lunes, 30 de noviembre de 2020

Música con todas las letras

Ulises Velázquez Gil

“Toda música verdadera nos hace palpar el tiempo”, dijo alguna vez Emil Cioran, y, a decir verdad, no le falló el tiro al decirlo, porque a medida que escuchamos la música de nuestra preferencia, de inmediato volvemos a una etapa de la vida, con todo y sus complicaciones, pero al final del día (o de la duración del disco o del playlist) se vuelve parte de uno. Así también ocurre con la literatura, donde un personaje, una frase o un libro nos devuelve a ese lugar de previa escala en la vida (lectora), y hasta se empeña en seguir abriendo brecha.

            Navegante por las aguas de la narrativa de escritores inclasificables, Alejandro Toledo nos entrega un libro de cierta manera atípico, pero fiel a una tradición de literatura sobre música. Se trata de Instantáneas de la beatlemanía y otros apuntes sobre música y cultura.

            Compuesto por siete ensayos (como el número de notas de la escala musical), Instantáneas de la beatlemanía… da cuenta de los gustos musicales del autor, haciendo énfasis en el papel que la agrupación británica The Beatles dejó en el sucedáneo paso del mundo presente, al dejar honda huella tanto en la historia universal como en la microhistoria de sus protagonistas (y, por ende, la de sus escuchas).

En el ensayo homónimo, Toledo hace una relación pormenorizada del panorama histórico y musical donde aquella agrupación conformada por John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr, desde sus primeras inclusiones en escenarios de Hamburgo hasta la separación definitiva, en justo paralelo con los sucesos más importantes tanto de Gran Bretaña como de otras partes del mundo, donde el fervor por el llamado “cuarteto de Liverpool” fuera más fuerte, como los alaridos de sus fans en algún concierto suyo. Entre gira y gira, los Beatles habían intentado avanzar. De su arranque tumultuoso, con canciones sencillas y pegajosas, llegaron a un punto en el que tuvieron que pedir ayuda (Help!, 1965) por sentir que ahí, solos en los estadios (“un andar solitario entre la gente”, diría el poeta), se convertían en loros absurdos, para entregarse luego (en sus pocos ratos libres en el avión o en el cuarto de hotel) a creaciones que implicaban nuevos rumbos para su música. Una cosa por la otra: la popularidad inesperada y mundial les creó cárceles personales, pero también grandes espacios de libertad, donde no era la disquera la que mandaba, sino ellos, los músicos.

Ante esta última frase, no podemos negar que, en música como en literatura, los lectores/escuchas/fans tienen la palabra definitiva, por no decir la única; y en ese sentido, la afición beatlemaniaca en México no se queda atrás, merecedora de justa mención. Una curiosidad mexicana es la entusiasta afición beatle. No sólo hay dos horas diarias en la radio nacional y otros programas en provincia dedicados a su música: circulan decenas de grupos de tributo y se organizan a cada tanto festivales de fanáticos en los que se consigue la más diversa memorabilia, además de grabaciones no oficiales (de las que hay por cientos).

A diferencia de otras hordas de fanáticos y de aficionados, el gusto por Los Beatles trasciende todo tipo de fronteras, empezando por las generacionales; en alguna parte, Toledo también hace hincapié en los festivales, conciertos y mercados formales -e informales, cabe decir- donde se ofrece todo tipo de objetos de y sobre los cuatro fantásticos (no los del comic, pero igual de espectaculares). La de los seguidores de los Beatles es una tribu noble. La base de los discos oficiales ha sido establecida ya dos veces en CD, pero se está siempre a la caza de lo nuevo… aunque esto sea lo antiguo con inciertas o notables mejoras técnicas o ligerísimas variantes y nuevas portadas.

Para terminar con este ensayo, que bien podría pasar como primer acercamiento (escrito) al cuarteto de Liverpool, el autor justiprecia la presencia de este grupo en la cultura popular, cuyos linderos rozan, como por contagio, los terrenos de la historia universal, tópicos que se entrecruzan en el segundo ensayo del libro, “Los Beatles de la narrativa latinoamericana”, donde las letras de los novelistas más destacados del boom latinoamericano se unen a la música de la famosa agrupación. (Carlos, Julio, Mario y Gabo en los años sesenta: los Fab Four de la narrativa latinoamericana.)

Después de un ensayo sobre cómo el carácter subversivo tiene sus ventajas, no del todo halagüeñas (“Rebelarse vende”), el autor nos presenta una dupla ensayística digna de resaltar: “Las otras batallas de Syd Barrett” y “Björk en la masmédula”. Mientras para la cantante islandesa encuentra no pocas similitudes (igual de sorprendentes, cabe decir) con la poesía del argentino Oliverio Girondo, con el texto acerca del primer genio detrás de Pink Floyd pone en claro el papel que éste tuvo antes y después del ya legendario álbum The dark side of the moon, sobre todo durante su grabación, aún ya retirado del grupo. Barrett lo inició todo, siempre estuvo ahí, y ahora, muerto, sigue en el panorama como alma espiritual del grupo, el tipo calvo que es confundido con los ingenieros de sonido y que escucha eternamente una canción que habla de él, cosa de la que parece no percatarse […].

Detrás de toda música (o canción, según sea el caso), hay una historia secreta que nos define en cuanto a escuchas o partícipes de la vida diaria. Y en los ensayos restantes de Instantáneas de la beatlemanía…, éste se evidencia a todas luces. En “Balada para Ana Luisa” conocemos las peripecias del autor para nutrir (ésa es la palabra) musicalmente a una hija que se halla en camino de llegar a este mundo, para después continuar la dosificación de géneros, y de obras que la ayuden a crear su propia perspectiva: de Mozart y Cri-Cri hasta Louis Armstrong y el jazz. Algo pasa cuando Ana Luisa escucha música. No es que se quiera llevar el asunto muy lejos. Una de sus abuelas la imagina debutando en la Scala de Milán, pero la cosa no va por ahí, creo. En tal caso, es algo que ella decidirá. Por ahora sólo se puede concluir esto: nos dimos cuenta de que en esos primeros meses de su vida ciertas melodías la ayudaron a ser feliz.

Cierra este septeto musical “Mi vida en diez canciones”, nacido a raíz de su paso por una emisión del programa radial El soundtrack de una vida, conducido por Laura Barrera en la frecuencia del 107.9 fm. A cada canción mencionada le asigna un recuerdo de su vida, y aunque algunas de las joyas de esa selección sean harto conocidas (del llamado dominio público), los recuerdos, en cambio, varían de persona a persona. En alguna parte del ensayo beatlemaniano nos esclarece ese misterio: El gusto musical suele ser ecléctico, puesto que el oído está sujeto, aun desde el vientre de la madre, a múltiples influencias. Es difícil controlar lo que uno escucha: a lo largo de la vida se va recibiendo información melódica y ésta se integra naturalmente a los archivos del recuerdo. En circunstancias cotidianas, somos además cautivos de la preferencia ajena: la de quienes viven con uno, lo que se programa en la radio, la feroz estridencia del vecino en un edificio habitacional, el fondo sonoro en el mercado, la oficina o el medio de transporte, el soundtrack de un largometraje…

En suma, Instantáneas de la beatlemanía y otros apuntes sobre música y cultura es la prueba contundente de que la verdadera música nos hace tocar el tiempo, de encontrarnos a cada escucha suya, sin importar el instante donde ocurra ese milagro, sobre ese inusitado pentagrama que nos empeñamos en llamar vida. Música con todas las letras, estos ensayos encuentran un justo lugar en la literatura mexicana, a la par de La nueva música clásica de José Agustín y el Atril del melómano de Luis Ignacio Helguera, con la solar diferencia de unir el desparpajo del primero con lo antisolemne del segundo; un libro con miras a volverse clásico -por atípico- dentro de la obra de Alejandro Toledo.  

Quede en ustedes, atentos lectores, seguir a la escucha. (Seguro que sí.)   

 

Alejandro Toledo. Instantáneas de la beatlemanía y otros apuntes sobre música y cultura. México, Dosfilos ediciones, 2017.  

 

 (16/noviembre/2020) 

miércoles, 25 de noviembre de 2020

Por cuenta del tiempo

 

Ulises Velázquez Gil

En el prólogo a Un montón de piedras de Jorge F. Hernández, se puede leer la siguiente frase: “Habrá quienes viven la realidad en constante ajuste de cuentas; el escritor rinde cuentos y, al hacerlo, intenta otra realidad”. En aras de urdir esa otra realidad, es preciso echar mano de esos ajustes de cuentas, donde lo más interesante no radica en pintar los sucesos tal y como ocurrieron, sino en cómo podrían contarse. Y en ese sentido, el cuento es el medio ideal para dar cuenta de esa intención.

            Después de dos novelas de carácter fragmentario, Brenda Lozano incursiona por primera vez en el terreno del cuento y nos entrega Cómo piensan las piedras, volumen donde se consigna su tránsito por dicho género. Compuesto por catorce cuentos, Brenda Lozano deja libre curso a varias historias, en apariencia comunes, pero cuyo modo de narrar suscita asombros como extrañamientos. Asombros, como una fotocopiadora que hace la crónica de un tiempo lejano, o extrañamientos tales como la pregunta que hace de título para este libro. Entremos en materia.

En “Elefantes”, tenemos la vida de un cuidador de elefantes en África, contada por su esposa, quien hace la cuenta de los sucesos vividos como pareja en lares de otro continente, y la cercanía de éste con los animales que cuidaba, sobre todo, del cómo ellos lo asumieron como parte de su manada. En los zoológicos y en las bibliotecas nuestros hijos aprenden qué es la empatía, eso es lo que más necesitamos recordar en tiempos de guerra […] A veces me parece una frase extraña, una frase hecha, como si fuera a volver esta noche, como si volviera de pronto para abrir la puerta del refrigerador y ver qué quedó de la tarde. Si algo logra contraponerse al lugar común de “el hombre es un animal de costumbres”, es la efectividad de una frase de Samuel Beckett, “Los animales saben”, y se confirma por entero en la manera en que los elefantes del título asumen la muerte de su cuidador, inclusive al grado de volverlo parte de su propia manada/familia.

Donde los lazos familiares también cuentan buenas historias, tenemos “Geometría familiar” y “Todo lo prestado”. Como salidos de algún episodio de Relatos salvajes, sus protagonistas muestran hasta qué punto un lazo familiar hace mella en el ser y hacer que les compone; en el primer caso, la repetición de un nombre, o la paridad del nombre compuesto, mientras que en “Todo lo prestado”, la incomodidad de un rabino a bordo de un vuelo hacia México le devuelve a su memoria una vieja deuda familiar -en concreto, con su hermano.

En la primera novela de la autora, Todo nada, se puede encontrar la siguiente frase: Contar porque quien cuenta algo ha perdido algo. Y tal parece que ésa es la premisa de “Lugares que nos sobrevivirán” y “Cables”. Para el primer caso, la pequeña colección de botellas de champú que tiene la protagonista es el escenario donde se resumen sus taras, donde es preciso (diríase que necesario) ir ligera de equipaje, con la salvedad de una marcada rutina. No traje muchas cosas. Nunca he tenido muchas cosas. Estudiar letras clásicas es algo se parece. Entre las noticias que vemos diario, es como un adorno, un florero tal vez. Una de las ventajas de las causas perdidas es su ligereza, la distancia con la vida práctica es su liviandad. Sin embargo, ella no se puede diferenciar tanto de su padre como de su abuelo, también coleccionistas de instantes. (Los cerillos del abuelo -incendios en potencia- y los dulces del padre -reflejo de una esperanza que no llega-: heredades a la busca de sentido.)

“Cables”, por otra parte, no da cuenta de la manía de colectar objetos donde se concentren fobias y filias, sino en el justo valor que las palabras tienen para conformar nuestra historia, de leer entre líneas esas cosas que dicen más de nosotros y que nos resistimos en develar, o por lo menos, se busca procrastinar. Llevo siete días o siete vidas pensando cómo contar esto. Tal vez llevo siete minutos. ahora que cuento el tiempo con precisión contaré una historia. La imprecisión a partir de ahora será lo único certero. Qué remedio para el que cuenta una historia. (Paréntesis aparte: tal parece que en este cuento se oculta, de cierta forma, una especie de “preceptiva” para el buen narrador, incluso en la forma de escribir/ pronunciar una frase. Si en la poesía, el adjetivo mal empleado mata, en el cuento -la novela, inclusiva- una misma frase cobra otro sentido si se escribe al principio, a la mitad o al final del texto.)

Así como cada libro de cuentos tiene historias que buscan su propio cauce, también hay personajes que buscan trascender la página impresa, o por lo menos, darle otra vuelta a su vida por contar; esto se nota en una peculiar tercia: “Martina”, “Un gorila responde” y el cuento que da título al libro. Para el primer caso, cómo el talento inusitado de una joven pianista es el punto de encuentro de un grupo de viejos amigos, hermanados por la academia y la música que se detesta en común. El desprecio crea lazos sólidos, odiar lo mismo nos acerca más a un amigo que los gestos en común. […] Creo que la música malograda tiene gracia, pero lo malo tiene el encanto de lo divino. Saber apreciar lo bajo es terapéutico. Lo que tanto odiamos dice mucho más de nosotros que lo que apreciamos, despotricar es equivalente a varias sesiones de psicoanálisis. Tal parece que el talento interpretativo de Martina se vuelve válvula de escape para ese grupo de colegas, que no pueden darse el lujo de proyectar sus placeres culposos: de la ortodoxia de la música clásica y las matemáticas al desfogue del new age y los temas televisivos que ella interpreta de manera magistral en el piano.

Respecto a “Un gorila responde”, hay otra relación de complicidad; en este caso, entre el narrador y un gorila. Si el talento non de una joven virtuosa es vehículo para la catarsis de una caterva de locos ungidos a los números, en el gorila, en cambio, hallamos en mutuo acuerdo el descontento hacia el mundo presente. El gorila detesta a los hombres de baja estatura. En realidad, detesta todo lo que se mueve y es un tanto más bajo que él. De ser un anciano, por la calle golpearía con su bastón a los diminutos, golpearía a todos los cortos de estatura sin importar que sean niños, ancianos y chaparros. Al poco tiempo de entrar al zoológico, le lanzó una piedra a un niño, lo descalabró.

¿Y qué decir de la niña protagonista de “Cómo piensan las piedras”, que hace de las palabras sus compañeras de viaje? Yo sé que las rimas son como los finales felices de las palabras porque las letras se abrazan, pero también sé que un cuento es un invento porque no es verdad que todos los cuentos terminan felices para siempre porque además sé que nada es para siempre. Ante los altibajos de su madre en cuanto a sus relaciones de pareja, a esta niña sólo le queda el refugio y la complicidad de las palabras (con las que renombra a los personajes que la rodean: las Otras rimas, el Libro Aburrido, los Libros divertidos, el Señor Periódico -¿por chismoso?-, el Señor Policia), para que al final del día se sepa consciente de que, en la vida como en la ficción (la que le cuenta su mamá cuando miran hacia las estrellas, o la que el policía procura en su intento de responder a sus preguntas), no hay finales felices. (En ocasiones, no dejamos de sentirnos como ella, pero aun así nos agrada contar historias, con todo y que la realidad nos termine llevando la contraria.)

En suma, ¿dónde radica la importancia de Cómo piensan las piedras? En dar cuenta de algunas historias que ocurren (o que podrían suceder, nunca se sabe) más allá de la página escrita, pero persistentes en el empeño de contarse, como las piedras que aparecen a lo largo del libro: desde la piedra angular hasta la más modesta rocalla (y sin excluir al engorroso cálculo renal), una historia bien contada siempre se agradece por cuenta del tiempo, presta para leerse y/o contarse las veces que se vuelva necesario.

Para quien ha seguido con suma fidelidad la obra narrativa de Brenda Lozano, las sorpresas están a la orden del día, y a medida que se avanza en su lectura, se confirma a cabalidad una consumada maestría en el oficio de narrar, y ante ello, sea novela o cuento (y hasta en un relato de largo aliento), toda historia bien contada, sin importar su procedencia o importancia, siempre es digna del mayor reconocimiento, y, por consiguiente, de merecida y atenta lectura, cualidades de una pluma con miras a volverse clásica y de referencia obligada.

Quede aquí la propuesta. (De verdad.)   

 

Brenda Lozano. Cómo piensan las piedras. México, Alfaguara, 2017 (Narrativa hispánica).  

 

(11/noviembre/2020)