Ulises Velázquez
Gil
En alguna entrevista consignada en Conversaciones, Emil Cioran mencionó una
frase de cierta forma contundente: “Sólo existen los autores que son releídos”.
Aunque incendiaria, esta sentencia encierra mucho de razón, dado que tanto los
autores como los libros, luego de una o varias relecturas, suscitan varios
regresos al punto de partida hasta volverse grata querencia y franco
aprendizaje.
Un lector de tiempo completo,
de nombre Jorge F. Hernández –y parroquiano de esta sección, claro está–, se
une a esta empresa con un libro bastante sui
generis, donde se conjugan admiración y maestrías: Signos de admiración. Compuesto por veintinueve perfiles, el autor
nos da fe de su admiración y del acto de lectura al que se somete cuando el
recuerdo lo remite, casi de inmediato, al aprendizaje adquirido en esas
incursiones. Su labor se empeña en ir a contracorriente de lo impuesto por
editoriales, cúpulas e inclusive los caprichos del merchandising en turno.
Sucede
que en el mundo de los autores
ya habitantes de eternidad o escritores
aún en ronda de publicación reina un confuso ánimo que oscila entre la
exagerada adulación o la descarnada admiración. Unas veces, cuando el afán
de obtener la aprobación priva en el objetivo de la escritura, muchas de las
veces el acercamiento a un autor, en aras de pintarlo de cuerpo entero o de
ofrecer la maravilla trasnochada a los lectores del día siguiente, se vuelve
mera palabrería, que no rebasa el cedazo del elogio convenenciero; para Jorge
F. Hernández esto no sucede así. Sabemos de sobra que ese afán de ofrecer la
maravilla trasnochada (muy a la manera de un cuento de Julio Torri), no ceja en
elogios, pero tampoco en consejos; describe el brillo del diamante, sin
olvidarse del carbón primigenio. Dicho de otra forma, pondera el trabajo de sus escritores predilectos y las
consecuencias de su inclusión en la vida, así también la faceta más humana de
ellos, aquella donde, face to face, se
descubren más coincidencias, o al menos, se confirman las ya conocidas.
Hay justeza en los perfiles de Jorge Luis Borges,
Adolfo Bioy Casares, Eliseo Diego, Julio Cortázar, Jorge Ibargüengoitia y
Augusto Monterroso, por ejemplo; amistad, en los de Octavio Paz, Álvaro Mutis,
Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco, Antonio Muñoz Molina y Eliseo Alberto, por
mencionar algunos. Pero en todos impera un solo sentido: agradecer su compañía
en momentos determinantes, adversos o favorables. Son textos, a veces en forma de pequeños
retratos, y otras veces, ensayos simples que no tienen más pretensión que la de
declarar pública y abierta admiración por los escritores y sus obras
mencionadas en estas páginas.
“Nada tiene que ver la
admiración con el respeto”, exclama nuevamente E. M. Cioran. (Tiene razón, pero
no toda.) Mientras que el respeto cuenta con una cierto halo de solemnidad, la
admiración, en cambio, da fe de la vitalidad que alimenta cada paso que damos
en cada una de nuestras andanzas: llorar de gusto mientras se comulga secreta y
públicamente con la fraternidad de un Álvaro Mutis; refrendar las pasiones de
un Octavio Paz o un Antonio Muñoz Molina, o quizás hilvanar los días ganados al
tiempo mediante la maestranza de dos Eliseos (padre e hijo, desde luego), son
sólo algunas de las querencias cardiográficas que componen Signos de admiración. (Siempre en espera de nuevas y sucedáneas
continuaciones…)
Finalizo con una instantánea
personal. Platicando con el propio Jorge F., sea en un minisúper de la
Condesa , o en plena Feria del Libro en el Zócalo (ambas, con
peripatética devoción), siempre acabo por descubrir a flor de piel aquellos
signos de admiración que equilibran el libro de marras: aprendizaje (aunque “todo cambia”, si seguimos a Mercedes Sosa, los
libros nos entregan su misma esencia, siempre renovada en las relecturas), paciencia (si las coincidencias
persisten, el tiempo transcurrido siempre termina por darnos grasa) y, sobre
todo, amistad, elemento primordial
que auxilia a los anteriores, sin imponer el milagro resultante de todo ello. Signos de admiración, a la manera de
Francisco de Quevedo, se inscribe hacia aquel famoso verso “pocos, pero doctos
libros juntos”. Después de todo, la mejor de las conversaciones aún está por
llegar. (Excelente comienzo ¿verdad?)
Jorge
F. Hernández. Signos de admiración.
México, UNAM / DGE-Equilibrista, 2006. (Pértiga, 5)
(18/noviembre/2011)
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