Ulises Velázquez Gil
En
alguno de sus Párrafos para un libro que no publicaré nunca, Emmanuel Carballo
nos dice que “el memorialista lo sabe todo, únicamente tiene que recordarlo,
arrebatándoselo al olvido: así goza de nuevo sus viejas vivencias y experiencias”.
Para el caso del cronista, no basta recordar las cosas, sino serle fiel al
espíritu que le corrió en suerte vivir; sin embargo, cuando destella una buena
pluma, ambas circunstancias hacen las paces y el efecto es más impactante.
Consciente de su tránsito por ambos
mundos, José Ángel Leyva nos entrega sus Anacrónicas, donde la memoria
se hace escuchar, pero la persistencia de los hechos le conserva su aura de inmediatez.
Diecinueve textos que van de sucesos y figuras del mundo cultural -territorio
nativo del autor, a primera vista- hasta dar cuenta de la realidad que se
escapa de nuestras manos, tanto en el buen como en el mal sentido: de la (mala)
influencia del narco a la inverosimilitud del Torito.
La primera sección del
libro se compone de tres entrevistas con figuras únicas en su tipo, en cuyo
nombre llevan el sino de una vida llena de altibajos; aunque sus tribulaciones
los llevan a sopesar un poco más su lugar en el mundo, a los tres les une el
contacto con la creatividad: […] La creación
es libertad, si no, no es nada. Atreverse a hacer algo que antes no existía,
porque la palabra libertad es a la vez una palabra hueca, vacía,
desgastada, que sólo puede adquirir sentido en el hacer (Vlady). […]
Descubrí que hay un universo de otras cosas que sí puedo hacer, comer y saborear.
Aprendí a darle estabilidad a mi vida, a dominar mi carácter. No se puede
modificar el destino, lo que sí se puede es conocer los complejos y dominarlos.
Uno no elige el destino, el destino lo elige a uno, y aunque se haga todo por
negarlo, tarde o temprano nos encontrará (Santero).
Para la segunda parte de Anacrónicas, nos encontramos
con figuras un poco más afines al autor, es decir, colegas de pluma y afanes,
que prodigan ingenio y genialidad por los cuatro costados. Un Nicanor Parra que
ejerce sus cualidades de buen anfitrión, incluso cuando persiste un reclamo
sobre el uso de su imagen; a Edmundo Valadés y su memoriosa imaginación; a Rafael
Ramírez Heredia, figura y “espontáneo” frente a las lides de la vida diaria,
así como el recuerdo de dos poetas excepcionales -Lêdo Ivo y Juan Gelman (vuelto
cuentista por obra y gracia de un taxista)-, y hasta una genealogía de
bolsillo, plasmada en su texto sobre los Evodio Escalante, padre e hijo, paisanos
al fin. Evodio Escalante Vargas, referente inevitable para quienes evocamos un
Durango utópico. No el que vivimos, sino el que remorimos cada día esperando cambios,
noticias, señales de un porvenir acorde a los deseos, misterios de rumbos ajenos
ligados a los nuestros. Evodio era un receptor de tales signos.
Líneas más adelante, el recipiendario de aquellos
signos terminará siendo -¡oh, milagro de la genealogía!- su hijo, también tocayo
y homónimo. Es duro para un poeta ser crítico de sí mismo, pero lo es más
para un crítico ser poeta. En ambos casos la complacencia es el enemigo a
vencer. Evodio es implacable con la obra ajena porque existe un manifiesto amor
por la belleza, una exigencia irrestricta de perfección y de congruencia.
El tercer apartado es, a su vez, deuda y homenaje
hacia un país de sus grandes afectos: Colombia, presente a través de colegas y
amigos, así también sus tribulaciones y pesares al saberla cautiva de la
violencia -de la realidad, por así decirlo-, evidente en “Colombia, la cruel
felicidad” y “El Guaviare. ¿Dónde comienza La Vorágine?” Con “El poeta
con un tiro en la cabeza” se engarzan tanto los ya mencionados como aquellos
dedicados a Juan Manuel Roca y a Jotamario Arbeláez, porque la poesía se torna
territorio inmune a la realidad. Su nombre
es Fausto Ávila y su vida transcurre, paradójicamente, en la desolación que
impone su invalidez. Es poeta, pintor y víctima de la violencia que ha dejado
estelas de sufrimiento en el pueblo colombiano. […] Su humor era punzante
y rápido. Cuando todos salieron a buscar bebidas, él pidió una cerveza sin
alcohol. En un medio etílico la solicitud parecía un chiste. Pregunté por qué.
Él sonrió con discreta amargura y respondió sin afectaciones: “Porque tengo una
bala en la cabeza”.
Respecto a la cuarta y última escala de Anacrónicas
se manejan dos registros: la tragedia y el humor. Del primero dan cuenta “Ciudad
Juárez, entre el miedo y la esperanza” y “Déjà vu 19-S”. Una aclaración
necesaria: aunque la tragedia es el hilo conductor (la situación de violencia
en esa ciudad fronteriza, la reincidencia de las fechas en un suceso que cimbró
-literalmente- a la gente que lo vivió de lejos muy cerca), hay un dejo esperanzador
que nos devuelve a la conciencia de tales sucesos. (El miedo atávico por los
temblores sigue, como también el dejarse alcanzar por la violencia fronteriza…)
Sobre “Superbarrio: un pueblo, una máscara” y “Una
estancia en El Torito”, asistimos a un pintoresco desfile de personajes donde,
aparentemente, se pueden reflejar taras como obsesiones. Un ídolo de la lucha
libre que eligió un pancracio más intenso, el de la militancia política, aun
sin perder su peculiar semblante: […] La lucha como espectáculo y como crítica,
como escenificación de una pelea contra los problemas que agobian al pueblo, a
la sociedad en general […]. Del ambiente plasmado en el segundo texto,
salen a relucir sujetos interesantes que se vuelven, a lo largo de 36 horas -más
lo que se acumule por amparos de cuestionable procedencia- en hermanos de
infortunio. Cuando me contaron el caso de una amiga muy respetable y tímida
a la que recluyeron en El Torito […], no me entraba en la cabeza cómo alguien
de su edad y se rango intelectual fuera consignada a tales separos. […]
El caso es que me acaba de suceder. Si en ella me parecía absurdo, en mí era
inimaginable.
(Paréntesis aparte: Por la manera en que Leyva pinta
a los “huéspedes” del Torito, me recuerda a aquellos que Álvaro Mutis plasmó en
su Diario de Lecumberri, con la salvedad de que los compañeros del narrador
de dicha crónica sí podían salir de tal embrollo. Inevitable sentir simpatía
por el peleonero de Iztapalapa, el Nicolás Alvarado con uniforme o hasta por
los Manolín y Capulina de petatiux…)
Con todo, acercarse a estas Anacrónicas (“cuya
fuerza radica en el sentir y resentir de lo cotidiano”, a decir de Cathy Fourez,
en el prólogo que antecede al conjunto) nos recuerda el deber que tenemos como
contadores de historias, inclusive las ajenas que se vuelven nuestras por el
simple hecho de contarlas, de hacernos partícipes de sus andanzas y hasta de
sus tribulaciones, donde al final del día persistan el recuerdo y el aprendizaje.
(Memoria con prisa, después de todo.)
Para quienes estamos al tanto de la obra de José
Ángel Leyva, encontramos en este flamante volumen la pericia de sus libros de
entrevistas, pero también su prístina misión de ganarle al tiempo todas las
batallas habidas y por haber mediante el ejercicio de la poesía, de no dejarle
nada al olvido.
De la permanente inmediatez de este libro, sabrán ustedes qué hacer. (Así sea.)
José Ángel
Leyva. Anacrónicas. Prólogo de Cathy
Fourez. México, Fondo de Cultura Económica, 2021 (Letras Mexicanas).
(3/junio/2022)
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