lunes, 29 de agosto de 2022

Fragmentario y elocuente

 

Ulises Velázquez Gil

 

En alguna parte de El hijo del Capitán Trueno, Miguel Bosé nos dice que “los recuerdos que son abordados, al principio, están rodeados de niebla”, y no es para menos, puesto que, en el afán de recuperarlos para el momento presente, no nos llegan del todo nítidos; en ese sentido, es preciso armarse de valor y emprender su escritura, a fin de recobrar su claridad y justipreciar mejor su presencia.

            Consciente de esto, Claudio Isaac nos entrega un volumen de raigambre memorialista, en torno a un director de cine cuya obra sigue suscitando interés genuino que enconada polémica; en particular aquéllos de los cuales fue testigo. Bajo la forma del fragmento, Luis Buñuel: a mediodía nos presenta aspectos del cineasta solamente reservados al anecdotario o a la secrecía reservada a las amistades de carrera larga. Luis Buñuel era un hombre con un sentido casi sagrado de la intimidad. A pesar de que en estas notas me entrometo en algunos de los intersticios más privados de su vida, en espíritu he tratado de no traicionar su pudor.

A fuerza de persistencia, el autor cuando joven se integró al círculo de visitas a casa del cineasta español, donde fue testigo de sucesos propios de una película suya que instantáneas de colegas y amigos inimaginables por sí mismos. Por ojos de Claudio Isaac, vemos a un Buñuel inusitado, que se expresa de los actores como viles cucarachas (entomofílico, al fin y al cabo); juega de manera mordaz y punzante con sus colegas Julio Alejandro y Luis Alcoriza (donde el juego se vuelve fuego, a medida que consume sus taras más evidentes); y hasta se da el lujo de ser todo un señor dentro de su casa (lo que tenía siempre en vilo a su esposa Jeanne, mujer sin piano que le tuvo gran cariño al joven Claudio). Pero entre todas esas cosas (y las que se acumulen a medida que avancemos en la lectura), el viejo Buñuel se permite la generosidad y el magisterio hacia un joven interlocutor, empeñado éste en seguir su vocación cinéfila, pese a que don Luis intenta descaminarlo a la primera provocación.

¿Cómo es que joven adolescente se volvió interlocutor -casi amigo- de un cineasta consumado? Alberto Isaac, padre del autor, dedicó un cartón periodístico en loor de Buñuel cuando éste viajó a España para filmar Viridiana, con resultados explosivos para el régimen franquista. […] El dibujo rebasó el interés local y se publicó en revistas internacionales e incluso en libros monográficos, convirtiéndose así en un espaldarazo a la causa de Buñuel. [Éste] no olvidaba favores y me parece factible que el gesto de mi padre haya sellado la amistad.  

Con todo y que Alberto Isaac fuera más amigo del director de El ángel exterminador, con el joven Claudio el respeto se volvió admiración, y ésta, en amistad, obsequiándole consejas que complicidades, vituperios y maravillas. A mí me venía natural el tutearle, desde siempre, pues mis padres lo hacían así. En su caso, más que una mera modalidad, éste era signo de un trato más despreocupado y desenvuelto, y aún teniéndole un respeto manifiesto no se andaban con protocolos ni ceremonias.

Dentro de la galaxia buñueliana, Claudio Isaac conoció a otros planetas y constelaciones, tal es el caso de Octavio Paz, quien elogió los afanes lectores de un adolescente rodeado de locos ungidos al arte; los Alcoriza -el ya mencionado Luis y su esposa Janet-, quienes hicieron del cine una extensión de la vida (literalmente); el padre Julián Pablo, sacerdote con quien Buñuel gustaba conversar sobre temas religiosos -con todo y que el cineasta seguía preso de su propia boutade, “soy ateo, gracias a Dios”. Con Alberto Isaac, más allá del cartón de marras, en sus encuentros predominaban las risas: […] Siempre reían. Me atrevería a decir que el cariño más grande surgió de la risa conjugada. Pero don Luis y el joven Claudio fueron más allá de las risas… No fue para mí un maestro de cine, pero sí -con todas las discrepancias que el lector ya conoce- de vida. Un maestro de vida. Su gran lección, para mí, es la sencillez, la modestia, el despego de las cosas materiales, su compromiso ético y su lucha por alcanzar la congruencia […] Dejó su solidez, su rectitud, la consistencia de su dignidad.

En suma, Luis Buñuel: a mediodía no sólo permite que conozcamos a un cineasta más allá de su obra fílmica, más aledaño a los sucesos de la vida diaria, donde las medias tintas no se permitían ni por asomo. Para fortuna nuestra, la pluma de Claudio Isaac concede justo lugar tanto a la memoria como la fidelidad al recuerdo: fragmentario y elocuente, como toda vida digna de contarse, pero sobre todo para vivirse. Como Pablo Picasso para Miguel Bosé o Alfonso Reyes en el caso de Octavio Paz, el magisterio buñueliano sobre el autor se torna complicidad no sólo por la sabiduría transmitida por el cineasta, sino también por hacerle partícipe (cómplice, incluso) de sus propias taras e ilusiones, detalles sólo reservados para amistades de carrera larga.

A la par de Prohibido asomarse al interior de Tomás Pérez Turrent y José de la Colina, y de su volumen de memorias, Mi último suspiro, la lectura de este libro no dejará de suscitarnos sorpresas que desconciertos, donde al final del día sólo somos seres humanos en la medida de nuestros recuerdos, o en la mirada que nos dibuja en la memoria.

Quede aquí la invitación para viajar al interior de una vida dispar por interesante. (Así sea.)   

Claudio Isaac. Luis Buñuel: a mediodía. México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/ Universidad de Guadalajara/ Secretaría de Cultura-Gobierno del Estado de Colima, 2002.  

 

(15/agosto/2022)

lunes, 1 de agosto de 2022

Intensidad e inmensidad


Ulises Velázquez Gil

 

Entre las notas que Albert Camus hizo para El primer hombre, encontramos la siguiente: “Habría que vivir como espectador de la propia vida. Para añadirle el suelo que le diera conclusión. Pero uno vive, y los otros sueñan tu vida”. Como recordar es un arte difícil, es preciso echar mano tanto de los propios recuerdos como de los sucesos y figuras que nos rodearon en varios momentos de la vida.

          Luego de una enorme trayectoria artística, Miguel Bosé hace un corte de caja de una vida vivida al máximo y nos ofrece, en El hijo del Capitán Trueno, su particular recuento, donde relucen tanto sus orígenes familiares como algunas figuras señeras del arte y del espectáculo que le ayudaron a buscar su vocación y un camino que, con todo y el impasse de hoy día, todavía le restan muchas cosas por hacer.

A lo largo de casi quinientas páginas, nos adentramos en los primeros 25 años de vida del cantante, desde su particular nacimiento en tierras extranjeras, siendo hijo de un matrimonio también extranjero: el torero español Luis Miguel Dominguín y la gran actriz italiana Lucia Bosé, de quien abrevó la sensibilidad para el arte y la creación, campos diametralmente opuestos a la bravura y el arrojo del figura fue Dominguín.

El primer capítulo, a diferencia de una biografía convencional, no inicia con el nacimiento del biografiado, sino con una confrontación entre dos fuerzas de la naturaleza, es decir, sus padres, y del cómo dicha confrontación desataría -para bien, para mal- los sucesos que le darían vida y destino al intérprete de futuros éxitos como “Creo en ti”, “Sevilla” o “Aire soy”. Aún con esos vientos en contra, persiste un buen recuerdo: Por favor, que alguien me lo atesore siempre en la memoria, porque aquel era el éxtasis más absoluto, el más seguro de todos los refugios que tuve jamás. Aquel del que nunca hubiese querido irme.  

Mientras sus padres se afanan en hacer y deshacer (“nunca hacer por hacer”, como diría una canción suya), al pequeño Miguel y a sus hermanas Lucia y Paola les llega una presencia fantástica, firme de obras pero grata de intenciones, que con el tiempo se volvió indispensable dentro de la familia González Bosé: Remedios de la Torre Morales, la victoriosa, oteaba los campos que poco a poco iban siendo devorados por las hoces […] Sabía quién tenía mejor brazo con la horca o mejor lomo para el fajado, y reconocería a cada quien en sus voces y cantos aunque se viesen diminutos. Ésa era su vida, pensaba masticando, la que siempre imaginó, la mejor del mundo, la más libre, a la que volvería. La que le correspondía por ley a la más pequeña de las hermanas y cuarta de cinco. Sin embargo, otras fueron sus faenas, porque al volverse La Tata de aquellos niños, hizo frente a sucesos adversos, así también les hizo más llevadera la vida, endulzársela un poco más de la cuenta. A medida que sabemos más de la tata Remedios, a ratos se cae en la cuenta de que merecería una novela propia, porque sus tareas de cada día tuvieron alcances épicos, acompañando a los chicos y a la propia Lucia Bosé.

Si por el lado de las mujeres, la Tata fue predominante en la formación del futuro cantante, bailarín y actor, digno es mencionar al pintor Pablo Picasso, a quien Bosé le dedica el octavo capítulo de El hijo del Capitán Trueno, que, dicho sea de paso, bien merecería su propia vida, con lomo y tapas. En dicho capítulo, da cuenta de su encuentro con ese coloso del arte contemporáneo, quien sostuvo toda la vida llegar a pintar como un niño; visto así, conocerlo le confirmó ese postulado. Para Miguelito, Pablo lo era todo y para Pablo, Miguelito era su pasión privada, su retorno a la infancia. Se olieron y de inmediato se reconocieron. A lo largo de los años fueron construyendo un mundo no apto para los que se empeñaban en crecer, divertido y pícaro.

Las amistades, como los grandes maestros, se heredan a fuerza de conquista, es decir, en acercarse a ellos y compartir, además del tiempo presente, las enseñanzas que logran darnos; con todo y que Picasso respetaba el temple de Dominguín (recordemos sus dibujos de tema taurófilo) y se prendía de la belleza el charme de Lucia Bosé, con Miguelito la conquista se dio por obra de la creación, de leer el mundo de otra forma, donde los límites sólo eran los de la imaginación, campo donde ambos llevaban franca ventaja. […] Cuando los niños crecemos y pensamos en las personas que formaron parte del entorno de nuestra infancia, las dividimos en dos: las que pasaban tiempo jugando con nosotros y las que no. A las primeras las recordamos con mucho cariño y a las otras con antipatía. Así de simple. Y lo que abundaba durante las visitas de los chicos Bosé -y la Tata, secretamente admirada por el pintor- eran muchos juegos, incluso los realizados con pintura y papel, aunque a la esposa (y dealer) de Picasso viera en ello nulo valor comercial.

Diametralmente opuesto en extensión, mas no en grato recuerdo, está el capítulo que Bosé le dedica al Dr. Manuel Tamames, figura “paterna”, casi abuelo, para él y sus hermanas; amigo a su vez del diestro y admirador (por no decir eterno enamorado) de la gran actriz, procuraba buenos acuerdos entre ambos y, a su vez, prodigaba cariño y grata estima a esos niños cuyo insólito destino era ser hijos de sus padres (permítaseme aquí la redundancia). Siempre del lado del más débil, se volcó con mi madre, una mujer extranjera socialmente lapidada, con tres hijos a su cargo, y probablemente sin futuro. Consideró que mi padre había actuado como un cobarde, sin el más mínimo honor ni hombría, y para él estaba muerto, aunque nunca le perdió su admiración en los ruedos. […] Manolo, don Manuel, el doctor Tamames y otros motes, fueron esa armada de ángeles de la guarda que en mi infancia marcaron la diferencia en el dar ejemplo y en la mejor calidad de cariño y afecto.

El hijo del Capitán Trueno nos hace no sólo espectadores de una vida (la de quien pensábamos ya saberlo todo, desde las revistas del corazón hasta los trending topic de años recientes), sino de una época en busca de sentido (pues la España que él recuerda seguía siendo la misma con Franco en El Pardo y los “grises” por las calles). Sin embargo, la avidez por hallar una identidad propia se consumó más allá de las fronteras, y de ello, da cuenta “Londres 73”, cuya travesía marcó un antes y un después en su carrera, donde tampoco le faltaron presencias necesarias en sus postreras búsquedas. (Mencionarlas todas es pecar de exageración -al menos, para estas líneas.)

Para el lector estándar de memorias y autobiografías, este volumen destella, de principio a fin, intensidad e inmensidad: de recuerdos escritos con una prosa fluida y de amor al detalle, de sucesos y figuras de alcances épicos más allá del recuerdo. Al igual que Leonard Cohen, Bob Dylan y su compatriota Santi Balmes (vocalista de Love of Lesbian), Bosé toma la pluma para compartirnos algo más de ese genio y figura apenas vislumbrados en sus canciones; al final del día, sigue el mismo destino que todo memorialista que se precie de serlo, resumido en sus propias palabras: Los recuerdos que son abordados, al principio, están rodeados de niebla, y penetrar en ellos es tarea delicada. Ninguno se resiste completamente en realidad, si quieres hablar de ellos. Pero, sí, todos quieren ser contados de la manera más ocurrente. […] Muchos de ellos, hechos para ser recordados sólo una vez, se desvanecen al ser escritos […].

Quede en ustedes, navegantes de la lectura, embarcarse en esta nave a prueba de tiempo, pero llena de gratos instantes. (¡Buen viaje!)   

Miguel Bosé. El hijo del Capitán Trueno. México, Espasa, 2021.  

 

(18/julio/2022)