Ulises
Velázquez Gil
De
entre las cápsulas e intervenciones culturales que solían programarse por la
frecuencia de Opus 94.5 FM, existió una cuyo título, en sí, era profesión de
fe: Todo lo que somos está en los libros, que se caracterizaba por
proponer al radioescucha un libro o un autor que le suscitara interés o un (posible)
acercamiento por medio de la lectura. Si en algo se distinguía su titular,
Alicia Zendejas, es en ser una persona de libros; su marcada presencia dentro
de la historia del Premio Xavier Villaurrutia la dibuja de cuerpo entero
en esos afanes y empeños.
Si de personas de libros hablamos,
esta nomenclatura hoy día recae en un librero (anticuario, de lance, de
ocasión, da por igual el adjetivo), cuya pericia y olfato bibliográfico pone
frente a sí desde un ejemplar incunable hasta una rareza sólo reservada a un
cuento de Borges o de Arreola. De ese tipo de andanzas y maestranzas se compone
Librovejero, libro donde Álvaro Castillo Granada da cuenta de sus pasos
por el oficio de librero, al que llegó por casualidad, pero con una marcada
conciencia de su vocación, que se distingue -fundamentalmente- por trazar la
ruta que lleve a un libro con su (posible) destinatario.
Treinta textos (como el número de años que lleva su
autor en el oficio librero) que evidencian la pasión por un mundo de letra
impresa, y de los sucesos que se dieron en paralelo a su aparición; para
muestra, el siguiente fragmento: Ese era
el trabajo con el que soñaba desde niño. ¿Cómo lo veía entonces? No lo tengo
claro. No había conocido a alguien a quien pudiera decirle librero.
Generalmente cuando entraba en una librería esperaba que algún libro lograra
hallarme en medio de todos los que me rodeaban y se ajustara a mi bolsillo. Eran
tantos los libros que quería leer y tener que me dediqué a hacer listas. Ahí nació
una afición que, con el paso del tiempo, me ha sido muy útil: lector y
consultador de bibliografías (“Ya no me quedaban hojas de vida”).
A diferencia del dependiente de
librería de prestigio, el librero sabe sondear los gustos de sus potenciales parroquianos,
ver sus temas de interés y, hasta con un poco de suerte, conseguir el deseado
ejemplar con la prístina dedicatoria de su autor; esta dinámica ha llevado a
Álvaro Castillo a conocer figuras señeras de las letras como a nuevos amigos (y
cómplices) en el oficio -con miras a cofradía- de librero. Uno de ellos -muy
sonado hoy día por una novela de póstumo impacto-, además de echar mano de su
conocimiento librario, le “bautizó” en atención a su ingenio y artificio con el
sobrenombre que le da título al libro. Es
en ese momento cuando comienzo a existir para él. Me puso un apodo que fue convirtiéndose,
para algunos, en una manera de nombrarme: “Librovejero”. Primero fue “Libroviejero”.
Lo cambió: “Mejor Librovejero… como ropavejero…” No solamente le
conseguía libros a su hermano, sino a él también. Sus encargos venían/llegaban
por múltiples vías. Siempre ediciones precisas y específicas. No podían ser
otras. Las que había leído, las que había tenido, las que había visto [Gabriel García Márquez].
Para un buen librero, no hay hallazgo raro (puesto
que todo libro es, en sí, una rareza), pero cuando se trata de un “cliente”
como García Márquez, el caso puede adquirir dimensiones épicas; tal y como se
plasman em “De Gabo a Mario”, donde un volumen que reúne el saber de
sendos titanes de las letras hispanoamericanas, se torna empresa épica en
cuanto a conseguir las firmas de ambos escritores (si recordamos su persistente
enemistad hasta el momento en que se dio el hallazgo). Si para un consumado “caza
firmas”, dárselas de “espontáneo” encierra su propia epopeya, ante dos figuras
adversas esto se dificulta más. Haber hecho coincidir, sin trampa ni engaño
alguno, a estos dos inmensos escritores, quienes alguna vez fueron los mejor
amigos, en la misma página de un libro que nos deja escucharlos hablar, es una
de las conquistas más hermosas que me ha dado la oportunidad de realizar
(gracias a la complicidad y la amistad, por supuesto) este oficio de librero en
el que ya llevo treinta y tres años. Y siga usted contando.
Así como existen el amor o la amistad a primera
vista, para Álvaro Castillo Granada existe también “a primera leída”, una vez
que sus manos y ojos se encuentran con un autor en espera de compartirle sus ingeniosos
y geniales afanes, como ocurrió con Fina García Marruz y Cintio Vitier (protagonistas
de “Fina, mi Fina” y “Cinfin”, respectivamente) y, vicariamente, con Eliseo
Diego (“Mi Eliseo, Fefé”). Amistades que se unen por los libros, y que se afianzan
mediante el trato personal, de cuyas maravillas y milagros somos testigos -y hasta
con un poco de suerte, abonarlo a nuestra propia experiencia. Siempre, siempre, han estado para mí. Para
nosotros. No sólo en su casa nos hemos visto. Hasta estuvimos los tres sentados
una vez en el cuarto de un hospital cuando ingresaron a Cintio (“Fina, mi
Fina”); […] Miré tus libros, me senté en
el piso, los saqué todos y los puse frente a mí […] Los abrí uno por uno y
leí cada una de las dedicatorias; […] Mirarlos, ver las fechas y el lugar donde
los compré, es sumergirme en la memoria, sentir que ha sido mucho el tiempo que
ha pasado y que ha sido más, demasiado más, lo que hemos compartido, los tres (“Cinfin”).
La vida de quienes amamos los libros no sólo se
compone de autores y de ejemplares firmados, sino también de sucesos y de cosas
que irrumpen con sorpresa y nos obsequian su magia a cada paso. Una mochila
-jaba- que se llena de libros en espera de encontrarse con sus próximos
lectores, una figuración sólo realizable dentro de un cuento, la cardiografía
que conlleva el primer autógrafo conseguido -que suscita y secunda a sus
sucedáneos-, e incluso las crónicas del instante que ciertos libros se
presentaron frente a nuestros ojos, y en cuya vuelta se siente menos la
nostalgia. Compartir memorias es uno de
los misterios más fascinantes de la existencia. No es sólo el compartir la
experiencia sino lo que conservamos de ella, lo que decidimos por alguna razón
preservar y guardar.
Con todo, en Librovejero
se da fe de los pasos por un sendero tan edificante como vertiginoso, cuyas
andanzas y maestranzas no dejan de prodigar saberes y querencias -y doblemente
cuando de libros se trata-; en las lecturas que hacemos, de igual forma con
aquellas que nos esperan en el futuro, queda una parte de sí mismos, con una
visión del mundo más amplia, pero certera en afectos y convicciones, donde
anide el recuerdo entre libros, imbatible
a todo tiempo.
En la nómina de libreros ungidos a las letras, el
nombre de Álvaro Castillo Granada figura con igual intensidad junto al de don
Enrique Fuentes (cuyos empeños hoy día prosigue su hija Andrea en la Antigua
Librería Madero en la Ciudad de México), desde su ínsula de nombre San
Librario (que devela sus propios arcanos per se), donde -amistosamente-
se confirma la fortaleza de un verso de Joan Margarit: La libertad es una
librería.
Quede aquí la invitación para acercarse a este
volumen de alcances memorialistas, aunados a la franqueza de las buenas plumas,
dotando de permanencia lo fugitivo, para deleite de activos y de nuevos
lectores. (Así sea.)
Álvaro Castillo
Granada. Librovejero. Bogotá, Fondo
de Cultura Económica, 2023 (Colección Popular, 834).
@Cliobabelis