Ulises Velázquez Gil
En el prólogo a Un montón de piedras de Jorge F. Hernández, se puede leer la
siguiente frase: “Habrá quienes viven la realidad en constante ajuste de
cuentas; el escritor rinde cuentos y, al hacerlo, intenta otra realidad”. En
aras de urdir esa otra realidad, es preciso echar mano de esos ajustes de
cuentas, donde lo más interesante no radica en pintar los sucesos tal y como ocurrieron,
sino en cómo podrían contarse. Y en ese sentido, el cuento es el medio ideal
para dar cuenta de esa intención.
Después
de dos novelas de carácter fragmentario, Brenda Lozano incursiona por primera
vez en el terreno del cuento y nos entrega Cómo piensan las piedras,
volumen donde se consigna su tránsito por dicho género. Compuesto por catorce
cuentos, Brenda Lozano deja libre curso a varias historias, en apariencia
comunes, pero cuyo modo de narrar suscita asombros como extrañamientos. Asombros,
como una fotocopiadora que hace la crónica de un tiempo lejano, o extrañamientos
tales como la pregunta que hace de título para este libro. Entremos en materia.
En “Elefantes”, tenemos la vida
de un cuidador de elefantes en África, contada por su esposa, quien hace la
cuenta de los sucesos vividos como pareja en lares de otro continente, y la
cercanía de éste con los animales que cuidaba, sobre todo, del cómo ellos lo
asumieron como parte de su manada. En los
zoológicos y en las bibliotecas nuestros hijos aprenden qué es la empatía, eso
es lo que más necesitamos recordar en tiempos de guerra […] A veces me parece una frase extraña, una frase hecha, como si fuera a
volver esta noche, como si volviera de pronto para abrir la puerta del refrigerador
y ver qué quedó de la tarde. Si algo logra contraponerse al lugar común de “el
hombre es un animal de costumbres”, es la efectividad de una frase de Samuel
Beckett, “Los animales saben”, y se confirma por entero en la manera en que los
elefantes del título asumen la muerte de su cuidador, inclusive al grado de
volverlo parte de su propia manada/familia.
Donde los lazos familiares
también cuentan buenas historias, tenemos “Geometría familiar” y “Todo lo
prestado”. Como salidos de algún episodio de Relatos salvajes, sus protagonistas
muestran hasta qué punto un lazo familiar hace mella en el ser y hacer que les
compone; en el primer caso, la repetición de un nombre, o la paridad del nombre
compuesto, mientras que en “Todo lo prestado”, la incomodidad de un rabino a
bordo de un vuelo hacia México le devuelve a su memoria una vieja deuda
familiar -en concreto, con su hermano.
En la
primera novela de la autora, Todo nada, se puede encontrar la siguiente frase: Contar porque quien cuenta algo ha perdido
algo. Y tal parece que ésa es la premisa de “Lugares
que nos sobrevivirán” y “Cables”. Para el primer caso, la pequeña colección de botellas
de champú que tiene la protagonista es el escenario donde se resumen sus taras,
donde es preciso (diríase que necesario) ir ligera de equipaje, con la salvedad
de una marcada rutina. No traje
muchas cosas. Nunca he tenido muchas cosas. Estudiar letras clásicas es algo se
parece. Entre las noticias que vemos diario, es como un adorno, un florero tal
vez. Una de las ventajas de las causas perdidas es su ligereza, la distancia
con la vida práctica es su liviandad. Sin
embargo, ella no se puede diferenciar tanto de su padre como de su abuelo,
también coleccionistas de instantes. (Los cerillos del abuelo -incendios en potencia-
y los dulces del padre -reflejo de una esperanza que no llega-: heredades a la
busca de sentido.)
“Cables”, por otra parte, no da
cuenta de la manía de colectar objetos donde se concentren fobias y filias, sino
en el justo valor que las palabras tienen para conformar nuestra historia, de
leer entre líneas esas cosas que dicen más de nosotros y que nos resistimos en
develar, o por lo menos, se busca procrastinar. Llevo siete días o siete vidas pensando cómo contar esto. Tal vez llevo
siete minutos. ahora que cuento el tiempo con precisión contaré una historia. La
imprecisión a partir de ahora será lo único certero. Qué remedio para el que
cuenta una historia. (Paréntesis aparte: tal parece que en este cuento se
oculta, de cierta forma, una especie de “preceptiva” para el buen narrador, incluso
en la forma de escribir/ pronunciar una frase. Si en la poesía, el adjetivo mal
empleado mata, en el cuento -la novela, inclusiva- una misma frase cobra otro
sentido si se escribe al principio, a la mitad o al final del texto.)
Así como cada libro de cuentos
tiene historias que buscan su propio cauce, también hay personajes que buscan
trascender la página impresa, o por lo menos, darle otra vuelta a su vida por
contar; esto se nota en una peculiar tercia: “Martina”, “Un gorila responde” y el
cuento que da título al libro. Para el primer caso, cómo el talento inusitado de
una joven pianista es el punto de encuentro de un grupo de viejos amigos,
hermanados por la academia y la música que se detesta en común. El desprecio crea lazos sólidos, odiar lo mismo
nos acerca más a un amigo que los gestos en común. […] Creo que la música
malograda tiene gracia, pero lo malo tiene el encanto de lo divino. Saber
apreciar lo bajo es terapéutico. Lo que tanto odiamos dice mucho más de nosotros
que lo que apreciamos, despotricar es equivalente a varias sesiones de
psicoanálisis. Tal parece que el talento interpretativo de Martina se
vuelve válvula de escape para ese grupo de colegas, que no pueden darse el lujo
de proyectar sus placeres culposos: de la ortodoxia de la música clásica y las
matemáticas al desfogue del new age y los temas televisivos que ella
interpreta de manera magistral en el piano.
Respecto a “Un gorila responde”, hay
otra relación de complicidad; en este caso, entre el narrador y un gorila. Si
el talento non de una joven virtuosa es vehículo para la catarsis de una caterva
de locos ungidos a los números, en el gorila, en cambio, hallamos en mutuo acuerdo
el descontento hacia el mundo presente. El
gorila detesta a los hombres de baja estatura. En realidad, detesta todo lo que
se mueve y es un tanto más bajo que él. De ser un anciano, por la calle golpearía
con su bastón a los diminutos, golpearía a todos los cortos de estatura sin
importar que sean niños, ancianos y chaparros. Al poco tiempo de entrar al
zoológico, le lanzó una piedra a un niño, lo descalabró.
¿Y qué decir de la niña
protagonista de “Cómo piensan las piedras”, que hace de las palabras sus
compañeras de viaje? Yo sé que las rimas
son como los finales felices de las palabras porque las letras se abrazan, pero
también sé que un cuento es un invento porque no es verdad que todos los
cuentos terminan felices para siempre porque además sé que nada es para siempre.
Ante los altibajos de su madre en cuanto a sus relaciones de pareja, a esta niña
sólo le queda el refugio y la complicidad de las palabras (con las que renombra
a los personajes que la rodean: las Otras rimas, el Libro Aburrido, los Libros
divertidos, el Señor Periódico -¿por chismoso?-, el Señor Policia), para que al
final del día se sepa consciente de que, en la vida como en la ficción (la que le
cuenta su mamá cuando miran hacia las estrellas, o la que el policía procura en
su intento de responder a sus preguntas), no hay finales felices. (En
ocasiones, no dejamos de sentirnos como ella, pero aun así nos agrada contar
historias, con todo y que la realidad nos termine llevando la contraria.)
En suma, ¿dónde radica la
importancia de Cómo piensan las piedras?
En dar cuenta de algunas historias que ocurren (o que podrían suceder, nunca se
sabe) más allá de la página escrita, pero persistentes en el empeño de
contarse, como las piedras que aparecen a lo largo del libro: desde la piedra angular
hasta la más modesta rocalla (y sin excluir al engorroso cálculo renal), una historia
bien contada siempre se agradece por cuenta del tiempo, presta para
leerse y/o contarse las veces que se vuelva necesario.
Para quien ha seguido con suma
fidelidad la obra narrativa de Brenda Lozano, las sorpresas están a la orden
del día, y a medida que se avanza en su lectura, se confirma a cabalidad una consumada
maestría en el oficio de narrar, y ante ello, sea novela o cuento (y hasta en un
relato de largo aliento), toda historia bien contada, sin importar su
procedencia o importancia, siempre es digna del mayor reconocimiento, y, por consiguiente,
de merecida y atenta lectura, cualidades de una pluma con miras a volverse
clásica y de referencia obligada.
Quede aquí la propuesta. (De
verdad.)
Brenda
Lozano. Cómo piensan las piedras. México,
Alfaguara, 2017 (Narrativa hispánica).
(11/noviembre/2020)
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