Ulises
Velázquez Gil
“Hay
vidas, hay vidas que se van,/ diciendo todo lo que hicimos mal./ Frecuencias
que se van sintiendo/ de los que quisimos más”. Al momento de escuchar el
presente fragmento de la canción “Estaré” del grupo mexicano DLD, se cae en la
cuenta de que si en algo se distingue nuestra estancia en el mundo, es en
seguir aprendiendo, con todo y que la ausencia de la gente que nos dio nombre y
destino todavía destelle en el tiempo. En el campo de la literatura esto es moneda
corriente, y estas ausencias se tornan materia prima para poemas, cuentos,
novelas, memorias y autobiografías; estas últimas, donde los sucesos no se
cuentan cómo fueron, sino como nos es posible recordarles.
De una década a la fecha, se han
publicado libros de raigambre memorialista, donde se evidencia el proceso que
llevó a sus autores a transitar por los senderos de la escritura y para
muestra, Cuando me volví mortal, volumen atípico -por único- dentro de
la bibliografía de Carmen Boullosa. Compuesto por seis textos, a caballo entre
el ensayo y las memorias, conocemos de primera fuente los sucesos que llevaron
a su autora a cobrar conciencia acerca de la escritura, de volverla su fe de
vida.
Comencemos con el texto homónimo, suerte de viaje en el tiempo hasta
1957, en aquellos días del sismo que sacudió a la Ciudad de México, suceso que
se volvería importante para la autora. Varias revelaciones fundadoras me ocurrieron esa noche. La primera es
la manera en que quedé ligada a papá. La conciencia era el ojo y el parpadeo, y
en el temblor nos imprimía juntos en una placa. La imagen capturada estaba
movida. […] Matriz. Estábamos juntos en un lecho que
era vientre, principio y origen.
En esa telúrica epifanía se da un suceso capital: contar las cosas desde la propia
mirada, aunque -¡oh, inocencia!- se eche mano de la mentira. Mentía para tener un punto de apoyo: mi voz,
mi articulación a la mentira. Yo era la creadora de lo que convencía a los que
estábamos alrededor de la mesa. Yo nos restauraba una fe. Yo nos regresaba a
una posible tierra firme confiable. Mentía para ser mi propia simiente, mi
heredera, mi padre y madre.
A medida que se va creciendo, es necesario adquirir
conciencia propia, y en ese proceso, digno es resaltar la buena impronta de la
gente querida hoy integrada al inventario de ausencias, como podemos leer en “Mis
cadáveres”: […] Emprendí una aventura de
conocimiento sobre mi persona, sobre la formación de mi cuerpo, tomando como
espejo algunos cadáveres con los que tuve relación en mi infancia y adolescencia. En alguna entrevista, el escritor
Álvaro Mutis dijo que los sucesos que determinan una vida aparecen entre los
siete y los doce años; a medida que avanzamos en la lectura, esto se suscribiría
de buenas a primeras. Si la experiencia del sismo del ’57 creó conciencia sobre
la acción de contar, respecto a la presente remembranza ¿para qué contar, por
qué contar y quiénes serían sus destinatarios? Es, precisamente, esa ausencia
quien le afianza la vocación de escribir, cuyos recuerdos no pasen desapercibidos
del todo.
Dos textos merecen especial atención: “Ojos” y “La
hija del bosque”. Para el primer caso, es el acto de mirar quien devela mejor
el camino a seguir en cuanto al destino de la escritura: […] Tengo apetito de ver y me satisface
hondamente lo que observo, tanto apetito y tanta satisfacción que cinco décadas
después estos sentimientos están aún frescos en la memoria. Veo, veo, veo. Lo
hago con avidez y serenidad. […] Soy
toda ojos, ojos iluminados, ojos en iluminación. Miro largo e intenso. Veo tanto
que con los ojos doy un trago de esa fantasía que llamamos eternidad. Una “eternidad”
donde la mirada del niño, del viejo, no se limite solamente a nomenclaturas
cronológicas, sino saberse atemporal: “tan joven y tan viejo”, citando a un clásico
de nuestra época.
En “La hija del bosque”, asistimos de nueva cuenta
al encuentro de una epifanía, en la que los libros y el estado de extranjería consolidan
la vocación de escritora, a la caza de nuevas historias a contrapunto del
tiempo: […] yo sabía que conocía cómo
retrasar la llegada de la muerte porque soy un ser que escribe, ésa es mi marca
de identidad, y nosotros le ponemos un margen que ellas, la calavera, no puede
trasponer. Decir “mi último deseo” no me hacía, como cuando lo pensé de niña, inmortal.
Un error de traducción en uno de los libros comprados por la autora abre hilo -empleando
una expresión tuitera- sobre una historia por venir, donde tiempos lejanos
circulan en justo paralelo, para persistir en la escritura…y dar justo
testimonio. Tal vez elegí escribir porque no se hacía alrededor de casa,
porque no conocía yo a ningún escritor, porque aunque hubiera crecido rodeada
de libros, en cambio no había conocido a ese género de personas. Era un camino
único, y sentí que eso me haría sólida.
En suma, Cuando
me volví mortal nos ofrece una visita guiada por lo senderos que hicieron
de Carmen Boullosa la escritora que conocemos y leemos hoy día. A la par de sus
novelas, este libro merece una lectura periférica -por decir paralela-, donde se
evidencia el afianzamiento de un oficio de resistencia, de clara vocación al paso del tiempo, y cuyo talento
desmedido se encuentra en constante transformación.
Quede aquí este libro, donde la persistencia aún está por escribir sus próximas páginas, plenas de memorias y presencias, siempre gratas al final del día. (Así sea.)
Carmen Boullosa.
Cuando me volví mortal. México, Cal y
Arena, 2010.
(25/febrero/2022)