Ulises
Velázquez Gil
Entre
las notas que Albert Camus hizo para El primer hombre, encontramos la
siguiente: “Habría que vivir como espectador de la propia vida. Para añadirle
el suelo que le diera conclusión. Pero uno vive, y los otros sueñan tu vida”.
Como recordar es un arte difícil, es preciso echar mano tanto de los
propios recuerdos como de los sucesos y figuras que nos rodearon en varios momentos
de la vida.
Luego de una enorme trayectoria artística,
Miguel Bosé hace un corte de caja de una vida vivida al máximo y nos ofrece, en
El hijo del Capitán Trueno, su particular recuento, donde relucen tanto
sus orígenes familiares como algunas figuras señeras del arte y del espectáculo
que le ayudaron a buscar su vocación y un camino que, con todo y el impasse
de hoy día, todavía le restan muchas cosas por hacer.
A lo largo de casi
quinientas páginas, nos adentramos en los primeros 25 años de vida del
cantante, desde su particular nacimiento en tierras extranjeras, siendo hijo de
un matrimonio también extranjero: el torero español Luis Miguel Dominguín y la gran
actriz italiana Lucia Bosé, de quien abrevó la sensibilidad para el arte y la
creación, campos diametralmente opuestos a la bravura y el arrojo del figura fue
Dominguín.
El primer capítulo, a diferencia de una biografía
convencional, no inicia con el nacimiento del biografiado, sino con una confrontación
entre dos fuerzas de la naturaleza, es decir, sus padres, y del cómo dicha
confrontación desataría -para bien, para mal- los sucesos que le darían vida y
destino al intérprete de futuros éxitos como “Creo en ti”, “Sevilla” o “Aire soy”.
Aún con esos vientos en contra, persiste un buen recuerdo: Por favor, que alguien me lo atesore siempre en la memoria, porque
aquel era el éxtasis más absoluto, el más seguro de todos los refugios que tuve
jamás. Aquel del que nunca hubiese querido irme.
Mientras sus padres se afanan en hacer y deshacer
(“nunca hacer por hacer”, como diría una canción suya), al pequeño Miguel y a sus
hermanas Lucia y Paola les llega una presencia fantástica, firme de obras pero
grata de intenciones, que con el tiempo se volvió indispensable dentro de la
familia González Bosé: Remedios de la Torre Morales, la victoriosa, oteaba
los campos que poco a poco iban siendo devorados por las hoces […] Sabía
quién tenía mejor brazo con la horca o mejor lomo para el fajado, y reconocería
a cada quien en sus voces y cantos aunque se viesen diminutos. Ésa era su vida,
pensaba masticando, la que siempre imaginó, la mejor del mundo, la más libre, a
la que volvería. La que le correspondía por ley a la más pequeña de las
hermanas y cuarta de cinco. Sin embargo, otras fueron sus faenas, porque al
volverse La Tata de aquellos niños, hizo frente a sucesos adversos, así
también les hizo más llevadera la vida, endulzársela un poco más de la cuenta. A
medida que sabemos más de la tata Remedios, a ratos se cae en la cuenta
de que merecería una novela propia, porque sus tareas de cada día tuvieron
alcances épicos, acompañando a los chicos y a la propia Lucia Bosé.
Si por el lado de las mujeres, la Tata fue predominante
en la formación del futuro cantante, bailarín y actor, digno es mencionar al
pintor Pablo Picasso, a quien Bosé le dedica el octavo capítulo de El hijo
del Capitán Trueno, que, dicho sea de paso, bien merecería su propia vida,
con lomo y tapas. En dicho capítulo, da cuenta de su encuentro con ese coloso
del arte contemporáneo, quien sostuvo toda la vida llegar a pintar como un
niño; visto así, conocerlo le confirmó ese postulado. Para Miguelito, Pablo
lo era todo y para Pablo, Miguelito era su pasión privada, su retorno a la infancia.
Se olieron y de inmediato se reconocieron. A lo largo de los años fueron
construyendo un mundo no apto para los que se empeñaban en crecer, divertido y pícaro.
Las amistades, como los grandes maestros, se
heredan a fuerza de conquista, es decir, en acercarse a ellos y compartir,
además del tiempo presente, las enseñanzas que logran darnos; con todo y que
Picasso respetaba el temple de Dominguín (recordemos sus dibujos de tema
taurófilo) y se prendía de la belleza el charme de Lucia Bosé, con
Miguelito la conquista se dio por obra de la creación, de leer el mundo de otra
forma, donde los límites sólo eran los de la imaginación, campo donde ambos
llevaban franca ventaja. […] Cuando los niños crecemos y pensamos en
las personas que formaron parte del entorno de nuestra infancia, las dividimos
en dos: las que pasaban tiempo jugando con nosotros y las que no. A las
primeras las recordamos con mucho cariño y a las otras con antipatía. Así de
simple. Y lo que abundaba durante las visitas de los chicos Bosé -y la
Tata, secretamente admirada por el pintor- eran muchos juegos, incluso los
realizados con pintura y papel, aunque a la esposa (y dealer) de Picasso
viera en ello nulo valor comercial.
Diametralmente opuesto en extensión, mas no en
grato recuerdo, está el capítulo que Bosé le dedica al Dr. Manuel Tamames, figura
“paterna”, casi abuelo, para él y sus hermanas; amigo a su vez del diestro y
admirador (por no decir eterno enamorado) de la gran actriz, procuraba buenos
acuerdos entre ambos y, a su vez, prodigaba cariño y grata estima a esos niños
cuyo insólito destino era ser hijos de sus padres (permítaseme aquí la
redundancia). Siempre del lado del más débil, se volcó con mi madre, una
mujer extranjera socialmente lapidada, con tres hijos a su cargo, y
probablemente sin futuro. Consideró que mi padre había actuado como un cobarde,
sin el más mínimo honor ni hombría, y para él estaba muerto, aunque nunca le perdió
su admiración en los ruedos. […] Manolo, don Manuel, el doctor Tamames y
otros motes, fueron esa armada de ángeles de la guarda que en mi infancia
marcaron la diferencia en el dar ejemplo y en la mejor calidad de cariño y
afecto.
El hijo del Capitán Trueno nos hace
no sólo espectadores de una vida (la de quien pensábamos ya saberlo todo, desde
las revistas del corazón hasta los trending topic de años recientes),
sino de una época en busca de sentido (pues la España que él recuerda seguía
siendo la misma con Franco en El Pardo y los “grises” por las calles). Sin embargo,
la avidez por hallar una identidad propia se consumó más allá de las fronteras,
y de ello, da cuenta “Londres 73”, cuya travesía marcó un antes y un después en
su carrera, donde tampoco le faltaron presencias necesarias en sus postreras búsquedas.
(Mencionarlas todas es pecar de exageración -al menos, para estas líneas.)
Para el lector estándar de memorias y
autobiografías, este volumen destella, de principio a fin, intensidad e inmensidad:
de recuerdos escritos con una prosa fluida y de amor al detalle, de sucesos y
figuras de alcances épicos más allá del recuerdo. Al igual que Leonard Cohen,
Bob Dylan y su compatriota Santi Balmes (vocalista de Love of Lesbian), Bosé toma
la pluma para compartirnos algo más de ese genio y figura apenas vislumbrados
en sus canciones; al final del día, sigue el mismo destino que todo memorialista
que se precie de serlo, resumido en sus propias palabras: Los recuerdos que
son abordados, al principio, están rodeados de niebla, y penetrar en ellos es
tarea delicada. Ninguno se resiste completamente en realidad, si quieres hablar
de ellos. Pero, sí, todos quieren ser contados de la manera más ocurrente. […]
Muchos de ellos, hechos para ser recordados sólo una vez, se desvanecen al ser
escritos […].
Quede en ustedes, navegantes de la lectura, embarcarse en esta nave a prueba de tiempo, pero llena de gratos instantes. (¡Buen viaje!)
Miguel Bosé.
El hijo del Capitán Trueno. México, Espasa,
2021.
(18/julio/2022)
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