mundo, Kena o alguna de interés más elevado (desde Letras Libres hasta Proceso y Newsweek), es para explicarse el mundo que la circunda. La eficacia de Cómo ser mujer y no vivir en el infierno reside en un toral elemento extraído de las revistas: una sección de ayuda, estilo Dra. Corazón o la Abogada de guardia. Creo que contar las cuitas de cada una, además de pintarnos a cierto tipo de mujeres que creíamos ya extintas de la fauna social o a otras que apenas se desdibujan en el tiempo (como la mujer entrada en política o en enjuagues académicos), Beatriz Escalante sigue sus pasos para desentrañar el modo como se conducen en, por y para la vida.
Todo escritor que se digne de serlo, descubre a lo largo del tiempo una constante que determine el rumbo postrero de su obra; para Beatriz Escalante, sin temor a equivocarme, predomina el afán didáctico en cualquiera de sus obras; descubrir las maravillas del mundo –entre la realidad y la ficción– es la materia prima de Los pegasos de la memoria; los secretos de la alquimia y el lenguaje en La magia de la inmortalidad, hoy El paraíso secreto; y qué decir de su serie de manuales de ortografía y redacción. Pero con la trilogía antes nombrada, suerte de comedia humana (¡¡y femenina!!), devela muchos misterios sobre las mujeres, todavía en espera de contar sus mejores episodios.
Con todo, Cómo ser mujer y no vivir en el infierno confirma a todas luces aquella famosa máxima de Simone de Beauvoir; todas las mujeres allí presentadas, al contar su historia, buscan serlo completamente. Vidas sin paralelo, entretienen pero a su vez informan sobre sus constantes pesquisas; del diario íntimo al chick flick, cincuenta y dos protagonistas en el empeño de cambiar al mundo, simplemente cambiaron sus vidas. Queda en ustedes, mujeres lectoras, confirmarlo o desmentirlo. (Así sea.) 

Beatriz Escalante. Cómo ser mujer y no vivir en el infierno. México, Nueva Imagen, 2002.

(2/marzo/2012)

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Una ciudad holográfica

Ulises Velázquez Gil

En una charla con varios colegas en algún lugar de la Condesa, luego de expresarles mi asombro por los lugares que ya no existen en la ciudad, una poeta de místicos vuelos me lanzó una frase lapidaria que lo resumió todo: “es porque te tocó nacer en la generación del holograma”. A fuerza de comprender letra por letra esas palabras, encontré una (posible) razón: los que aún somos jóvenes, es decir, menores de 40 años −como quien esto escribe−, cuando nos hablan de edificios que ya no existen por completo, y algunos de los que, simplemente, quedan fragmentos, es como si estuviéramos frente a una alucinación, un espejismo, un holograma. (Como quien dice, sólo sabemos su nombre.)  
En el empeño por recordar la gloria pasada de aquellos lugares, un centrícola marginal, René Avilés Fabila, nos ofrece en Antigua grandeza mexicana su visión de una ciudad que se nos fue con el tiempo (mejor dicho, que la desquiciada noción de modernidad –enarbolada por el político en turno, las más de las veces− se llevara en silencio).
Dividida en cinco partes (acompañadas por una serie de fotografías extraídas del archivo gráfico del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM), Antigua grandeza mexicana funciona a manera de guía turística por calles y edificios del primer cuadro de la Ciudad de México, con su respectiva descripción sobre los usos que tuvieron antaño, y el agregado memorialista del autor. Para mí, de niño, en plena Segunda Guerra Mundial, el Centro (así, con mayúscula), el hoy llamado Centro Histórico, era mi casa, mi escuela, mi vida, el ombligo del mundo, era México.
Bajo la primera clasificación, Avilés Fabila pondera la importancia de los edificios que componen aquella patria del corazón, hilando también sus propios recuerdos a la vida de esos recintos. Menciono un ejemplo. Al hablar de la Antigua Aduana (donde hoy se localiza la Secretaría de Educación Pública), sin olvidarse de su prístina función, presencias notables como José Vasconcelos, David Alfaro Siqueiros y Diego Rivera –fantasmas del dominio público− se conjugan con las de José Revueltas y René Avilés Rojas, padre del autor, y donde una sencilla y no menos encantadora Plaza de Santo Domingo se torna sucursal del paraíso. Hoy sabemos que esos lares son estancia fraternal de evangelistas e impresores. Vale la pena advertir que el lugar seleccionado para construir el edificio era un punto importante tanto en la vida azteca como en la hispana y con el tiempo resultó ser la zona donde se formó la nueva educación y cultura, nacieron los valores del México que hoy tenemos y por cuyas calles caminaron poetas, pintores, estudiantes de la primera universidad de América Latina, narradores en busca de temas para sus novelas, músicos que preparaban obras de envergadura. En ese vaivén de sueños y hazañas, estaba como eje la plaza de Santo Domingo, en el viejo centro histórico de la Ciudad de México.
Para los que somos orgullosamente UNAM, no nos dejan de sorprender las cariñosas evocaciones que René Avilés Fabila realiza en torno a uno de los lugares más emblemáticos, el Antiguo Colegio de San Ildefonso, la legendaria Preparatoria 1. A este lugar repleto de historia, que aparece en libros fundamentales, de prosa vigorosa y sonora, como El desastre de José Vasconcelos, yo solía acudir a buscar amigos y a ver los murales de Orozco y Fermín Revueltas, iba a la diminuta sala cinematográfica Fósforo y a El Generalito y en el auditorio Simón Bolívar escuchaba conferencias y sesiones musicales… (A la distancia, la logística actual del ACSI no ha perdido su encanto ¿verdad? Pero sigamos adelante.)
Después de llevarnos por los edificios y las calles que suscitaron sus primeros afectos y presagiaron su quehacer editorial, ahora su recorrido toma por asalto algunos lugares significativos para la vida de la ciudad y del país, como el Palacio Nacional y el Zócalo, parejera de toda la vida. De todos los sitios de Palacio Nacional, y aparte de los frescos de Rivera, me fascinaba visitar a Benito Juárez, iba al sitio llamado el Recinto de Juárez y me conmovía la severidad con la que vivía y los atroces sufrimientos que padeció en sus últimos momentos, narrados de manera magistral por uno de sus mejores biógrafos: Héctor Pérez Martínez […] en Juárez el impasible. Como dato curioso, en esas épocas: los intelectuales estaban del lado del poder. (Paréntesis aparte: por las inmediaciones del Palacio Nacional, una heroica empresa cultural se gestaba para deleite de bibliófilos y deber de investigadores: el Boletín Bibliográfico Mexicano de la Secretaría de Hacienda, aún a la espera de su propia biografía.)
Respecto a los recintos dedicados a la cultura, merecen grata mención El Colegio Nacional (donde el autor, cuando niño, tuvo su primer encuentro con un gigante humanista llamado Jaime Torres Bodet) y la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, con todo y su famosa polémica por la publicación de Los hijos de Sánchez de Oscar Lewis. (Ambas, hasta el día de hoy, gozan de cabal salud.)
Cabe señalar una presencia entrañable en la matria urbana y literaria de René Avilés Fabila: la legendaria librería de Polo Duarte, Libros Escogidos, donde la trinchera más perdurable del exilio español dio asilo a un sinnúmero de escritores presentes, pretéritos y futuros. Polo Duarte tenía verdaderos tesoros, libros viejos y nuevos, espléndidos. Poesía, además, una interminable colección de autógrafos, páginas arrancadas a libros de personajes famosos que habían parado en sus manos […] Allí […] concurrían el poeta Juan Rejano, el novelista Otaola y el crítico de cine Francisco Pina, todos ellos republicanos y hombres de vasta cultura y amplia generosidad. Entre los jóvenes iban Gustavo Sáinz, Gerardo de la Torre, José Agustín y yo, desde luego.
Cada vez que hablo de la ciudad, sea cual sea el pretexto, aquellos famosos versos de Constantino Cavafis vuelven a mi pensamiento y se empeñan en hallar su lugar en estas líneas: No hallarás otras tierras, no hallarás otro mar. La ciudad te habrá de seguir. Para René Avilés Fabila, como a Bernardo de Balbuena y a Salvador Novo en sendas obras clásicas, compartir su mirada en torno a la grandeza mexicana, nos recobra una ciudad que para nosotros hoy se antojaría la mejor de todas, o por lo menos, habitable por completo; mientras que para aquellos que la vivieron a flor de piel, es un grato regreso a la querencia.
En estos tiempos dedicados al rescate de las historias de la Historia (empleando una generosa expresión de Vicente Quirarte, también ilustre centrícola), Antigua grandeza mexicana es una importante contribución al recobrar, a la par de una historia personal, la vida privada de una ciudad que se niega a morir, una ciudad holográfica de donde surgirán, victoriosas, dos lecturas: la arquitectónica, en espera de una justa presencia que permita la conservación de los edificios todavía firmes, y la literaria, para reconocernos en las obras que nos han marcado como habitantes y viajeros del Centro Histórico. (Nunca es tarde para conocerlo muy fondo. De verdad.)

René Avilés Fabila. Antigua grandeza mexicana. Nostalgias del ombligo del mundo. México, Porrúa, 2010.

(16/noviembre/2012)

viernes, 15 de noviembre de 2013

Comenzar por el principio

Ulises Velázquez Gil

Toda ocasión siempre es una primera vez. Para conocer al amor de su vida, para hallar el trabajo soñado, para resarcir viejos errores, para asumir nuevos retos, en fin… todo responde a esa circunstancia; pero así como existen las primeras veces, también hay vueltas al puerto de salida, las reincidencias, pues. Un reto, tan novedoso como reincidente, es la lectura, abierta a nuestras intenciones y pletórica en invenciones que hacen más amena la vida que se va a cada instante. Y en ésta, no basta solamente con leer, sino saberlo hacer con todas las letras. Y quien conoce muy bien esos arcanos se hace llamar Felipe Garrido.
Narrador consumado y navegante de las aguas del cálculo editorial –y hoy flamante recipiendario ex aequo del Premio Xavier Villaurrutia 2011– ha dedicado la mitad de su vida en la formación de lectores, ante un panorama desconcertante y poco alentador, que restringe el acto de leer a la obligatoriedad de los programas académicos o relacionados con el aula escolar. Resultado de su encomiable y hasta heroica labor, llega a nuestras manos El lector se hace, no nace, donde nos cuenta sus experiencias en un campo siempre primigenio, susceptible al eco del tiempo presente; así también nos comparte sus preceptivas y buenos consejos en aras de crear nuevos lectores y de renovarle fuerzas a los ya encaminados. Y aunque es enfático en como deben conducirse tanto uno como el otro, Garrido no olvida aquel problema que a su epígono José Vasconcelos causaba no pocas preocupaciones: el analfabetismo, todavía persistente 90 años después de la creación de la Secretaría de Educación Pública. Sin embargo, el tipo de analfabetismo que genera más escozor en Garrido se deriva del uso de las nuevas tecnologías, ágrafas y autistas como teléfono celular de última generación, o como un perfil de Facebook o de Twitter. (Apreciaciones aparte…)
En los diecinueve ensayos y artículos que integran El lector se hace, no nace, hay dos asuntos de toral presencia: una, compartir una experiencia –la del autor, claro está– en torno al acto de leer, desde el seguimiento de sus mayores en dicha acción, pasando por la coincidencia de intereses y temas, hasta el descubrimiento de nuevas vías hacia una respectiva retroalimentación. Y segunda, extraer de allí las armas o los instrumentos con que se habrán de capacitar a los nuevos promotores de la lectura. (Paréntesis aparte: cuando este libro llegó a mis manos, nueve años antes de estas líneas, algunas cosas que ya intuía desde el principio, se vieron confirmadas y hasta mejoradas, por si me dignaba en emplear el mismo método. Aún agradezco esa feliz coincidencia.)
Hace varios años, en un homenaje a Manuel Pedroso, insigne maestro llegado a la Facultad de Derecho por obra del exilio español, Carlos Fuentes compartió la siguiente estampa: mientras él se debatía entre seguir la carrera de leyes o dedicarse de tiempo completo a la literatura, Pedroso le dio el siguiente consejo: “Si desea entender el derecho mercantil, lea a Balzac, y si desea comprender el derecho penal, entonces lea a Dostoievsky”. Sirva esta instantánea literaria para resaltar uno de los intereses primordiales de este libro de Felipe Garrido: la lectura de muchos temas, con miras hacia una mejor comprensión del mundo circundante, sin cometer el pecado de la erudición excesiva en un solo tema; en otras palabras, la hoy citada multidisciplina. Garrido confía en que la lectura de poesía, novela, cuento, teatro o ensayo literario, ayuda a sensibilizar aún más al lector en potencia. Además, si le sumamos el interés paulatino en formar lectores, primero leyéndoles un texto sencillo sobre cualquier cosa, para luego acrecentar las temáticas a medida que pasa el tiempo. De cualquier manera, la lectura, con sus respectivas bases, se encuentran en constante evolución.
Finalmente, El lector se hace, no nace, responde a una inquietud de conocer, muy a fondo, los avatares de la lectura y, claro está, en torno a la formación de lectores: territorio conocido en la geografía cultural de Felipe Garrido, quien, además, es un consumado cuentista, otra de las formas de la promoción de la lectura. Dicho sea de paso, este volumen tiene seguimiento tanto en Para leerte mejor como en Leer el mundo, a la sazón, su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua. No cabe duda que en aras de promover la lectura, es decir, comenzar por el principio, acercarse a este tipo de lecturas (inclusive las sugeridas en esta columna, desde luego) nos hará buenos ciudadanos, grandes maestros, mejores personas. (Al menos, la tentativa o el prístino deseo de serlo. Ojalá.)

Felipe Garrido. El lector se hace, no nace. Reflexiones sobre lectura y formación de lectores. México, Ariel, 1999. (Ariel Practicum)

(30/enero/2012)

jueves, 14 de noviembre de 2013

Andanzas y maestranzas

Ulises Velázquez Gil

En los anchos y ajenos caminos del ensayo en México, todos los autores que incursionan en ese género, tienen –tenemos– una deuda con Michel de Montaigne: a cada instante ganado al tiempo, una hoja bien escrita es el mejor de los paseos. Y cuando se origine a raíz de la lectura de nuestro tiempo circundante, o de la mirada ajena con la que coincidimos en lugar y forma, será, sin duda, un paseo bien hecho.
Ensayista de altos vuelos y alurófila en sabio acompañamiento, Paola Velasco nos entrega en Veredas para un centauro el resultado de sus paseos, donde una variedad de temas salen a su encuentro para enunciarnos su naturaleza y seguir una línea trazada por el solitario de la torre, Michel de Montaigne −denominada primeramente paseo−, y de aquel polígrafo de dos orillas, Alfonso Reyes, que llamara al ensayo el centauro de los géneros, por su carácter igualmente erudito que imaginativo. (No olvidemos que sus mejores trabajos llevan ese doble sino.) Y aunque en ella reconocemos una deuda con ambos, también lo es del Gilbert Keith Chesterton que urdió sus Enormes minucias, de donde resalta el texto sobre las cosas que se llevan en el bolsillo.
El “bolsillo” de Paola lleva consigo quince objetos de distinta especie, entre remedios para el dolor, gatos que acompañan a los escritores y hasta una instantánea –snapshot, instagram− de las bancas del Paseo de la Reforma, sin olvidarnos de los escritores que componen su propia genealogía, sus clásicos, que vuelven a sus ojos para tornarse parte de sus líneas y de sus pensamientos, gracias a la fidelidad de muchas lecturas. 
Ida y vuelta, entrar y salir sin fatiga del libro a la vida y viceversa, es prerrogativa de contados escritores y Reyes habría de servirnos como ejemplo del hombre que combina disciplina, ciencia, humor y vitalismo en sus textos, la intuición de lo cotidiano zigzagueando entre el culmen de la sabiduría. La generosa descripción que hace del regiomontano eminente bien podría quedarle a ella, dado que esas características la pintan por entero. No sólo la presencia de Alfonso Reyes sale a su encuentro, también hacen lo propio Gilberto Owen, Francisco Tario, Nélida Piñón y Clarice Lispector, a quienes dedica sendos textos, casi todos procedentes de libros colectivos, entre volúmenes en homenaje, reseñas críticas y hasta embriones de prólogo. Sin embargo, al reunir a esos extraños textos peregrinos en una sola publicación, les concede cierta unidad, a guisa de bitácora lectora; de todas formas, prueba de vida.
Leer el mundo, apelando a la generosa expresión de Felipe Garrido, obedece a hacerlo con las imágenes y los signos que se nos presentan alrededor. En “Holland House Library”, aquella imagen de una biblioteca destruida por los embates de la guerra cobra en Paola Velasco el más fraternal réquiem por la lectura y por el conocimiento, imperecederos pese a todo embate del tiempo transcurrido: […] la fotografía de la biblioteca de la Holland House produce una doble fascinación: por un lado, la atracción que ejerce el horror y algo de absurdo que raya en lo insano: cómo puede ser que luego de diez horas continuas de bombardeo, más de cien víctimas e incontables pérdidas arquitectónicas, tres hombres entren a echar un vistazo tan despreocupados y curiosos […] a una biblioteca vencida, agonizante, que les entrega lo que sobrevivió de sus tesoros. ¿Tanta puede ser la magnitud de nuestra indiferencia? 
Los paseos de Paola Velasco van de las letras a la vida y de vuelta; inclusive por calles y avenidas como el Paseo de la Reforma, suerte de experiencia inusitada y festiva: Paseo de la Reforma es un largo abalorio de personajes, anécdotas, acontecimientos enlazados sin hiatos ni cesuras. Su funambulesco equilibrio tensa fuerzas, anulándolas y reforzándolas, poniendo como fiel una dialéctica que hace de esta avenida un espacio de cadenciosa coexistencia […] Es el escenario de una cotidianeidad de visiones absurdas y espléndidas. […] Es el mismo y tan otro, el Paseo donde los amigos se reúnen a conversar, a matar el tiempo, y los amantes se dan el primer beso mirando hacia la Palma mientras en el edificio de la Bolsa de Valores, bajo los destellos de sus cristales, se define el rumbo de la economía de este país. (Como quien dice, Paola pasea literalmente por su objeto de escritura.)
“Las veredas quitarán, pero la querencia ¿cuándo?”, reza un conocido refrán que bien resumiría una vocación lectora y hasta de consumada investigación. El transcurso de una vida dedicada a ello se resume en las lecturas que se hacen –por obra del azar, o por una necesaria y engorrosa enseñanza–, pero al final las más importantes, se tornarán en aquella querencia que nos espera como si un solo día hubiese transcurrido, aunque los años digan lo contrario. En este libro, veredas y querencia son la misma cosa, porque quitan y acercan a su vez; alejan del tedio y de la ignorancia, motivando un conocimiento ulterior. Asimismo, acercan y confirman la pasión por la lectura y, claro, también la escritura.
En suma, Veredas para un centauro se antoja interesante recorrido por el mundo que nos circunda; los libros que leemos (y, por consiguiente, sus entrañables autores), los utensilios de cada oficio cotidiano, las emociones encontradas en una fotografía y hasta las trayectorias que hacen el dolor y la melancolía por todo el cuerpo, entre otras cosas, describen a carta cabal todo lo que aprendimos tanto en el lugar de los hechos como en las palabras que escuchamos a través de la zarza ardiente; andanzas y maestranzas que definen una postrera vocación, o simplemente, nos llevan de vacaciones por la vida. Después de todo, como decía Amelia Earthart, “la aventura es lo único que importa”, y en el ensayo también lo vale, ¿no es así? (Así sea.)

Paola Velasco. Veredas para un centauro. México, Universidad Autónoma Metropolitana, 2012. (Molinos de Viento, 147)

(17/diciembre/2012)

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Querencia y conversación

Ulises Velázquez Gil

En alguna entrevista consignada en Conversaciones, Emil Cioran mencionó una frase de cierta forma contundente: “Sólo existen los autores que son releídos”. Aunque incendiaria, esta sentencia encierra mucho de razón, dado que tanto los autores como los libros, luego de una o varias relecturas, suscitan varios regresos al punto de partida hasta volverse grata querencia y franco aprendizaje.
Un lector de tiempo completo, de nombre Jorge F. Hernández –y parroquiano de esta sección, claro está–, se une a esta empresa con un libro bastante sui generis, donde se conjugan admiración y maestrías: Signos de admiración. Compuesto por veintinueve perfiles, el autor nos da fe de su admiración y del acto de lectura al que se somete cuando el recuerdo lo remite, casi de inmediato, al aprendizaje adquirido en esas incursiones. Su labor se empeña en ir a contracorriente de lo impuesto por editoriales, cúpulas e inclusive los caprichos del merchandising en turno. 
Sucede que en el mundo de los autores ya habitantes de eternidad o escritores aún en ronda de publicación reina un confuso ánimo que oscila entre la exagerada adulación o la descarnada admiración. Unas veces, cuando el afán de obtener la aprobación priva en el objetivo de la escritura, muchas de las veces el acercamiento a un autor, en aras de pintarlo de cuerpo entero o de ofrecer la maravilla trasnochada a los lectores del día siguiente, se vuelve mera palabrería, que no rebasa el cedazo del elogio convenenciero; para Jorge F. Hernández esto no sucede así. Sabemos de sobra que ese afán de ofrecer la maravilla trasnochada (muy a la manera de un cuento de Julio Torri), no ceja en elogios, pero tampoco en consejos; describe el brillo del diamante, sin olvidarse del carbón primigenio. Dicho de otra forma, pondera el trabajo de sus escritores predilectos y las consecuencias de su inclusión en la vida, así también la faceta más humana de ellos, aquella donde, face to face, se descubren más coincidencias, o al menos, se confirman las ya conocidas. 
Hay justeza en los perfiles de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Eliseo Diego, Julio Cortázar, Jorge Ibargüengoitia y Augusto Monterroso, por ejemplo; amistad, en los de Octavio Paz, Álvaro Mutis, Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco, Antonio Muñoz Molina y Eliseo Alberto, por mencionar algunos. Pero en todos impera un solo sentido: agradecer su compañía en momentos determinantes, adversos o favorables. Son textos, a veces en forma de pequeños retratos, y otras veces, ensayos simples que no tienen más pretensión que la de declarar pública y abierta admiración por los escritores y sus obras mencionadas en estas páginas.
“Nada tiene que ver la admiración con el respeto”, exclama nuevamente E. M. Cioran. (Tiene razón, pero no toda.) Mientras que el respeto cuenta con una cierto halo de solemnidad, la admiración, en cambio, da fe de la vitalidad que alimenta cada paso que damos en cada una de nuestras andanzas: llorar de gusto mientras se comulga secreta y públicamente con la fraternidad de un Álvaro Mutis; refrendar las pasiones de un Octavio Paz o un Antonio Muñoz Molina, o quizás hilvanar los días ganados al tiempo mediante la maestranza de dos Eliseos (padre e hijo, desde luego), son sólo algunas de las querencias cardiográficas que componen Signos de admiración. (Siempre en espera de nuevas y sucedáneas continuaciones…)
Finalizo con una instantánea personal. Platicando con el propio Jorge F., sea en un minisúper de la Condesa, o en plena Feria del Libro en el Zócalo (ambas, con peripatética devoción), siempre acabo por descubrir a flor de piel aquellos signos de admiración que equilibran el libro de marras: aprendizaje (aunque “todo cambia”, si seguimos a Mercedes Sosa, los libros nos entregan su misma esencia, siempre renovada en las relecturas), paciencia (si las coincidencias persisten, el tiempo transcurrido siempre termina por darnos grasa) y, sobre todo, amistad, elemento primordial que auxilia a los anteriores, sin imponer el milagro resultante de todo ello. Signos de admiración, a la manera de Francisco de Quevedo, se inscribe hacia aquel famoso verso “pocos, pero doctos libros juntos”. Después de todo, la mejor de las conversaciones aún está por llegar. (Excelente comienzo ¿verdad?)  
    
Jorge F. Hernández. Signos de admiración. México, UNAM / DGE-Equilibrista, 2006. (Pértiga, 5)

(18/noviembre/2011)

martes, 12 de noviembre de 2013

Menú de miradas

Ulises Velázquez Gil

En algún párrafo de México, ciudad del fuego y del agua, Octavio Paz dijo que la comida “es una feria, un ballet de sabores”; lo mismo podemos decir de la literatura, abundante en suculentas novelas y cuentos, ensayos forjados con la pericia del mejor gourmet y poemas compuestos en la repostería de las palabras, y aunque la mayor parte del tiempo las únicas letras relacionadas con el mundo de la cocina son sólo las plasmadas en recetarios y revistas de facilidad culinaria, es preciso hacer un alto en el camino para reconsiderar aquella percepción.  
            Con una marcada trayectoria en el mundo de la poesía en México, Claudia Hernández de Valle-Arizpe nos entrega Porque siempre importa. De cocina y cultura, suerte de escala íntima en el género ensayístico que compila buena parte de los artículos publicados en el diario Unomásuno, producto de su legendaria columna “La Divina comida” (con todo y su respectiva versión radiofónica transmitida por Radio Educación), donde cocina y cultura convivían en sana armonía, dejando apantallado a más de uno. Dividido en cuatro importantes apartados (De comida, escritores y libros; México. Historia y presente, Otros mapas, y China y Japón), Hernández de Valle-Arizpe nos lleva a conocer varios momentos de la cocina en la cultura. (¿Y viceversa?)
            Cuando el arte de comer nos orilla a compartir todas nuestras experiencias, el mundo que nos rodea resuelve justipreciar el lugar que nos corresponde y cuando las letras se sientan a la mesa, es inevitable encontrarnos con varios comensales (algunos, de sobra conocidos); gracias al buen apetito de la autora, renacentistas como Leonardo Da Vinci y Gunther Grass descubren sus facetas culinarias en aras de crear una buena prosa y una divina comida, cuya liturgia y ritual cuentan con la misma importancia, incluso ciertas peculiaridades de escritores inclasificables como Juan Carlos Onetti, Franz Kafka y Michel Tournier. (Es más, hasta Amélie Nothomb, iconoclasta hasta para ella misma, se sienta con afanes de biografíar su hambre.) Ante semejantes convidados, la autora descubre ante nosotros los placeres de la comida y de la escritura.
            De su infinita sabiduría como observador de la vida en México, el dibujante Abel Quezada nos regaló la siguiente definición: La patria es lo que comemos desde niños, y si nuestra geografía alimenticia se compone por chiles, chocolate, insectos, hongos comestibles, y esas formas de la ambrosía vueltas pan y dulces típicos, no cesaremos de darle la razón, e igualmente en las páginas de Porque siempre importa la autora nos enseña mil y un maneras de llevar a México en la patria, en el corazón… y en el estómago, aderezadas con la bullanga de las coplas populares, y suscitando emociones encontradas entre los extranjeros que nos visitan, como en todas sus películas. Y ya que hablamos de cine, también comparte con nosotros las metáforas que la comida cobra en la pantalla de plata, demostrando que la vida no sería la misma sin la presencia de un rico platillo ni de conocer el menú de otros lares. (Por cierto, la autora también nos regala varias instantáneas de su experiencia gourmet en China y Japón, de donde extrajo varias cosas, dignas de especial atención.) 
            Con todo, Claudia Hernández de Valle-Arizpe contribuye a la conversación entre cocina y cultura desde varias formas que nos recuerdan el deber de la comida y la presencia que ésta tiene dentro de la geografía, la política, la religión, el arte y la literatura. A guisa de un menú de miradas, Porque siempre importa cuenta con la importante prosapia de otras letras culinarias, como La cultura del antojito de José Iturriaga de la Fuente, el Grano de sal de Adolfo Castañón, y las imprescindibles Memorias de cocina y bodega de aquel famoso gourmand llamado Alfonso Reyes. Adentrarse en su lectura, en sí, ya es la mejor de todas las degustaciones. ¡¡Buen provecho!!     

Claudia Hernández de Valle-Arizpe. Porque siempre importa. De comida y cultura. México, Universidad Autónoma de la Ciudad de México, 2009. (Al margen)

(1°/agosto/2011)

lunes, 11 de noviembre de 2013

El tiempo también pinta

Ulises Velázquez Gil

En ocasiones, cuando se conoce una parte de la obra escrita por una persona de “mal agüero”, solemos tirar al cesto de la basura más cercano el primer libro que hojeamos de y sobre él. Al tratarse de un historiador, todavía somos un poco más tolerantes, pero si hablamos de Enrique Krauze nadie sabe a qué atenerse. Pero yo sí lo sé, cuando el libro en cuestión lleva un sencillo y nada pretencioso título: Retratos personales, cuyo eje central es la biografía, a través de varios personajes de la vida mexicana que pasaron por su tiempo y espacio.
Veintiséis retratos, repartidos en seis secciones (Crear, Saber, Servir, Ejercer el poder, Criticar al poder e Historiar), son la muestra fehaciente del interés, pero sobre todo, de la admiración que Krauze tiene hacia varios personajes de la cultura, la política y las artes, cuya presencia aún suscita sea enconadas polémicas, sea gratas coincidencias. Aunque, cabría decir, que varios de los personajes reunidos podrían abarcar no sólo una, sino varias clasificaciones. “La clasificación que utilizo focaliza un aspecto de la persona, el que considero predominante”.
Cuando se trata de hablarnos acerca de los autores consignados por él, Krauze emplea un lenguaje menos complicado, más certero en sus intenciones y esto gracias a la notoria admiración hacia el biografiado; sin embargo, buena parte de esos retratos se deben, desgraciadamente, al rigor y a la resignación de un obituario. La convivencia personal o intelectual con los biografiados, se nota en la franqueza del estilo al escribirlos. Sus retratos de Octavio Paz, Daniel Cosío Villegas, Luis González y González, Alejandro Rossi y Gabriel Zaid, son addendas a los viejos y entrañables puertos de llegada. En otros, como los dedicados a Julio Scherer, Carlos Castillo Peraza, Luis H. Álvarez y hasta Emilio Azcárraga Milmo, son admiraciones con cierta coyuntura, pero leales a su propósito. (Pero entre el rigor de la pluma y la pasión de la pala, digno es recalcar la presencia de artistas gratamente notables: Manuel Álvarez Bravo y Juan Soriano.) Y el resto, simplemente una promesa cumplida, tales los casos de Edmundo O’Gorman, José Luis Martínez, Jean Meyer, Richard M. Morse y un atípico del siglo XIX, José Fernando Ramírez, donde cabe decir que son un recuento justo y hecho a tiempo.
Retratos personales es a Enrique Krauze lo que Ejercicios de admiración es a E. M. Cioran o Los días del maestro para Vicente Quirarte, es decir, toda esa amplia gama de prólogos, textos laudatorios y obituarios que expresan el aprecio y la admiración que el autor sintió hacia algunos de sus contemporáneos. En el caso de Krauze, sí se aplica esto, pero simplemente son deudas de honor conjuntadas en un solo volumen. Según su autor, es una secuela natural de Mexicanos eminentes; aún así, diría que ambos libros son los primeros volúmenes de uno solo, de índole naturalmente biográfica. (En el libro precedente, Alexander von Humboldt, Pedro Henríquez Ureña y Joy Laville son agrupados en el apartado “Mexicanos por adopción”, al que –dado el rubro– debería agregarle el texto sobre Jean Meyer; sin embargo, éste queda muy bien entre los hombres del oficio de historiar, como Luis González y González.)
¿Por qué leer Retratos personales? Aunque varios de los retratados en este volumen no sean del agrado del lector, es preciso acercarse a ellos para conocerles otra faceta, menos prejuiciosa pero más humana a final de cuentas. Incluso, reconoce Krauze, que esa intención siempre se halla bien sustentada por una cita de Marc Bloch: “Robespierristas, antirrobespierristas, ¿por qué no me dicen, sencillamente, cómo era Robespierre?”. En una palabra, dejar el prejuicio afuera de la sala y aceptar la invitación para conocer a los indiciados sin nada que perder. Si después de leer el libro, dicho prejuicio sigue latente, al menos el lector se dio tiempo para conocer otro punto de vista. (Cuestión de enfoques.)  
Finalmente, sólo una recomendación para una próxima obra de este tipo: que Krauze incluya más retratos y/o biografías de más mexicanos eminentes –ahora y siempre–, como Álvaro Matute y Javier Garciadiego (a quienes escribió sendos y formidables textos, a manera de bienvenida en la Academia Mexicana de la Historia), pero el tiempo, sólo éste, hará lo propio. El tiempo también pinta, decía -y con justa razón- Francisco de Goya. Y más retratos de Krauze tendrán ese privilegio.  

Enrique Krauze. Retratos personales. México, Tusquets, 2007. (Andanzas, 207/11)

(14/noviembre/2011)