miércoles, 28 de octubre de 2020

Facetas del espejo

Ulises Velázquez Gil 

Una greguería de Ramón Gómez de la Serna dice de la siguiente manera: “El espejo no nos repite; el espejo nos juzga”. Al momento de hacer un balance de la obra de toda una vida (al menos, en literatura), es preciso echar una mirada hacia el sendero recorrido y ver los pasos dados hasta ese momento, donde, al seleccionar los trabajos más representativos de esa época, algo de nuestra imagen ha cambiado frente al espejo. (Un aprendizaje recibido, a final de cuentas.)

            En el empeño de balancear los cuentos y las crónicas escritas a lo largo de treinta años, Juan Villoro nos entrega Espejo retrovisor, suerte de retrospectiva de su quehacer de escritura, donde las historias no dejan de salirle al encuentro: nueve cuentos (ordenados del más joven al más viejo) y diez crónicas, que evidencian su paso por ambos géneros: [esta antología] no proviene de una detenida relectura, sino de algo que me parece más válido y honesto desde la perspectiva del autor: el recuerdo de mis historias. No busqué los “mejores” textos sino los más próximos a mi memoria, los que, por razones insondables y acaso sólo válidas para estos días, regresan a mi mente con mayor intensidad.

            Salvo los cuentos de su primer libro, La noche navegable, Juan Villoro partió de su segundo libro, Albercas, para esa retrospectiva en el cuento. Sin embargo, el orden cronológico es, a diferencia de otras compilaciones, inverso, donde los últimos cuentos son los de mayor antigüedad, y, por otro lado, los que abrían la selección, de factura reciente, como si las inquietudes adolescentes de “Pegaso de neón” y el texto que da nombre a la compilación, se trastocan con las historias de mayor madurez -en su historia como en sus personajes-, como “Confianza” y “Forward>>Tokio”, mientras que la parte intermedia se compone por textos procedentes de Los culpables y La casa pierde; este último, con un mayor dominio del oficio cuentístico. […] Guiado por los favores de la memoria, este libro muestra lo que quedó atrás; pero la literatura es una ilusión de cercanía, donde lo lejano se aproxima de acuerdo con el lema de los espejos retrovisores: “Los objetos están más cerca de lo que aparentan”.

Bajo este lema, los cuentos que más se acercan a ese empeño son, precisamente, los provenientes de La casa pierde: “Campeón ligero” (de resonancias cortazarianas, por aquello de que el cuento gana por nocaut, es decir, con su eficacia en la narración), “Coyote” y “Corrección”, donde Villoro hace un retrato de un escritor vuelto corrector de estilo por obra y gracia del colega que narra la historia. No deja de intrigarme la cruel inversión de nuestros destinos: yo debería ser el relator de sus proezas, el albacea de sus papeles dispersos, su intercesor ante el mundo, la sombra que rindiera testimonio de su estatura; en cambio, es él quien dispone de estas páginas y se convierte en mi custodio. (Paréntesis aparte: tal parece que en la última línea de ese fragmento se podría resumir el espíritu de la presente antología.)

Por el apartado de crónicas, Villoro no deja de encontrarle a los sucesos del tiempo reciente algún grado de desconcierto, pero también de sorpresa, como si en la propia realidad las historias por contar sobrepasan los linderos de la ficción. En “Mi padre, el cartaginés”, se ocupa de la figura de su padre, el filósofo Luis Villoro, de quien busca recrear su vida (como persona de orígenes extraterritoriales), que halló en el pensamiento de los pueblos originarios a su mitad perdida. Gracias a sus incursiones filosóficas, lo indígena se presentó como un desfase estimulante, una oportunidad para comprender en forma crítica el entorno. Si pudo ser cartaginés en Bélgica, a través de sus lecturas se dispuso a ser algo más raro: mexicano.

Uno de los intereses de don Luis que permeó en el ser y hacer de su hijo, fue el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), al que Juan Villoro dedicó sendas crónicas: “Los convidados de agosto” (título de clara referencia a Rosario Castellanos, también interesada en los pueblos originarios desde la trinchera de la novela) y “Un mundo (muy) raro”, donde con mirada periscópica da testimonio de aquellos sucesos.

El temor endémico -y mexicano- a los terremotos es la materia prima de “El sabor de la muerte”, donde se hace la crónica del sismo que asoló a la ciudad de Santiago de Chile; punto de partida para sus reflexiones en torno a la rutina de un mexicano ante un suceso similar. Los mexicanos tenemos un sismógrafo en el alma, al menos los que sobrevivimos al terremoto de 1985 en el Distrito Federal. […] En la mente de los mexicanos se combinaban el temor atávico a los terremotos y la convicción de que los edificios están mal construidos. […] Los terremotos son inspectores de la honestidad arquitectónica. […] Los terremotos representan un striptease moral. Lo peor y lo mejor salen a la luz.

 Además de los sucesos y de las figuras que le dieron brújula e itinerario, Juan Villoro también se ocupa de otras igual de importantes en las crónicas reunidas en Espejo retrovisor: el asombro de un escritor perseguido en su paso por México en “Rushdie en Tequila”, la franqueza de un gran artista frente a su legión de fans patente en “Supongamos que no existen los Rolling Stones…”, o en la inteligencia destellante de Harold Bloom en “El rey duerme”.

En toda antología, como en la vida misma, la crónica y el cuento (la realidad y la ficción) se trastocan en un solo punto, y esto ocurre con “Arenas de Japón” y en el ya mencionado “Forward>>Tokio”. Mientras en el cuento es un destino probable para sus personajes, para el Villoro cronista, lo único improbable reside en la manera cómo se conducen los japoneses, al grado que hasta la canción del grupo Mecano parecería un documental. A falta de credenciales, me presenté a partir de los vínculos de mi familia con la televisión japonesa. Crecí viendo Astroboy, mi esposa creyó ser Señorita Cometa, mi hijo perteneció a la tribu de los Pokémon y mi hija al reino de Doraemon. Fue como enlistar signos del Zodiaco. Mis parientes se volvieron comprensibles. El método resultó eficaz. A fin de cuentas, ¿qué es un extranjero si no una caricatura?

Un tema que no puede escaparse del escrutinio antológico de Juan Villoro, es el futbol, tema (mejor dicho, pasión) que ha dado para muchos textos, desde un libro al alimón con el argentino Martín Caparrós, hasta su volumen canónico Los once de la tribu, donde se reafirma a cada línea la presencia en su vida del llamado “juego del hombre”. Cada equipo es, a su manera, el mejor del mundo (sobre todo si se trata del Necaxa). Enemigos del sentido común, los fanáticos son los únicos espectadores tolerables en un juego sin medios tonos. “Cuando sales a la cancha, ya no existe el color rosita”, ha dicho Ángel Fernández, inmejorable Góngora de la fanaticada. Y rematar de la siguiente forma, lapidaria como todo lo suyo: Cuando los héroes numerados salen a la cancha, lo que está en juego ya no es un deporte. Alineados en el círculo central, los elegidos saludan a su gente. Sólo entonces se comprende la fascinación atávica del futbol. Son los nuestros. Los once de la tribu.  

En suma, a lo largo de Espejo retrovisor sí se cumple a cabalidad aquella greguería mencionada al principio de estas líneas, donde tan válido es repetirse como juzgarse; formas del espejo que permiten la autocrítica, vuelta florilegio de crónicas y de cuentos. En la bibliografía de Juan Villoro, sólo se cuentan (hasta el momento) con dos antologías de su obra, La alcoba dormida (centrada en el cuento) y la que hoy nos ocupa, con la cual es de esperarse un nuevo lector de sus obras, o quizás un visitante muy asiduo, en espera de nuevas maravillas sólo reservadas al placer de la relectura.  

Quede en ustedes, dedicados lectores, encontrarse en ese espejo de historias. (Así sea.)   

Juan Villoro. Espejo retrovisor. México, Seix Barral, 2013 (Biblioteca Breve).  


(14/octubre/2020)

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