viernes, 25 de septiembre de 2020

Acentos de la querencia

Ulises Velázquez Gil

En una escena de Memorias de Antonia, la bisnieta de la protagonista, por obra del recuerdo y la escritura, reúne a todos los personajes de su pueblo natal, a su vez que observa a su bisabuela bailar un vals, quizás el último de su vida. Si en algo se distingue la literatura es en conjurar fantasmas, inclusive los propios, a fin de encontrar nuestro lugar en el mundo.

       Luego de incursionar por la geografía íntima de su padre en La Invencible, Vicente Quirarte prosigue ese empeño biográfico, pero en esta ocasión hacia los lares de la figura materna, y así obsequiarnos un volumen, ya de antemano, esperado: Luz armada.  

            Compuesto por cinco capítulos, Luz armada es una exploración por lo fundamental que fue la presencia de su madre, y del cómo ese temple con que se enfrentó a toda suerte de tribulaciones permeó en el quehacer ulterior de Vicente Quirarte. Para primera muestra, un fragmento de “Lucita en Nutrición”: Mamá era de ese linaje sedentario y en su ser territorial reside uno de los secretos de su fuerza. Nosotros, en cambio, como buenos y auténticos melancólicos, debemos estar cambiando de hábitos y sitios para escapar a los zarpazos sorpresivos de la bestia, que a veces nos sorprende en plena nomadía y se encarga de arruinarnos la existencia.

           Cuando asocio el nombre de la madre de autor al adjetivo de su linaje arriba descrito, no dudaría en correlacionarlos en un solo objeto: un faro, que proyecta su luz hacia el horizonte, sin dejar el sitio al que pertenece o se encuentra. (Luz del mundo es para mí el nombre de mamá, cuando ilumina más de cerca a sus cachorros.) Y como los buenos faros, indica el camino hacia el destino buscado, sin preocuparse del tiempo ni de la distancia; en ese mismo capítulo, cuenta Quirarte que cuando se encontraba de visita en Barcelona, una vez que preguntó la ubicación del mar, se puso en marcha, llevado por pie propio, tal y como su madre le enseñara a él y a sus hermanos al momento de ir al cine. La expresión muy lejos no existía en el vocabulario de mi madre y nunca supimos de distancia que no pudiera ser resuelta. Mamá nos hizo de los de a pie. Convirtió la necesidad en oficio y arte: una forma de ser y meditar. En esa forma de meditación podría resumirse el secreto de los grandes andarines, que hacían de las calles la extensión de su casa, dando fe de que se puede dar un poco más en el empeño caminante; una vez que el autor llega al mar y entra al museo marítimo, no deja de agradecer los favores recibidos: Agradezco a papá haberme enseñado el doble fervor por el significante y significado de los libros. A mamá, haberme traído, sin que ella lo sepa, a pie hasta este lugar donde el cansancio hace mejor el placer de la lectura.

La permanencia materna que distinguió a doña Luz, madre del autor, confluye con la errancia de su esposo, don Martín Quirarte, en “Cartas desde el mundo”, la correspondencia que el joven historiador de entonces le envió desde diversas partes, a fin de confiarle sus inquietudes, sueños y, sobre todo, la nostalgia hacia ella y sus pequeños hijos. Leerlas como hijo suyo que ha heredado, entre otras cosas, la trashumancia, me pone en contacto con un alma joven como vieja, tan torturada como sedienta de la plenitud del mundo. Su devoción sólo es tan íntegra como su deber al aprendizaje y al conocimiento. Ante esto, la presencia de doña Luz fue el cable a tierra que ayudó a su esposo en su peregrinaje por el mundo, en aras de complementar la sabiduría compartida de sus libros, con todo y que la realidad cruel dificultara sus pasos. A doña Luz se debe igualmente la protección de los libros de papá. De no ser por ella, no estarían conmigo. No se hubieran salvado del naufragio, o de los sucesivos desastres que experimentamos. Lluvias, terremotos, torpes expropiaciones por parte del gobierno de la ciudad tras el sismo de 1985.

En la órbita de doña Luz, giran también otras figuras señeras para la familia, tal es el caso del escritor Eusebio Ruvalcaba, a quien Vicente Quirarte le dedica un capítulo, “Eusebio para siempre”, de dónde se extrae como preciosa joya la siguiente estampa: Euxebio. Así le decía mamá, no porque cometiera un error de dicción. Simplemente porque pensaba que era la manera de pronunciarlo. Así como doña Luz tenía su manera de pronunciar el nombre de quien fuera gran amigo de su esposo y luego de su hijo, cada uno de ellos le daba su lugar especial en la geografía de su corazón. Fuimos hermanos sin saberlo en cuanto nos conocimos. No nos unió la búsqueda de la palabra ni su ejemplar sabiduría musical, sino el amor por la familia. Dedicábamos largas horas a hablar de nuestros respectivos padres: él, del talento de don Higinio, yo de las pasiones de don Martín, a quien él quiso, respetó y admiró, porque en él encontraba un alma paralela. El único reproche que puedo hacerle a Eusebio es que quisiera a mi padre más que a mí, pero mayor es la gratitud que le debo.

En “Las vidas de Carlota”, Quirarte hace un recuento de las amistades caninas que le acompañaron en varios momentos de su vida; del cómo su compañía le obsequió fuerza, calidez y hasta una inyección de vida, incluso en las circunstancias más difíciles -como en la delicada salud de Patricia, esposa del autor. El breve recuerdo perruno se sustenta en una frase de Lord Byron, en la cual se dice que los perros tienen todas las virtudes de sus dueños y ninguno de sus defectos. Manchitas (dedicataria de Enseres para sobrevivir en la ciudad), Jacinta (presente en la Zarabanda para perros amarillos), Mica y Carlota forman parte de esa cardiografía canina. Los perros tienen una infancia permanente, nos dice, y en ello radica lo espontáneo y lo cálido de su trato hacia nosotros, sus dueños.  

Para el caso del capítulo que da nombre al libro, Quirarte recuerda que el temple que su madre tenía para hacerle frente a la enfermedad, también lo tenía Patricia, su esposa, de quien nos comparte grandes momentos vividos junto a ella, incluso aquellos donde la adversidad les pondría pruebas muy grandes. Cuando este amor era niño, todo el mundo nos daba una semana. Más de diez años han pasado desde ese primer beso bajo la luna, y desde que Patricia enfermó, nos casamos, escribí una novela y entré a El Colegio Nacional, tres cosas que nunca pensé que iban a suceder. […] La existencia a su lado era todo menos aburrida y cada minuto era una experiencia, un motivo de gozo. (Sólo enamorado, o consciente de los milagros que amamos, pueden suscribirse estas palabras. Inclusive, hasta quedarnos cortos con la definición.)

En suma, Luz armada es la reunión de las figuras más entrañables para Vicente Quirarte (como en la escena de Memorias de Antonia referida al inicio de estas líneas) que le dieron ser y destino, con el fin de afrontar los sinsabores del mundo presente, y de dónde se pueden extraer lecciones valiosas como ésta: […] escribir es una forma de trascender nuestro aislamiento, ser plenamente dignos de este mundo pleno de aventuras y desafíos, de sorpresas y futuro. En esas aventuras y desafíos, cada quien sabrá ponerle sus propios acentos de la querencia, en aras de seguir aprendiendo y de recordar el origen y la gente que le da significado a nuestra vida.

Por otro lado, si seguimos una idea de don Martín Quirarte, sobre encuadernar dos libros del mismo tamaño en un solo volumen, no dudaría en aplicarla con Luz armada y con su antecesora La Invencible, a fin de que estén unidas dos visiones del mundo, y cuyo lazo en común se deposita en el hijo de ambos. Éste es un libro que se quiere ser de mi madre. Si vuelvo a cada momento de la figura paterna es porque mi obsesión por vencer el lado oscuro de la Fuerza no existiría de no ser por la constante lección de la luz de cada día. Luz de cada día.

Quede en ustedes, queridos lectores, bañarse de esa luz que no muere sola, es decir, la memoria. (Así sea.)   

Vicente Quirarte. Luz armada. México, Joaquín Mortiz, 2019.  

 

(11/septiembre/2020)