miércoles, 21 de diciembre de 2022

Camino, puente y escalas

 

Ulises Velázquez Gil 


“Dos enemigos son un mismo hombre dividido”, dice Emil Cioran en Del inconveniente de haber nacido. Para quienes nos enfrentamos al vértigo de la escritura, en algún momento de la vida es preciso desprenderse un poco y poner en orden todas las taras que nos definen (aproximadamente) como la gente que elegimos ser. Sin embargo, en algún instante una extensión de nosotros se aferra en hacerse escuchar, provocando un choque, no sólo de personalidades, también de perspectivas relacionadas a una misma vida, a un espacio delimitado per se.

            Consciente de esta división de caracteres, en su novela El hambre invisible, Santi Balmes nos hace una invitación para emprender un viaje al principio del mundo, o lo que es lo mismo, internarse hacia el caos que compone a un sujeto que eligió el camino del arte, para dejar su paso en este mundo, a ratos ancho y ajeno por los dictados de una sociedad convencional.

A resultas de una caída (¿Albert Camus, acaso?), el protagonista, Román Spinelli, Equilibrista, hace un viaje hacia el interior de sí mismo; a diferencia del viaje exterior, su travesía es hacia su propia mente, es decir, por las diversas escalas de su vida, y qué lo llevó hasta el momento actual. A través de cuarenta y cuatro capítulos (incluidos uno denominado cero y un epílogo), bajo el nombre de estaciones, hacemos un recorrido, amén de retrospectivo, hasta rimbombante por el carácter de algunos de los personajes que allí nos aguardan. El creador está a merced de quien lo observa -hoy en día ni siquiera hace falta que uno pague-: es la ley. A un equilibrista no le juzga Dios, sino mil minidioses que lo miran desde el prosenio. Y no son idiotas. Ser audiencia es saborear la divinidad. Dios lo hace con nosotros, por lo que ejercer como público es nuestra infantil venganza.

Lo dicho: el espectáculo está a unas páginas de nuestro alcance, y Román Equilibrista (tal y como su apellido lo define), busca el balance de su presencia en este mundo; sin embargo, para lograr ese ansiado equilibrio, es menester tambalearse un poco: […] la primera condición para ser Equilibrista, para subir a la cuerda, para seguir vivos, es estar un poco loco. Era la magnitud de su locura lo que estaba por determinar. Para enfrascarse en un viaje de reconocimiento, por decirlo de alguna forma, es preciso valerse de una excusa; en este caso, Román Equilibrista se lanza a la búsqueda de Edith, una mujer que le es importante en ese momento de su vida, y, precisamente, el deseo de alcanzarla es quien lleva la nota dominante en su trayecto psiconáutico.   

La Ciudad de Bruma, lugar donde ocurre la novela, es el topus uranus donde Equilibrista se encontrará con sujetos que, de cierta manera, le acompañarán en sus afanes introspectivos. Como en toda ciudad que se precie de serlo, recorreremos sus calles y barrios, en espera de que aquellos personajes le muestren lecciones por aprender o recuerdos para desbloquear. Uno de ellos representa la parte drástica y punitiva: Yo, Román Cuso, Fiscal General de su psique, o, lo que es lo mismo, de la ciudad interior de Bruma, autorizo a Román Spinelli, de profesión Equilibrista sobre Alambradas Mentales, a pernoctar durante cinco días improrrogables. Al final de su estancia será requerido para una serie de acciones que él, a cambio de nuestra hospitalidad, tendrá que realizar con el mejor de los ánimos.

A contraposición de Román Cuso, tenemos a Román Líbid, la parte sexual, ninfómana y masturbatoria, que más bien es el libre curso de un instinto “primitivo” aún latente en el interior de Equilibrista. Porque nuestro ser sexual puede triunfar más que nunca cuando precisamente desprende cero interés por el sexo. Es una treta exitosa. […] Sea como fuese, aquel chico llamado Román AntiLíbid estaba gozando de los más sutiles placeres que podía experimentar un hombre, e irían aumentando con el paso del tiempo.

Por otro lado, tenemos a Román Perturbado, otro de los avatares de Equilibrista, muy apaleado (literalmente) por los altibajos del éxito y al igual que el autor, también la música es su mundo, cuya fama le obnubila y le impide ver con claridad su situación. En aquel diorama del pasado, Perturbado estaba a punto de iniciar un combate de boxeo contra un luchador llamado Vida. Como árbitro, ni más ni menos que un tipo llamado Destino. Me olvidaba de una cosa: el entrenador de Vida era el Fiscal Román Cuso, alias Culpa. Bajo este avatar, precisamente, se suceden los álbumes más emblemáticos de la banda donde ejerce de vocalista (un apenas disimulado Love of Lesbian): 1999 y La noche eterna.

Paréntesis aparte: dentro del capítulo/estación que Santi Balmes le dedica a Pertur, me pareció encontrar frases o giros que, con sólo aguzar el oído, hoy día son brillos de preciadas gemas como “Bajo el volcán” y de “Planeador”, barcos insignia de El Poeta Halley, álbum de estudio grabado hace poco más de seis años, y que este singular personaje aparece en estos lares, se trata de la parte creativa que llevó a Equilibrista hasta su momento actual; todo sueño, juego o la alegre conjunción de ambos denota un deseo todavía latente, un leitmotiv que se niega a desaparecer, pese a que los vientos de la realidad -con sus correspondientes avatares al paso del tiempo… y de las páginas- le cierren un poco los caminos. Aún así, el joven poeta persiste en afanes como en empeños. La sensación de tiempo, definitivamente, es proporcional a la edad. Un bienio, en una persona que acaba de cumplir los quince, es casi una séptima parte de su existencia. La frase “Llevo toda la vida con él” es, con toda seguridad, la más parcial y nociva que puede pronunciar una persona joven. Y probablemente, una de cualquier edad. […] Entre impacto y deflagración, puedo llegar a la conclusión de que el descubrimiento artístico, es ¡maldita sea!, un momento incendiario.

Una tercia de avatares digna de mención, la componen Psiconauta, Román Augustus a las Finas Hierbas y Román Feliz. Del primero, digno es notar su carácter cambiante (incluso en las fuentes tipográficas empleadas en sus diálogos): […] la vida de un Psiconauta necesitaba el humor como un cohete el combustible. Porque los Psiconautas lo relativizan todo; el segundo, en cambio, es un tránsfuga de las academias, que no cesa de buscar el placer a la par que el aprendizaje […] junto a gente que consideraba divertida e interesante [y sostiene que] cualquier día es bueno para celebrar el fin del mundo. Porque cualquier día es un fin del mundo en potencia. Y de Román Feliz se podría decir que evita cualquier sobresalto y, por ello, le veta a Equilibrista la oportunidad de conocerle, por la posibilidad de conjurar algo adverso. Esta extraña tercia se podría resumir en un tópico de la cultura clásica: Carpe diem (“aprovecha el día” en latín), sin dejar de lado el Sapere aude (“atrévete a saber”).

Para cerrar con esta galería de epígonos, queda presentar a Román Tôdas, el Mago, que, a decir verdad, es el genuino guía de Equilibrista, así también del Joven Halley, a quienes devuelve la fe y la creatividad perdidas a lo largo de los años. He aquí alguna de sus consejas: Escribir para encontrar el placer […]. Escribir para rellenar vacíos. En realidad, el hombre inquieto, una vez se da cuenta de que la relación con su entorno cercano puede convertirse en un caudal de frustración, empieza a buscar placer empleando los más variopintos recursos. Aquellos que jamás han encontrado desde su propio interior la manera de autosatisfacer su Hambre Invisible necesitan a excitadores profesionales. […] Un creador no deja de ser un ingeniero de emociones. Sus laboratorios, hasta la fecha, son legales, así que no hay problema, hermanos en la fe.

Con todo, en la suma de caracteres que componen El hambre invisible descubrimos que hay etapas hondas en el ser y hacer de cada persona, incluso si éstas se contraponen (como en el aforismo de Cioran referido al principio de estas líneas); Román Spinelli, Equilibrista, en plena edad media sale al encuentro con facetas de su vida que precisa reconocer, que no remediar, porque la debacle también es una forma de la enseñanza: camino, puente y escalas para replantearse a fondo.

Aunque no es la primera vez que Santi Balmes incursiona por los caminos de la novela, sí lo es en cuanto a la intención de suscitar una reflexión acerca de las distintas etapas que componen a un individuo ungido al arte. Una novela que atrae, como decía Jorge F. Hernández, “por los ensayos que se filtran con sutil encanto en algunos de sus muchos párrafos […] donde los enredos de sus personajes van confeccionando una no tan simulada dramaturgia con sus diálogos y los gestos que les veo cuando los leo”. (Una confederación de almas, como aquella que imaginó Antonio Tabucchi en su Sostiene Pereira.)

Para quien le sigue la huella al autor dese su faceta como delirista y voz de Love of Lesbian, inevitable hallar frases o referencias a canciones de su repertorio (lo cual enriquece la experiencia, claro está); y para quienes apenas tienen noticia de ésta, estamos frente a un narrador non, de muchas horas de vuelo en un oficio doblemente sorpresivo.

Quede aquí la invitación para adentrarse en ese mundo, desde la primera palabra hasta el punto final. (¡Buen viaje!)   

Santi Balmes. El hambre invisible. 2ª ed. Barcelona, Planeta, 2018.  


(7/diciembre/2022)

viernes, 2 de diciembre de 2022

Fijación y parpadeo

Ulises Velázquez Gil

 

En alguna entrevista realizada al escritor colombiano Álvaro Mutis, éste recordaba un consejo de su madre: “Detrás de todas las cosas está usted”. Para quienes encuentran a diario la trama de las cosas (y doblemente en quienes recae el oficio de urdir una columna semanal), esta sentencia debe grabarse en letras de oro, o por lo menos, memorizarse por quienes se adentran a los senderos de la llamada “literatura con prisa”.

            Sin tanta prisa de por medio, Jesús Silva-Herzog Márquez nos entrega un pequeño volumen donde se evidencian sus intereses, lecturas, encuentros, donde más que suscitar el análisis puntiagudo (tal es su faceta de analista político), se busca recobrar el asombro por la vida que se presenta a diario.

Andar y ver (título con reminiscencias a José Ortega y Gasset) se compone por 32 artículos, de breve extensión, donde su autor no se queda con la inquietud de hacer lecturas fuera del canon analítico, de figuras muy caras a su admiración, o simplemente, darle libre curso a la pluma, muy a la manera de aquella sentencia de Alfonso Reyes: Escribo por divagar.

Figuras como las de André Glucksmann, Wislawa Szymborska, Anna Ajmátova, Robert Hughes, más las que se sumen a la lectura, confirman a cabalidad que, mientras una buena pluma destelle por su presencia, ningún tema nos será del todo ajeno. Y para muestra, el siguiente fragmento: Somos criaturas de pares: dos ojos, dos brazos, un par de piernas, un pulmón derecho y uno izquierdo. Será por eso que tendemos a ordenar el mundo en parejas. Y así, al arco de luces, movimientos y sonidos que va de un amanecer a otro, lo rompemos en dos tiempos: el día y la noche (“La luz de los opuestos”).

Si aplicamos esta dialéctica al conjunto de artículos que componen Andar y ver, caemos en la cuenta de que la misma pasión con que se habla de un importante analista y/o teórico, que de sucesos peculiares como tomar una siesta, los peligros que conlleva aceptar un regalo, o una reflexión acerca de la propina (donde Mr. Pink de Reservoir dogs cae en un estoicismo que ya quisiera el SAT). Si somos sinceros, la propina no es un pago por un buen servicio. Las razones que el propinador tiene para gratificar al propinatario poco tienen que ver con la prestación recibida. […] No es difícil anticipar que un mesero eficiente y antipático recibirá menos propina que un meesero torpe pero amable y mucho menos que una guapa mesera incompetente y coqueta. (¡Hasta para los temas del diario, Silva-Herzog Márquez no deja los linderos de la polémica!)

Por otro lado, es preciso detenerse en dos pares de artículos: “Autorretrato de crítico con atún” y “La terapia de Goya”, sobre Robert Hughes (el crítico de arte más polémico de nuestro tiempo, es la lucidez de la rudeza. O al revés. El crítico no solamente destaza pintores sino también a políticos e intelectuales), de quien nos da noticia de su genio y figura, cuya subversión lo llevó a negar a su propio país. Y el suceso que le devuelve vida y acción se resume en “La terapia de Goya”. El Goya de Hughes es un artista de este mundo, un pintor que nos sintió apetitos metafísicos, sino sólo los otros. Nadie como él ha retratado el placer con tanta agudeza como ha captado el dolor. Es raro que un artista sea tan convincente en ambos mundos: el ombligo de la maja y las verrugas de las brujas.

Otra pareja de artículos, que bien podrían conformar uno solo, la componen “Una fotografía” y “Mato, luego existo”. De este último, una reflexión sobre Orwell y el hundimiento del Titanic como imagen que define al siglo XX, hace eco en el autor sobre cuál sería la escena o el cuadro más significativo de nuestra época: Seguramente muchos ubicaremos las imágenes del 11 de septiembre en ese sitio privilegiado de la memoria. Las torres gemelas son nuestro Titanic.) De ahí, Silva-Herzog Márquez parte su reflexión (o su apunte, mejor dicho) sobre un libro de André Glucksmann, donde la figura hostil de nuestra época no lleva puestos explosivos por encima de la ropa, sino que se pasea en traje sastre desde algún palacio… Respecto a “Una fotografía”, retoma un poco a Susan Sontag y vuelve a esa imagen con que la que el siglo XXI ya es ineludible: las Torres Gemelas, en particular, aquélla una donde se ve a un hombre en caída libre. Nuestra vida cotidiana está tapizada de esas estampas de barbarie. Lo que nos perturba es esta fotografía no es la visión del sufrimiento, sino la apariencia de quietud. Es más fácil aceptar el dolor de la víctima que la determinación de un hombre que decide su muerte.

Pero no todo es tragedia ni desánimo en Andar y ver; el autor también se da vuelo recordando a un maestro y colega suyo en los empeños de anotar la vida que viene. En “El dietario de Julián Meza” bien podemos encontrar joyas como la siguiente: Escribir por gusto es un empeño que tiene poco sentido en un mundo que dedica sus imprentas a la difusión de las obviedades de los opinadores, la jerga de los académicos y las mercancías de los fabricantes de best-sellers. […] escribir por el gozo de recorrer con tinta un cuaderno en blanco. Escribir para habitar otro mundo.

Otra peculiaridad que no debemos pasar por alto es la concisión de cada texto, es decir, su brevedad. A este respecto, no dudaría en aplicarle las mismas palabras que el autor dijo de Ryszard Kapuscinski en “El patio de los fragmentos”: Frente al caminante tenaz y metódico, pasea el viajero curioso que cede a la variedad de sus inclinaciones. Si escriben, el primero buscará redactar un tratado, el segundo coleccionará fragmentos. Este coleccionista, como Canetti, registrará lo que pase por su cabeza sin elección previa; se abrirá a la sorpresa, acogerá la tentativa. Los trozos de escritura aflorarán de ninguna parte sin conducir a sitio alguno.

Para terminar estas líneas, volvamos al consejo de Mutis: detrás de todas las cosas está usted. En cuanto uno cierra Andar y ver, no dudaremos en aplicárselo a Jesús Silva-Herzog Márquez, quien al escribir sobre figuras y sucesos de su (libre) elección, cumple a cabalidad la dinámica primigenia del ensayo, es decir, paseo, donde todo se resume a fijación y parpadeo, cualidades dignas de un miniaturista en cuyos trazos se evidencia una panorámica entera. Con este volumen (del cual se esperarían sucesivas compilaciones), se inaugura una vertiente ensayística en la obra del autor, en paralelo a su análisis político; a diferencia de este último, aquí lo fugitivo sí permanece, y se queda en nosotros, en aras de proseguir la conversación (o el paseo, si se quiere).

Después de todo, entre hojear este libro y ojear su contenido, nunca dejemos de mirar: hacia adentro, desde afuera. (Sea, pues.)   

Jesús Silva-Herzog Márquez. Andar y ver. México, UNAM/DGE-Equilibrista, 2005 (Pértiga, 1).  

(18/noviembre/2022)


lunes, 14 de noviembre de 2022

Destino y sentido

Ulises Velázquez Gil

 

En alguna de las cartas que Octavio Paz le escribió a su colega catalán Pere Gimferrer, se puede leer la siguiente frase: El verdadero y único premio del escritor son sus amigos desconocidos. Para quienes hacen de la escritura semanal una carrera de resistencia contra el tiempo, encontrarse un lector que agradezca las líneas de un artículo (que le ayudó a sobrellevar la vida de todos los días) es el bálsamo que renueva el afán de asir el tiempo, a la vera de sucesos y figuras inolvidables -al menos, para quien guste de escribirlo.

Después de dos volúmenes que reúnen lo más granado de su columna Agua de azar, Jorge F. Hernández nos entrega un tercero, cuyo título da fe de una meta cumplida, donde ninguna inquietud se queda sin explorar y las figuras que nos dan sentido siguen ganando batallas, siempre al encuentro con sus andanzas y maestranzas.

Llegar al mar se compone por 79 artículos, donde el autor da fe de su admiración por maestros, colegas y amigos que le ayudan a ser -palabras más, palabras menos- una mejor persona y un buen escritor, tal y como ocurre con viejos conocidos suyos (también nuestros, si hemos seguido con suma dedicación las compilaciones anteriores), como Jorge Ibargüengoitia: Celebro […] sus novelas que releo como si reviviera la época en que visitábamos las librerías esperando sus nuevos libros. Soy de la idea de que las muchas perfecciones envidiables que cuajó en Estas ruinas que ves (incluyendo sus dos finales), Dos crímenes y Las muertas transpiran -entre la admiración y la envidia- una contagiosa adrenalina por escribir, más allá del placer de su lectura (“¡Ibargüengoitia, forever!”). O grandiosos contemporáneos que siguen presentes, tanto en el recuerdo como en las maestranzas suscitadas por su obra. Ejemplo irrebatible: Eliseo Alberto, Lichi. ¡Ay, mi Lichi, si supieras!, que hay días en que parece que escucho tu voz con música de fondo, un son triste que revela que esa fibra musical donde se finca el jolgorio de tu isla también es dolor y recuerdo a menudo que Bioy Casares nos daba licencia para ser así como somos al definir que toda cursilería cuando es humilde tiene todo el gobierno del corazón (“Informe de eternidad”).

Además de proseguir esa conversación con maestros, colegas y amigos, Jorge F. Hernández pasa revista a sucesos recientes, que le muestran señales que evidencian los alcances que tiene el ser humano en cuanto a su papel dentro del mundo. Hay dos figuras que merecen especial atención: Nelson Mandela y Malala Yousafzai. Del primero nos dice: [es] el hombre que hablaba en silencio las palabras que nombran a las cosas, los callados párrafos de la prosa más íntima, los versos que se aprenden de memoria los presos que no pueden abrir las alas de los libros. El hombre que miraba el instante que hoy se acerca calladamente desde el momento en que veía a través de los barrotes de su celda el cielo indescriptible que a veces parece inalcanzable, allá donde se pronuncian en cada uno de los idiomas todos los nombres de la libertad (“Todos los nombres”). Por otro lado, […] las palabras de Malala Yousafzai deberían recordarnos que efectivamente todas las niñas son princesas (¿qué no hubo nadie que se los hiciera creer en su infancia?), todas emperatrices de su propia voluntad, dueñas de sus palabras, ensueños y encantos. Ya lo sabemos: en algún momento o instante de su vida (suspiros que pueden durar segundos o toda una vida) toda mujer es la mujer más bella del mundo… (“En el nombre…”).

Son las palabras las que dan sentido al mundo, sea la vía que uno se digne a usarlas; lo mismo pueden construir presencias que derrumbar reputaciones. Y una buena pluma como la de Jorge F. Hernández lo sabe por entero, porque sus fuerzas y afanes se vuelcan hacia una justa ponderación de las cosas que valen la pena (por ver, para vivir), así también para hacer clara denuncia de sujetos y situaciones no tan halagüeñas del todo.

Uno de sus maestros en el oficio de hacer literatura con prisa, es Antonio Muñoz Molina, con quien comparte, además de una colección de libros publicados por la UNAM, un peregrinaje por los sucesos de cada día. Sobre la desmedida (pero justa) admiración por el autor de Travesías y El Robinson urbano, podemos leer en “Shalom” lo siguiente: Yo aprendo mucho de los escritores de veras, que además son grandes personas; abrevo de la desatada imaginación y honesta pasión ante la página con la que escriben, tanto como de la decencia y cordura civil con la que caminan por las calles… Yo admiro la literatura de Antonio Muñoz Molina, aprecio su amistad tan cerca tan lejos (Bien podrían aplicarse dichas palabras a nuestro autor. Y nos consta quienes lo hemos leído y/o conversado…)

¿Por qué Llegar al mar? Ante una realidad plagada de plagiarios, politicastros con poco seso frente a la cultura y toda serie de sucesos funestos y que flaco favor nos hacen con sus improperios y poco tacto, digno es recordar que la vida de veras, aquella que le da destino y sentido a nuestra presencia, es la materia prima de los artículos de Jorge F. Hernández, donde el agua de azar no deja de multiplicar sus sortilegios, con todo y que […] hubo más de un jueves en que me resigné a la aceptación dolorosa de no ser ya necesario para quienes me llegué a creer indispensable, a contrapelo de la conmovedora aparición semanal de un nuevo lector que me escribía algún correo o me confiaba de viva voz el entrelazamiento de su voluntad, memoria o imaginación con cualesquiera de mis párrafos. (Los verdaderos amigos desconocidos que mencionaba Octavio Paz, referido al principio de estas líneas.)

Con todo y que esta compilación cierra una época en su trayectoria hebdomadaria (la cual no termina del todo, sino que se pospone), sus letras siguen prodigando lecciones de vida y sin contratiempos de por medio, para que, al final del día, suscribir aquel deseo que Santi Balmes, vocalista de Love of Lesbian, expresó en la canción “Viento de oeste”: Que un camino así pueda guiarte,/ pueda guiarte a mí./ Que la vida sea al fin tu obra de arte,/ tu obra de arte…

Quede aquí la evidencia de sus pasos. (Gracias, siempre.)

 

Jorge F. Hernández. Llegar al mar. Prólogo de Hernán Bravo Varela. México, Almadía, 2016. (Crónica)

(31/octubre/2022)

lunes, 29 de agosto de 2022

Fragmentario y elocuente

 

Ulises Velázquez Gil

 

En alguna parte de El hijo del Capitán Trueno, Miguel Bosé nos dice que “los recuerdos que son abordados, al principio, están rodeados de niebla”, y no es para menos, puesto que, en el afán de recuperarlos para el momento presente, no nos llegan del todo nítidos; en ese sentido, es preciso armarse de valor y emprender su escritura, a fin de recobrar su claridad y justipreciar mejor su presencia.

            Consciente de esto, Claudio Isaac nos entrega un volumen de raigambre memorialista, en torno a un director de cine cuya obra sigue suscitando interés genuino que enconada polémica; en particular aquéllos de los cuales fue testigo. Bajo la forma del fragmento, Luis Buñuel: a mediodía nos presenta aspectos del cineasta solamente reservados al anecdotario o a la secrecía reservada a las amistades de carrera larga. Luis Buñuel era un hombre con un sentido casi sagrado de la intimidad. A pesar de que en estas notas me entrometo en algunos de los intersticios más privados de su vida, en espíritu he tratado de no traicionar su pudor.

A fuerza de persistencia, el autor cuando joven se integró al círculo de visitas a casa del cineasta español, donde fue testigo de sucesos propios de una película suya que instantáneas de colegas y amigos inimaginables por sí mismos. Por ojos de Claudio Isaac, vemos a un Buñuel inusitado, que se expresa de los actores como viles cucarachas (entomofílico, al fin y al cabo); juega de manera mordaz y punzante con sus colegas Julio Alejandro y Luis Alcoriza (donde el juego se vuelve fuego, a medida que consume sus taras más evidentes); y hasta se da el lujo de ser todo un señor dentro de su casa (lo que tenía siempre en vilo a su esposa Jeanne, mujer sin piano que le tuvo gran cariño al joven Claudio). Pero entre todas esas cosas (y las que se acumulen a medida que avancemos en la lectura), el viejo Buñuel se permite la generosidad y el magisterio hacia un joven interlocutor, empeñado éste en seguir su vocación cinéfila, pese a que don Luis intenta descaminarlo a la primera provocación.

¿Cómo es que joven adolescente se volvió interlocutor -casi amigo- de un cineasta consumado? Alberto Isaac, padre del autor, dedicó un cartón periodístico en loor de Buñuel cuando éste viajó a España para filmar Viridiana, con resultados explosivos para el régimen franquista. […] El dibujo rebasó el interés local y se publicó en revistas internacionales e incluso en libros monográficos, convirtiéndose así en un espaldarazo a la causa de Buñuel. [Éste] no olvidaba favores y me parece factible que el gesto de mi padre haya sellado la amistad.  

Con todo y que Alberto Isaac fuera más amigo del director de El ángel exterminador, con el joven Claudio el respeto se volvió admiración, y ésta, en amistad, obsequiándole consejas que complicidades, vituperios y maravillas. A mí me venía natural el tutearle, desde siempre, pues mis padres lo hacían así. En su caso, más que una mera modalidad, éste era signo de un trato más despreocupado y desenvuelto, y aún teniéndole un respeto manifiesto no se andaban con protocolos ni ceremonias.

Dentro de la galaxia buñueliana, Claudio Isaac conoció a otros planetas y constelaciones, tal es el caso de Octavio Paz, quien elogió los afanes lectores de un adolescente rodeado de locos ungidos al arte; los Alcoriza -el ya mencionado Luis y su esposa Janet-, quienes hicieron del cine una extensión de la vida (literalmente); el padre Julián Pablo, sacerdote con quien Buñuel gustaba conversar sobre temas religiosos -con todo y que el cineasta seguía preso de su propia boutade, “soy ateo, gracias a Dios”. Con Alberto Isaac, más allá del cartón de marras, en sus encuentros predominaban las risas: […] Siempre reían. Me atrevería a decir que el cariño más grande surgió de la risa conjugada. Pero don Luis y el joven Claudio fueron más allá de las risas… No fue para mí un maestro de cine, pero sí -con todas las discrepancias que el lector ya conoce- de vida. Un maestro de vida. Su gran lección, para mí, es la sencillez, la modestia, el despego de las cosas materiales, su compromiso ético y su lucha por alcanzar la congruencia […] Dejó su solidez, su rectitud, la consistencia de su dignidad.

En suma, Luis Buñuel: a mediodía no sólo permite que conozcamos a un cineasta más allá de su obra fílmica, más aledaño a los sucesos de la vida diaria, donde las medias tintas no se permitían ni por asomo. Para fortuna nuestra, la pluma de Claudio Isaac concede justo lugar tanto a la memoria como la fidelidad al recuerdo: fragmentario y elocuente, como toda vida digna de contarse, pero sobre todo para vivirse. Como Pablo Picasso para Miguel Bosé o Alfonso Reyes en el caso de Octavio Paz, el magisterio buñueliano sobre el autor se torna complicidad no sólo por la sabiduría transmitida por el cineasta, sino también por hacerle partícipe (cómplice, incluso) de sus propias taras e ilusiones, detalles sólo reservados para amistades de carrera larga.

A la par de Prohibido asomarse al interior de Tomás Pérez Turrent y José de la Colina, y de su volumen de memorias, Mi último suspiro, la lectura de este libro no dejará de suscitarnos sorpresas que desconciertos, donde al final del día sólo somos seres humanos en la medida de nuestros recuerdos, o en la mirada que nos dibuja en la memoria.

Quede aquí la invitación para viajar al interior de una vida dispar por interesante. (Así sea.)   

Claudio Isaac. Luis Buñuel: a mediodía. México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/ Universidad de Guadalajara/ Secretaría de Cultura-Gobierno del Estado de Colima, 2002.  

 

(15/agosto/2022)

lunes, 1 de agosto de 2022

Intensidad e inmensidad


Ulises Velázquez Gil

 

Entre las notas que Albert Camus hizo para El primer hombre, encontramos la siguiente: “Habría que vivir como espectador de la propia vida. Para añadirle el suelo que le diera conclusión. Pero uno vive, y los otros sueñan tu vida”. Como recordar es un arte difícil, es preciso echar mano tanto de los propios recuerdos como de los sucesos y figuras que nos rodearon en varios momentos de la vida.

          Luego de una enorme trayectoria artística, Miguel Bosé hace un corte de caja de una vida vivida al máximo y nos ofrece, en El hijo del Capitán Trueno, su particular recuento, donde relucen tanto sus orígenes familiares como algunas figuras señeras del arte y del espectáculo que le ayudaron a buscar su vocación y un camino que, con todo y el impasse de hoy día, todavía le restan muchas cosas por hacer.

A lo largo de casi quinientas páginas, nos adentramos en los primeros 25 años de vida del cantante, desde su particular nacimiento en tierras extranjeras, siendo hijo de un matrimonio también extranjero: el torero español Luis Miguel Dominguín y la gran actriz italiana Lucia Bosé, de quien abrevó la sensibilidad para el arte y la creación, campos diametralmente opuestos a la bravura y el arrojo del figura fue Dominguín.

El primer capítulo, a diferencia de una biografía convencional, no inicia con el nacimiento del biografiado, sino con una confrontación entre dos fuerzas de la naturaleza, es decir, sus padres, y del cómo dicha confrontación desataría -para bien, para mal- los sucesos que le darían vida y destino al intérprete de futuros éxitos como “Creo en ti”, “Sevilla” o “Aire soy”. Aún con esos vientos en contra, persiste un buen recuerdo: Por favor, que alguien me lo atesore siempre en la memoria, porque aquel era el éxtasis más absoluto, el más seguro de todos los refugios que tuve jamás. Aquel del que nunca hubiese querido irme.  

Mientras sus padres se afanan en hacer y deshacer (“nunca hacer por hacer”, como diría una canción suya), al pequeño Miguel y a sus hermanas Lucia y Paola les llega una presencia fantástica, firme de obras pero grata de intenciones, que con el tiempo se volvió indispensable dentro de la familia González Bosé: Remedios de la Torre Morales, la victoriosa, oteaba los campos que poco a poco iban siendo devorados por las hoces […] Sabía quién tenía mejor brazo con la horca o mejor lomo para el fajado, y reconocería a cada quien en sus voces y cantos aunque se viesen diminutos. Ésa era su vida, pensaba masticando, la que siempre imaginó, la mejor del mundo, la más libre, a la que volvería. La que le correspondía por ley a la más pequeña de las hermanas y cuarta de cinco. Sin embargo, otras fueron sus faenas, porque al volverse La Tata de aquellos niños, hizo frente a sucesos adversos, así también les hizo más llevadera la vida, endulzársela un poco más de la cuenta. A medida que sabemos más de la tata Remedios, a ratos se cae en la cuenta de que merecería una novela propia, porque sus tareas de cada día tuvieron alcances épicos, acompañando a los chicos y a la propia Lucia Bosé.

Si por el lado de las mujeres, la Tata fue predominante en la formación del futuro cantante, bailarín y actor, digno es mencionar al pintor Pablo Picasso, a quien Bosé le dedica el octavo capítulo de El hijo del Capitán Trueno, que, dicho sea de paso, bien merecería su propia vida, con lomo y tapas. En dicho capítulo, da cuenta de su encuentro con ese coloso del arte contemporáneo, quien sostuvo toda la vida llegar a pintar como un niño; visto así, conocerlo le confirmó ese postulado. Para Miguelito, Pablo lo era todo y para Pablo, Miguelito era su pasión privada, su retorno a la infancia. Se olieron y de inmediato se reconocieron. A lo largo de los años fueron construyendo un mundo no apto para los que se empeñaban en crecer, divertido y pícaro.

Las amistades, como los grandes maestros, se heredan a fuerza de conquista, es decir, en acercarse a ellos y compartir, además del tiempo presente, las enseñanzas que logran darnos; con todo y que Picasso respetaba el temple de Dominguín (recordemos sus dibujos de tema taurófilo) y se prendía de la belleza el charme de Lucia Bosé, con Miguelito la conquista se dio por obra de la creación, de leer el mundo de otra forma, donde los límites sólo eran los de la imaginación, campo donde ambos llevaban franca ventaja. […] Cuando los niños crecemos y pensamos en las personas que formaron parte del entorno de nuestra infancia, las dividimos en dos: las que pasaban tiempo jugando con nosotros y las que no. A las primeras las recordamos con mucho cariño y a las otras con antipatía. Así de simple. Y lo que abundaba durante las visitas de los chicos Bosé -y la Tata, secretamente admirada por el pintor- eran muchos juegos, incluso los realizados con pintura y papel, aunque a la esposa (y dealer) de Picasso viera en ello nulo valor comercial.

Diametralmente opuesto en extensión, mas no en grato recuerdo, está el capítulo que Bosé le dedica al Dr. Manuel Tamames, figura “paterna”, casi abuelo, para él y sus hermanas; amigo a su vez del diestro y admirador (por no decir eterno enamorado) de la gran actriz, procuraba buenos acuerdos entre ambos y, a su vez, prodigaba cariño y grata estima a esos niños cuyo insólito destino era ser hijos de sus padres (permítaseme aquí la redundancia). Siempre del lado del más débil, se volcó con mi madre, una mujer extranjera socialmente lapidada, con tres hijos a su cargo, y probablemente sin futuro. Consideró que mi padre había actuado como un cobarde, sin el más mínimo honor ni hombría, y para él estaba muerto, aunque nunca le perdió su admiración en los ruedos. […] Manolo, don Manuel, el doctor Tamames y otros motes, fueron esa armada de ángeles de la guarda que en mi infancia marcaron la diferencia en el dar ejemplo y en la mejor calidad de cariño y afecto.

El hijo del Capitán Trueno nos hace no sólo espectadores de una vida (la de quien pensábamos ya saberlo todo, desde las revistas del corazón hasta los trending topic de años recientes), sino de una época en busca de sentido (pues la España que él recuerda seguía siendo la misma con Franco en El Pardo y los “grises” por las calles). Sin embargo, la avidez por hallar una identidad propia se consumó más allá de las fronteras, y de ello, da cuenta “Londres 73”, cuya travesía marcó un antes y un después en su carrera, donde tampoco le faltaron presencias necesarias en sus postreras búsquedas. (Mencionarlas todas es pecar de exageración -al menos, para estas líneas.)

Para el lector estándar de memorias y autobiografías, este volumen destella, de principio a fin, intensidad e inmensidad: de recuerdos escritos con una prosa fluida y de amor al detalle, de sucesos y figuras de alcances épicos más allá del recuerdo. Al igual que Leonard Cohen, Bob Dylan y su compatriota Santi Balmes (vocalista de Love of Lesbian), Bosé toma la pluma para compartirnos algo más de ese genio y figura apenas vislumbrados en sus canciones; al final del día, sigue el mismo destino que todo memorialista que se precie de serlo, resumido en sus propias palabras: Los recuerdos que son abordados, al principio, están rodeados de niebla, y penetrar en ellos es tarea delicada. Ninguno se resiste completamente en realidad, si quieres hablar de ellos. Pero, sí, todos quieren ser contados de la manera más ocurrente. […] Muchos de ellos, hechos para ser recordados sólo una vez, se desvanecen al ser escritos […].

Quede en ustedes, navegantes de la lectura, embarcarse en esta nave a prueba de tiempo, pero llena de gratos instantes. (¡Buen viaje!)   

Miguel Bosé. El hijo del Capitán Trueno. México, Espasa, 2021.  

 

(18/julio/2022)

viernes, 24 de junio de 2022

Legado de verdades

 

Ulises Velázquez Gil

 

Cada vez que leo un libro de memorias y autobiografías, siempre me hace mella aquella frase que Raymundo Ramos consigna en su conocido estudio y antología: “Recordar es un arte difícil”. Y no es para menos, porque en el empeño de hacer corte de caja de toda una vida, suelen aparecer otros recuerdos que pudieron revocar una postura irrebatible, o atenuaron una polémica entonces férrea y furibunda. De cualquier manera, volver a conocidos sucesos y figuras refrenda nuestro propio vaivén de vida.

            Después de dos volúmenes de índole memorialista, Emmanuel Carballo (1929-2014) da cierre a esa etapa con otro similar, en apariencia fragmentario, pero que añade, sazona o refrenda algo de lo dicho previamente: Párrafos para un libro que no publicaré nunca, que se compone por 96 textos, entre ensayos, cartas y notas al vuelo sobre escritores, libros e instantáneas personales de un escritor que ejerció, férreamente, el oficio de la crítica, con todo y altibajos.

De 1953 a 2011 -fechas del primer y del último texto, respectivamente-, se da cuenta del proceso (también del progreso, cabría notar) de un escritor frente a su oficio y del cómo éste le atrajo aciertos que fallas, pero aprendizajes constantes por encima de todo. Desde hace unos cuantos años algunos de los poemas escritos en México se me caen de las manos. Sobre todo si se trata de los escritos por nuestros poetas recién llegados. Casi todos ellos (poetas y poemas) inducen a jugar a los acertijos. Lectores y críticos, al leerlos, nos convertimos en vulgares eruditos de heráldica. A primera vista, nos parece que Carballo hizo una radiografía puntual de la poesía de cuño reciente, pero al checar el año de escritura, se descubre -no sin sorpresa- ¡que es de 1953!, lo que nos lleva a pensar que no hay nada nuevo bajo el sol… por ahora.

Como ocurrió con su Diario público (volumen intermedio entre Ya nada es igual y el libro que ahora nos ocupa), se pasa revista a la vida cultural de México en décadas recientes, con la salvedad de que estos párrafos vienen a matizar nociones expuestas con antelación, o también para develar su otra cara, no tan halagüeña que digamos. Encuentro esta dualidad de miradas en “Las dos muertes de Martín Luis Guzmán”: Qué paradoja para los críticos en blanco y negro que un hombre ganado por el sistema sea, en el fondo de sí mismo, un iconoclasta, un disidente y un escritor de protesta. Cuando el hombre pacta con el gobierno, el escritor enmudece. A partir de ese instante, la literatura deja de tener sentido, razón, alas. Aunque Carballo no deja de reconocer la genialidad de uno de sus grandes maestros -cuya mención se prodiga al vaivén de las páginas, digno es resaltarlo-, sí le echa en cara su posterior significación. (Al final del día, su obra le sobrevive…)

Una peculiaridad de estos Párrafos… es la alternancia de pequeños ensayos (que nos remiten a sus Notas de un francotirador) con cartas dirigidas a distintos corresponsales (de José Lezama Lima y Julio Cortázar hasta familiares y amigos) e inclusive dos que tres anotaciones sobre el oficio de la crítica, por parte de un implacable y respetado exponente. Y lo más sorprendente, descubrir que aquellas consejas siguen más vigentes que nunca. Cada generación en cuanto obtiene la credibilidad que le dan las obras trascendentes publicadas por sus miembros lo primero que hace es modificar la lista de los escritores sobresalientes que redactó la generación en retirada a la cual va a sustituir. Quita a algunos viejos para colocar a algunos jóvenes talentosos. […] Al crítico le corresponde poner orden, ser el cronista de un momento (o de varios momentos sucesivos) de la literatura de un país. […] El verdadero crítico cuando madura aprende a mirar amigos y enemigos como autores a secas, en unos casos más capaces y en otros menos talentosos; lo demás es lo de menos. (En tiempos donde los dictados del gusto se someten al capricho del hype, es necesario atender comedidamente la preceptiva de un crítico con hartas horas de vuelo, que hoy en día echamos en falta.)

Una vez que llegamos a la última página de este libro, cabe la siguiente pregunta: ¿por qué Carballo es enfático en decir que no publicaría estos párrafos? Ante dicho cuestionamiento, me viene a la mente el escritor Emil Cioran y la decena de cuadernos que dejó a su muerte, bajo la instrucción de destruirlos, y en los cuales el franco-rumano escribió cosas sólo reservadas para la secrecía o el descargo personal, y que, dichas a las figuras allí mencionadas, multiplicaría los, de por sí, bastantes malentendidos.

No dudaría ni un ápice que también pase lo mismo con Carballo, con la salvedad de que muchas de sus apreciaciones y juicios sólo confirmen la perspectiva adquirida en lecturas anteriores. En este ejercicio de autocrítica, me viene a la mente el Pro domo mea que Jean Meyer publicó a tres décadas de su obra capital, La Cristiada, a guisa de ajuste de cuentas o, quizá, como justa valoración del camino andado. A lo largo de cincuenta y tantos años he tratado de ser fiel a mí mismo y congruente con las ideas en las que sustenté y sustento mis tareas como escritor y hombre preocupado por sus compatriotas. […] Supongo que a las personas como yo la historia oficial nos juzgará con simpatía. Quisimos cambiar el mundo y no pudimos.

Con Párrafos para un libro que no publicaré nunca, Emmanuel Carballo cierra una trayectoria de ímpetus críticos, así también la de participante de una época pródiga en expresiones y en lecturas, ambas susceptibles de justipreciarse y después colocar sucesos y cosas en el lugar que les corresponde: legado de verdades a la espera de hallar a su destinatario. Por la procedencia variopinta de los textos, encuentro cierta afinidad con los que Fernando Fernández nos comparte en su blog, de nombre Siglo en la brisa, donde ensayos de breve extensión y notas al vuelo se suceden con franqueza y fidelidad, entre la celebración y el aprendizaje constantes, cualidades dignas de un escritor comprometido con la página de cada día.

La última -de muchas palabras- queda a disposición de ustedes, de principio a fin. (Que así sea.)   

Emmanuel Carballo. Párrafos para un libro que no publicaré nunca. México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes-Dirección General de Publicaciones, 2013 (Memorias Mexicanas).  

 

(10/junio/2022)

viernes, 17 de junio de 2022

Memoria con prisa

 

Ulises Velázquez Gil 

 

En alguno de sus Párrafos para un libro que no publicaré nunca, Emmanuel Carballo nos dice que “el memorialista lo sabe todo, únicamente tiene que recordarlo, arrebatándoselo al olvido: así goza de nuevo sus viejas vivencias y experiencias”. Para el caso del cronista, no basta recordar las cosas, sino serle fiel al espíritu que le corrió en suerte vivir; sin embargo, cuando destella una buena pluma, ambas circunstancias hacen las paces y el efecto es más impactante.

     Consciente de su tránsito por ambos mundos, José Ángel Leyva nos entrega sus Anacrónicas, donde la memoria se hace escuchar, pero la persistencia de los hechos le conserva su aura de inmediatez. Diecinueve textos que van de sucesos y figuras del mundo cultural -territorio nativo del autor, a primera vista- hasta dar cuenta de la realidad que se escapa de nuestras manos, tanto en el buen como en el mal sentido: de la (mala) influencia del narco a la inverosimilitud del Torito.

La primera sección del libro se compone de tres entrevistas con figuras únicas en su tipo, en cuyo nombre llevan el sino de una vida llena de altibajos; aunque sus tribulaciones los llevan a sopesar un poco más su lugar en el mundo, a los tres les une el contacto con la creatividad: […] La creación es libertad, si no, no es nada. Atreverse a hacer algo que antes no existía, porque la palabra libertad es a la vez una palabra hueca, vacía, desgastada, que sólo puede adquirir sentido en el hacer (Vlady). […] Descubrí que hay un universo de otras cosas que sí puedo hacer, comer y saborear. Aprendí a darle estabilidad a mi vida, a dominar mi carácter. No se puede modificar el destino, lo que sí se puede es conocer los complejos y dominarlos. Uno no elige el destino, el destino lo elige a uno, y aunque se haga todo por negarlo, tarde o temprano nos encontrará (Santero).

Para la segunda parte de Anacrónicas, nos encontramos con figuras un poco más afines al autor, es decir, colegas de pluma y afanes, que prodigan ingenio y genialidad por los cuatro costados. Un Nicanor Parra que ejerce sus cualidades de buen anfitrión, incluso cuando persiste un reclamo sobre el uso de su imagen; a Edmundo Valadés y su memoriosa imaginación; a Rafael Ramírez Heredia, figura y “espontáneo” frente a las lides de la vida diaria, así como el recuerdo de dos poetas excepcionales -Lêdo Ivo y Juan Gelman (vuelto cuentista por obra y gracia de un taxista)-, y hasta una genealogía de bolsillo, plasmada en su texto sobre los Evodio Escalante, padre e hijo, paisanos al fin. Evodio Escalante Vargas, referente inevitable para quienes evocamos un Durango utópico. No el que vivimos, sino el que remorimos cada día esperando cambios, noticias, señales de un porvenir acorde a los deseos, misterios de rumbos ajenos ligados a los nuestros. Evodio era un receptor de tales signos.

Líneas más adelante, el recipiendario de aquellos signos terminará siendo -¡oh, milagro de la genealogía!- su hijo, también tocayo y homónimo. Es duro para un poeta ser crítico de sí mismo, pero lo es más para un crítico ser poeta. En ambos casos la complacencia es el enemigo a vencer. Evodio es implacable con la obra ajena porque existe un manifiesto amor por la belleza, una exigencia irrestricta de perfección y de congruencia.

El tercer apartado es, a su vez, deuda y homenaje hacia un país de sus grandes afectos: Colombia, presente a través de colegas y amigos, así también sus tribulaciones y pesares al saberla cautiva de la violencia -de la realidad, por así decirlo-, evidente en “Colombia, la cruel felicidad” y “El Guaviare. ¿Dónde comienza La Vorágine?” Con “El poeta con un tiro en la cabeza” se engarzan tanto los ya mencionados como aquellos dedicados a Juan Manuel Roca y a Jotamario Arbeláez, porque la poesía se torna territorio inmune a la realidad. Su nombre es Fausto Ávila y su vida transcurre, paradójicamente, en la desolación que impone su invalidez. Es poeta, pintor y víctima de la violencia que ha dejado estelas de sufrimiento en el pueblo colombiano. […] Su humor era punzante y rápido. Cuando todos salieron a buscar bebidas, él pidió una cerveza sin alcohol. En un medio etílico la solicitud parecía un chiste. Pregunté por qué. Él sonrió con discreta amargura y respondió sin afectaciones: “Porque tengo una bala en la cabeza”.

Respecto a la cuarta y última escala de Anacrónicas se manejan dos registros: la tragedia y el humor. Del primero dan cuenta “Ciudad Juárez, entre el miedo y la esperanza” y “Déjà vu 19-S”. Una aclaración necesaria: aunque la tragedia es el hilo conductor (la situación de violencia en esa ciudad fronteriza, la reincidencia de las fechas en un suceso que cimbró -literalmente- a la gente que lo vivió de lejos muy cerca), hay un dejo esperanzador que nos devuelve a la conciencia de tales sucesos. (El miedo atávico por los temblores sigue, como también el dejarse alcanzar por la violencia fronteriza…)

Sobre “Superbarrio: un pueblo, una máscara” y “Una estancia en El Torito”, asistimos a un pintoresco desfile de personajes donde, aparentemente, se pueden reflejar taras como obsesiones. Un ídolo de la lucha libre que eligió un pancracio más intenso, el de la militancia política, aun sin perder su peculiar semblante: […] La lucha como espectáculo y como crítica, como escenificación de una pelea contra los problemas que agobian al pueblo, a la sociedad en general […]. Del ambiente plasmado en el segundo texto, salen a relucir sujetos interesantes que se vuelven, a lo largo de 36 horas -más lo que se acumule por amparos de cuestionable procedencia- en hermanos de infortunio. Cuando me contaron el caso de una amiga muy respetable y tímida a la que recluyeron en El Torito […], no me entraba en la cabeza cómo alguien de su edad y se rango intelectual fuera consignada a tales separos. […] El caso es que me acaba de suceder. Si en ella me parecía absurdo, en mí era inimaginable.

(Paréntesis aparte: Por la manera en que Leyva pinta a los “huéspedes” del Torito, me recuerda a aquellos que Álvaro Mutis plasmó en su Diario de Lecumberri, con la salvedad de que los compañeros del narrador de dicha crónica sí podían salir de tal embrollo. Inevitable sentir simpatía por el peleonero de Iztapalapa, el Nicolás Alvarado con uniforme o hasta por los Manolín y Capulina de petatiux…)

Con todo, acercarse a estas Anacrónicas (“cuya fuerza radica en el sentir y resentir de lo cotidiano”, a decir de Cathy Fourez, en el prólogo que antecede al conjunto) nos recuerda el deber que tenemos como contadores de historias, inclusive las ajenas que se vuelven nuestras por el simple hecho de contarlas, de hacernos partícipes de sus andanzas y hasta de sus tribulaciones, donde al final del día persistan el recuerdo y el aprendizaje. (Memoria con prisa, después de todo.)   

Para quienes estamos al tanto de la obra de José Ángel Leyva, encontramos en este flamante volumen la pericia de sus libros de entrevistas, pero también su prístina misión de ganarle al tiempo todas las batallas habidas y por haber mediante el ejercicio de la poesía, de no dejarle nada al olvido.

De la permanente inmediatez de este libro, sabrán ustedes qué hacer. (Así sea.)   

José Ángel Leyva. Anacrónicas. Prólogo de Cathy Fourez. México, Fondo de Cultura Económica, 2021 (Letras Mexicanas).  

 

(3/junio/2022)

lunes, 30 de mayo de 2022

Vida entre canciones

Ulises Velázquez Gil

 

En alguna parte de Alexis o el tratado del inútil combate, dice Marguerite Yourcenar lo siguiente: “Estamos atados por tantas ligaduras al lugar en que hemos vivido que nos parece que al alejarnos será también más fácil alejarnos de nosotros mismos”. Cuando una vida, sin importar su propio cauce, se ve orillada a dejar su lugar de origen y de residencia, hay sucesos y figuras que, por un lado, nos incitan a dar el siguiente paso, o también, por otra parte, a desistir de hacerlo y quedarse en el mismo punto. Si en algo se distingue sobremanera la literatura es en materializar esas posibilidades, siempre y cuando en aras de contar una historia y significarse con ésta de alguna manera.

            Con Esto no es una canción de amor, Abril Posas se avienta a explorar ambas opciones y nos entrega una primera novela donde el quid no reside en lo que viene por delante, sino en las cosas y los casos aún presentes, mientras se toma una decisión definitiva, inclusive cuando se opte por un golpe de timón y la vida dé un giro de 180 grados.

            Dos sucesos son importantes para su protagonista, Romina: la relación con su madre y la inminente desintegración del grupo musical del cual forma parte, Los Incómodos, cuya variopinta alineación se dedica a tocar covers, aplicando aquella consigna comercial de “al cliente lo que pida”. Las señales de este derrumbe continuaron de forma sutil, pero contundente, escalando en los años que siguieron. Por ejemplo, el corazón ya no se me aceleró con la misma intensidad cuando anunciaron el nuevo sencillo de mi banda favorita, sobre todo porque los músicos que sigo ya están muertos o en giras interminables de sus grandes éxitos. […] sé que no quiero novedades, sólo que me confirmen que lo que sentí hace diez o veinte años significó algo en verdad.

Para un grupo dedicado al oficio de cantar letras ajenas, la expectativa de la novedad es algo opcional, sin embargo, esto mantiene a raya cualquier inquietud propia; unirse a una común empresa sólo por complacer al público que pide (y no deja de pedir) siempre la misma canción. Anto, Yanni, Alejandro y Gonzalo son los compañeros con los que Romina comparte tanto el repertorio de “viejas confiables” como los afanes propios que buscan otros escenarios a modo. Por separado podrían describirnos como ”en potencia”, aunque tenemos la suerte de que juntos no se note tanto que estamos un poco rotos y apenas podemos mantenernos de pie con cada set que armamos. […] casi nadie nos pregunta de dónde venimos o cómo nos encontramos. A veces me gustaría contármelo, sólo por el gusto de comprobar que todavía lo recuerdo.  

En alguna parte de una canción reciente de Love of Lesbian (cuyo “Club de fans de John Boy” figura en algún setlist de Los Incómodos, por cierto) dice que “la nostalgia siempre deja frágil”. Así como la protagonista añora -por así decirlo- aquellos días de versiones y presentaciones suicidas frente un público inmisericorde, también hace lo propio con su madre, cuya ausencia resuena en los recuerdos y en las canciones que persisten dentro de su memoria, como podemos ver en el capítulo 0 (a guisa de prólogo para la novela, como si se tratase de una película o de la edición especial de un álbum con grandes éxitos de ayer, hoy y siempre). Era el primer día de nuestras vacaciones de verano de 1995. No sabíamos que sería el último. Tampoco sospechábamos que trece años después, así como intentó adelantármelo, la enfermedad regresaría. Sólo que en esa ocasión la que iba a pavonearse no sería mi madre, sino la muerte.  

Cada vez que la presencia de su madre sale a relucir en conversaciones familiares (a las que Romina llega subrepticiamente), se queda pensando en cómo ella sobresalía del resto de sus hermanas, qué la diferenciaba entonces; y con la música que escuchaba se podía marcar esa diferencia. Me encuentro enfrascada en una pelea entre las canciones con las que crecí de niña y las que conocí por mí misma en los 90, así que el algoritmo de mi reproductor debe estar haciendo cálculos de mis mezclas. No son duras, no me he perdido todavía en las garras de una cumbia, pero ya estoy presa en las redes de un poema. (¿Brecha generacional, acaso?)

En el proceso de aceptar tanto la separación como la ausencia, Romina acepta que lo único seguro en la vida son las canciones que llevamos en el playlist de nuestros recuerdos, incluso si éstos no fueron del todo halagüeños. Mi único consuelo es que más tarde […] olvidaremos cualquier tipo de cicatriz, nueva o antigua, con las canciones que nos hicieron llorar y con las que nos salvamos la vida.   

Con todo, en Esto no es una canción de amor persiste aquella idea de Marguerite Yourcenar de que son tantas las cosas que nos unen al lugar donde se reside, y por más que se busque el alejamiento, el repertorio de vivencias nos recuerda el vaivén de una vida entre canciones, tercamente vivida de principio a fin. Aunque a primera vista esta novela de Abril Posas sorprenda por su brevedad, no así con su cuidada prosa y el detallado diseño de sus personajes, con los cuales es ineludible identificarse (para bien, para mal); con un libro de cuentos y desde ahora, una novela, nos encontramos frente a una escritora muy comprometida con su oficio de narrar y de serle fiel a la historia que desea narrar desde el fondo de sí.

En ustedes queda reconocerlo de buenas a primeras. (Que así sea.)    

Abril Posas. Esto no es una canción de amor. Guadalajara, México, Paraíso Perdido, 2020 (Taller del Amanuense, 55).

 

(16/mayo/2022)


viernes, 1 de abril de 2022

Prosa en pie de guerra

Ulises Velázquez Gil

 

En una canción de la española Luz Casal se puede encontrar la siguiente estrofa: “Vengo del Norte, vengo de un mundo/ de fantasías y héroes de sal/ que no tuvieron mejor destino/ que centinelas del temporal”. Para el libro que ahora nos ocupa, hay un aura de premonición o quizá la actualización de un designio.

            Uno de los sucesos capitales de la historia mexicana del siglo XIX, sin lugar a duda, es la guerra entre México y Estados Unidos, que buena parte del tiempo sufre el asedio maniqueo y broncíneo del gobierno en turno; sin embargo, hay historias que bien merecen contarse, aún si la gloria obtenida le pertenezca al bando contrario.  

            Vicente Quirarte se ocupa de ello Vergüenza de los héroes. Armas y letras de la guerra entre México y Estados Unidos, donde con fluida prosa y datos bien balanceados, repartidos en cinco textos, nos presente sucesos y figuras que se dieron durante esa etapa toral, pero haciendo énfasis en los escritores que empuñaron la pluma y tomar el papel como campo de batalla.

En “Discurso de las armas y las letras” (título de raigambre cervantina), nos presenta a varios escritores y periodistas que echaron mano de sus talentos y habilidades para darle guerra (literalmente) al invasor estadounidense; así también a un soldado que el tiempo acabaría por emparentar con una de las plumas señeras del siglo XIX. Entre las tropas del general Scott venía el capitán Mayne Reid, aventurero, periodista y amigo de Edgar Allan Poe. Aunque de origen irlandés, no abrazó la causa de los San Patricio. En cambio, escribió una curiosa novela titulada Los tiradores en México […]. En pluma de Reid, la guerra entre México y Estados Unidos se transforma en una vertiginosa novela de aventuras […]. Semejante habilidad para la transformación de la historia en ficción explica la influencia que Reid ejercería posteriormente sobre Julio Verne y Emilio Salgari.

Si para un joven oficial estadounidense la historia mexicana es material de novela, para los escritores y periodistas de este lado del río es un compromiso con el tiempo presente y ensalzar el espíritu de sus compatriotas, tal y como ocurrió con la defensa de Churubusco y de otros reductos del bando mexicano. E incluso, trocar la pluma y el papel por el fusil y las municiones, como ocurrió con el impresor Vicente García Torres y el dramaturgo Manuel Eduardo de Gorostiza. Aún con estas excepciones a la regla, los versos de Manuel Carpio y de Francisco González Bocanegra, además de la prosa sin par de Guillermo Prieto, cumplieron con su incendiario propósito. Una vez que se termina de leer este ensayo, caemos en la cuenta de que las grandes batallas no sólo se dan bajo el sino de las armas, también sobre la página impresa: los comunicados del general Scott en The American Star, por ejemplo.

En “Tiempo de artistas”, se enfatiza el papel de pintores y dibujantes de origen extranjero en cuanto a su descripción del paisaje mexicano de aquellos días, donde, geógrafos empíricos armados de lápiz y de acuarelas, fueron de gran importancia para el avance de las tropas enemigas y consolidar dominios como triunfos militares. En este sentido, la figura del joven coronel Robert E. Lee fue fundamental para esos propósitos, como agente de enlace como dichos artistas. Sin mencionar la habilidad estratégica de Lee y la destreza artística de [Carlos] Nebel, indudablemente que el arte y la guerra se unieron en este caso para mayor desgracia de México. […] gran parte de los artistas extranjeros que vivieron entre nosotros realizaron deliberadamente labor de espionaje o su obra fue utilizada con esos fines por las potencias extranjeras.

Mientras los paisajistas abrían brecha y camino para el avance enemigo, en teatros y periódicos la expresión nacional buscaba sus propios senderos; Fernando Calderón, Niceto de Zamacois y los ya mencionados González Bocanegra y Guillermo Prieto le daban voz a una sociedad mexicana en busca de sentido para afrontar su irrebatible destino.  

Con “Los otros niños héroes”, Quirarte profundiza un poco acerca de esa referencia obligada en la guerra de intervención estadounidense: los Niños Héroes, que se ciñeron a seis por capricho gubernamental, cuando en los hechos superaban la media docena. De ahí que el primer problema al aproximarnos a los Niños Héroes sea de orden numérico: no son todos los que están ni están todos los que son. En dos hitos de nuestra cotidianidad ciudadana -el billete de cinco pesos, ahora fuera de circulación, y el monumento de Chapultepec- aparecen los seis cadetes cuyos nombres han sido dados a las calles adyacentes de la colonia San Miguel Chapultepec. Algunos de los sobrevivientes, contemporáneos del sexteto de marras, así como José María Roa Bárcena buscaron dimensionar mejor a todos aquellos participantes de la defensa de Chapultepec, incluso aquellos que se sumaron al bando contrario al correr de los años.

Una particularidad de la obra de Vicente Quirarte es el constante enlace entre las letras y la historia, mismo que podemos encontrar tanto en libros de cuño reciente como en sus grandes clásicos Historias de la Historia y El fantasma del Hotel Alsace. A semejanza de este último, tenemos “Dos oficiales y una dama”, diálogo imaginario entre Robert E. Lee y Ulysses S. Grant, jóvenes compañeros en la guerra del ’47, futuros adversarios en la de Secesión veinte años más tarde. De aquel encuentro, resaltan diálogos como los siguientes: LEE: […] Estos mexicanos saben ser patriotas como los más. Después de todo, no es Usted solamente del industrioso Norte que piensa en las cosas prácticas, sino reconocer galantemente al enemigo. GRANT: Búrlese si quiere, coronel, pero, como usted sabe, aunque amo la carrera de las armas quise ser matemático. Siempre he tenido facilidad para los números aunque carezco de talento para los cálculos. En cambio, Usted ha resultado la estrella de nuestros ingenieros militares. […] LEE: […] Como Usted sabe, nuestras raíces son celtas, y puedo comprender a estos mexicanos tienen en sus venas la bravura del indígena y la galanura del español. Por eso y otras cosas, se identificaron con ellos los infortunados irlandeses comandados por John O’Leary. GRANT: Si un día escribo mis memorias, aunque sean estrictamente militares, no voy a dejar de hacer observaciones políticas. No podría. ¿O no está de acuerdo en que ésta es una descarada y abierta guerra de conquista?

Paréntesis aparte. Por ratos, los versos de la canción de Luz Casal parecen por momentos contraponerse a los de Álvaro Mutis en su “Razón del extraviado”; sin embargo, de ambos podemos rescatar lo siguiente: cuando Luz Casal habla de “centinelas del temporal”, se refiere al papel que tanto mexicanos como estadounidenses tuvieron para alertar a sus compatriotas, pero también para infundirles fe y fuerza en aras de su siguiente batalla. Respecto a los versos “Del norte/ donde toda voz es una orden” (Mutis), se habla de un temple imbatible, cualidad de los pueblos con afanes de conquista.  

En suma, Vergüenza de los héroes da cuenta de un periodo importante de la historia mexicana de todos los tiempos, donde se justiprecia mejor a los bandos en disputa, sin dejar de lado el oprobio de un ejército en vías de consolidar su expansionismo manifiesto; una prosa en pie de guerra que nos recuerda las batallas de cada día, en aras, siempre, de consolidar nuestra identidad en tanto ciudadanos como recipiendarios de un valiente legado, por generoso y universal.

He aquí el óbolo de un caballero andante de las Letras y de la Historia, que nos recuerda, a renglón batiente, que las mejores herencias no se reciben, sino se conquistan. (Quede aquí este franco testimonio.)   

Vicente Quirarte. Vergüenza de los héroes. Armas y letras de la guerra de México y Estados Unidos. México, Libros del Umbral, 1999 (El Tule, 2).  

 

(18/marzo/2022)

viernes, 11 de marzo de 2022

De clara vocación

 

Ulises Velázquez Gil


“Hay vidas, hay vidas que se van,/ diciendo todo lo que hicimos mal./ Frecuencias que se van sintiendo/ de los que quisimos más”. Al momento de escuchar el presente fragmento de la canción “Estaré” del grupo mexicano DLD, se cae en la cuenta de que si en algo se distingue nuestra estancia en el mundo, es en seguir aprendiendo, con todo y que la ausencia de la gente que nos dio nombre y destino todavía destelle en el tiempo. En el campo de la literatura esto es moneda corriente, y estas ausencias se tornan materia prima para poemas, cuentos, novelas, memorias y autobiografías; estas últimas, donde los sucesos no se cuentan cómo fueron, sino como nos es posible recordarles.

            De una década a la fecha, se han publicado libros de raigambre memorialista, donde se evidencia el proceso que llevó a sus autores a transitar por los senderos de la escritura y para muestra, Cuando me volví mortal, volumen atípico -por único- dentro de la bibliografía de Carmen Boullosa. Compuesto por seis textos, a caballo entre el ensayo y las memorias, conocemos de primera fuente los sucesos que llevaron a su autora a cobrar conciencia acerca de la escritura, de volverla su fe de vida.

            Comencemos con el texto homónimo, suerte de viaje en el tiempo hasta 1957, en aquellos días del sismo que sacudió a la Ciudad de México, suceso que se volvería importante para la autora. Varias revelaciones fundadoras me ocurrieron esa noche. La primera es la manera en que quedé ligada a papá. La conciencia era el ojo y el parpadeo, y en el temblor nos imprimía juntos en una placa. La imagen capturada estaba movida. […] Matriz. Estábamos juntos en un lecho que era vientre, principio y origen. En esa telúrica epifanía se da un suceso capital: contar las cosas desde la propia mirada, aunque -¡oh, inocencia!- se eche mano de la mentira. Mentía para tener un punto de apoyo: mi voz, mi articulación a la mentira. Yo era la creadora de lo que convencía a los que estábamos alrededor de la mesa. Yo nos restauraba una fe. Yo nos regresaba a una posible tierra firme confiable. Mentía para ser mi propia simiente, mi heredera, mi padre y madre.  

A medida que se va creciendo, es necesario adquirir conciencia propia, y en ese proceso, digno es resaltar la buena impronta de la gente querida hoy integrada al inventario de ausencias, como podemos leer en “Mis cadáveres”: […] Emprendí una aventura de conocimiento sobre mi persona, sobre la formación de mi cuerpo, tomando como espejo algunos cadáveres con los que tuve relación en mi infancia y adolescencia. En alguna entrevista, el escritor Álvaro Mutis dijo que los sucesos que determinan una vida aparecen entre los siete y los doce años; a medida que avanzamos en la lectura, esto se suscribiría de buenas a primeras. Si la experiencia del sismo del ’57 creó conciencia sobre la acción de contar, respecto a la presente remembranza ¿para qué contar, por qué contar y quiénes serían sus destinatarios? Es, precisamente, esa ausencia quien le afianza la vocación de escribir, cuyos recuerdos no pasen desapercibidos del todo.  

Dos textos merecen especial atención: “Ojos” y “La hija del bosque”. Para el primer caso, es el acto de mirar quien devela mejor el camino a seguir en cuanto al destino de la escritura: […] Tengo apetito de ver y me satisface hondamente lo que observo, tanto apetito y tanta satisfacción que cinco décadas después estos sentimientos están aún frescos en la memoria. Veo, veo, veo. Lo hago con avidez y serenidad. […] Soy toda ojos, ojos iluminados, ojos en iluminación. Miro largo e intenso. Veo tanto que con los ojos doy un trago de esa fantasía que llamamos eternidad. Una “eternidad” donde la mirada del niño, del viejo, no se limite solamente a nomenclaturas cronológicas, sino saberse atemporal: “tan joven y tan viejo”, citando a un clásico de nuestra época.

En “La hija del bosque”, asistimos de nueva cuenta al encuentro de una epifanía, en la que los libros y el estado de extranjería consolidan la vocación de escritora, a la caza de nuevas historias a contrapunto del tiempo: […] yo sabía que conocía cómo retrasar la llegada de la muerte porque soy un ser que escribe, ésa es mi marca de identidad, y nosotros le ponemos un margen que ellas, la calavera, no puede trasponer. Decir “mi último deseo” no me hacía, como cuando lo pensé de niña, inmortal. Un error de traducción en uno de los libros comprados por la autora abre hilo -empleando una expresión tuitera- sobre una historia por venir, donde tiempos lejanos circulan en justo paralelo, para persistir en la escritura…y dar justo testimonio. Tal vez elegí escribir porque no se hacía alrededor de casa, porque no conocía yo a ningún escritor, porque aunque hubiera crecido rodeada de libros, en cambio no había conocido a ese género de personas. Era un camino único, y sentí que eso me haría sólida.   

En suma, Cuando me volví mortal nos ofrece una visita guiada por lo senderos que hicieron de Carmen Boullosa la escritora que conocemos y leemos hoy día. A la par de sus novelas, este libro merece una lectura periférica -por decir paralela-, donde se evidencia el afianzamiento de un oficio de resistencia, de clara vocación al paso del tiempo, y cuyo talento desmedido se encuentra en constante transformación.

Quede aquí este libro, donde la persistencia aún está por escribir sus próximas páginas, plenas de memorias y presencias, siempre gratas al final del día. (Así sea.)   

Carmen Boullosa. Cuando me volví mortal. México, Cal y Arena, 2010.  

 

(25/febrero/2022)