miércoles, 6 de noviembre de 2013

A salto de gato

Ulises Velázquez Gil

Detrás de cada hombre hay una gran mujer y detrás de cada gran mujer hay un gran gato. Esta frase de Helena Paz, empleada como epígrafe de Andamos  huyendo Lola, escrita por su madre Elena Garro, resume, además de una franca verdad, una fe de vida; tanto los gatos como las letras tienen una cosa en común: son partícipes fundamentales en el proceso de la creación, sin importar a qué se dedique el creador en ciernes o un consumado maestro, aunque, en ambos casos, esto suele verse de manera relativa.
Una joven ensayista de largo aliento, Paola Velasco, empeñada en descubrir el engranaje de la relación entre los gatos y el arte (entiéndase letras, pintura, música, etc.), nos presenta cinco ensayos como resultado de su intentona en aquella empresa, agrupados bajo el título Las huellas del gato. (Antes de entrar en materia, la autora nos dice que su interés por el felino no obedece a una perspectiva zoológica, es decir, en los tipos de razas, fisiología y, a ratos, hasta su etología; más bien lo hace en el sentido de responderse aquellas dudas en torno al animalito de marras.)
Al contrario de lo que pudiera pensarse, la presencia del gato en el arte no es inusitada. De hecho, pocos animales han conseguido excitar tanto la imaginación del hombre como este felino, desde el instante en que comenzó a figurar en la historia de la humanidad. Dicho en otras palabras, “y en el Principio, fue el Gato…” En “Los gatos y la imaginación”, Paola Velasco nos introduce en el universo del felino, y la perspectiva que de él se tuvo a lo largo de la historia; de la diosa Bastet, adorada por los egipcios, pasando por su persecución en la Edad Media y hasta la legendaria matanza felina consignada por Robert Darnton, el gato ha influido en sobremanera en el quehacer sucedáneo del hombre. Inclusive, en el ámbito religioso, el gato pasa del culto a la persecución en un solo chasquido de dedos; con tal de desaparecer las creencias paganas de antiguos habitantes, era preciso que la alta jerarquía eclesiástica tomara a dicho animalito como su “chivo expiatorio”, en quien sobreponer todas las desdichas de la humanidad, llámense brujas de Salem o gatos de color negro. Sin embargo, el tiempo acabó por reivindicarlos: sus acérrimos enemigos, los roedores, se convirtieron en portadores de enfermedades, y la presencia del gato para su exterminio fue toral para su cumplimiento. En pocas palabras, el felino en cuestión sufrió un diacrónico cambio de significado. (Al Infierno y de vuelta, como quien dice…)
Infancia es destino, reza el sobrevaluado adagio. Y si el destino forja la presencia de un animal o mascota, dicho adagio aún puede justificarse. “Balthus, un trazo de siete vidas”, además de acercarnos a la obra pictórica de tan singular artista, Paola Velasco se sumerge en sus entrañas creativas cuando pondera y justiprecia la aparición de un gato desvalido en su plena infancia, y del como su (definitiva) ausencia motivó en el joven Balthasar Klossowski su transformación en el genio llamado Balthus. Así como un proverbio judío dice que el hombre nunca se consolará de haber perdido a la mujer de su juventud, podríamos decir también que igualmente sucede algo parecido con la mascota de la infancia; en aras de buscar esa consolación (o la idea que de ésta se tiene), se plasma, ya sea en una hoja en blanco, en una partitura o en un lienzo virgen, esa intentona: “a un mundo dominado por el impulso de la muerte, Balthus opuso siempre la creación. La pérdida de Mitsou lo obligó desde niño a decidir el signo de su vida. Ante él extendíanse dos caminos. Ambos implicaban y reconocían el horror de la tragedia humana. En ninguno se descartaba el dolor o lo transitorio de la vida […] Ninguno le devolvería el hogar ni remediaría su condición de exiliado. De pilón, cabe decir la autora acertó por completo desde el nombre del ensayo, aludiendo a las vidas que lleva consigo el singular animalito, éste inyectó en Balthus algo más que un destino. (Por lo menos, ésa sería mi idea… ¿quizás?)
Cuando escucho la palabra persistencia, de botepronto pienso en Salvador Dalí y en sus relojes blandos, pero no erraría del todo si aplicara esa misma palabra al protagonista del libro, y si a esto le sumamos el genio y la vitalidad creativa de varios escritores, estaremos preparados para leer tanto “Felina inmortal” como “Juan García Ponce: el ojo del gato”. Para el primer escenario, la autora nos dice: Fundados más allá de lo que el tiempo alcanza a atestiguar, los grandes mitos vuelven buscando otorgarle una dimensión universal a la literatura: persisten. Y una de las formas de la persistencia es la inmortalidad, tópico que haya en el gato a su más digno representante; y esto nada tiene que ver como lo divino o lo espiritual, sino más bien se debe a una cuestión de supervivencia. Eso sí, la literatura, en efecto, sí nos asegura que los gatos tienen siete vidas, hasta nueve, si la fe concede dicha licencia. El gato negro de Edgar Allan Poe, que produce siempre horror, se hermana, por ejemplo, con la enigmática felina del cuento “El lado de la sombra” de Adolfo Bioy Casares. En ambos, “ser inmortal no es otra cosa que el terror de un anhelo. […] La inmortalidad horroriza, sí. Embelesa también”. Y para cerrar el elenco, otra alurófila eminente, Elena Garro, entra en escena para presentarnos su perspectiva; perseguida en su propio país, y ante el artero asesinato de tres de sus gatos, Elena Garro decide enviar a los demás hacia Argentina, donde sufrieron un destino igual de infausto que el asesinato: la castración y el abandono. (Desde luego, Bioy tuvo su versión y la esposa de éste, Silvina Ocampo, también; aún así, los gatos nunca volvieron.) En ambos casos, la inmortalidad felina es, si se me permite decirlo, una prístina opción para adueñarse de otra inmortal presencia, vuelta mujer al paso del tiempo.
En “Juan García Ponce: el ojo del gato”, el asunto anterior no está tan alejado del todo, puesto que emplea su mirada para interactuar con los seres a quienes observa, para así intervenir sabiamente en su juego de seducción. Cabe mencionar que el propio García Ponce, a través de la acuciosa lectura de la célebre trilogía de Pierre Klossowski, se replanteó a sí mismo la visión que hasta entonces tenía del erotismo (que leyó, tradujo y explicó para entenderse aún más), con miras a un juego más allá de lo visual. Un juego donde los ojos del gato –y el propio animal, por consiguiente– nos deparan una sorpresa. ¿Ya lo adivinaron? Pues sí, se trata, ni más ni menos, de un voyeur, partícipe del ritual erótico de los protagonistas del cuento-novela-episodio “El gato”, pero también un observador tentado al ménage-à-trois. En suma, el gato representa mucho más: es la mirada y la presencia de los otros, del espectador o el lector que asiste a la exposición de la obra de arte que representa la mujer. Su participación completa la unión de la pareja. Satisface la necesidad que él tiene de compartirla, de divulgarla, y de ella de ser compartida, divulgada.
Cuando Milan Kundera confeccionaba sus “Ochenta y nueve palabras”, una mala noticia orilló a incluir en su “diccionario” una relacionada con su colega y amigo Octavio Paz. En lugar de hacer esto con una persona, como se supone la mayoría de las veces, Paola Velasco dedica su “Réquiem por un gato (Adagio dolente)” a Mina von Barnhelm, la bellísima y cordial gata que la acompañó durante mucho tiempo, entre libros y remembranzas, entre gatunas y literarias, y de quien rescata su afición musical por Wolfgang Amadeus Mozart, sin olvidarse del gran Johann Sebastian Bach: primero en tiempo, primero en derecho. Tan fuerte es el recuerdo de su mascota finada, que la autora se sumerge profundamente en las cualidades felinas de la obra mozartiana. (Si Vicente Quirarte recurrió a Saraband de Georg Friedrich Händel para que unos perros amarillos acompañaran a su hermano en el último viaje, no dudaría ni un ápice que Paola hiciera lo propio con su querida Mina.)
En pocas palabras, Las huellas del gato es un interesante recorrido, a salto de gato, por una historia llena de pasiones por la vida -con todo y sus sorpresas-, y de fidelidades al tiempo que nunca deja de sorprendernos. Además, cabe decir que este primer libro de Paola Velasco es sólo el glorioso principio de una obra que se antoja persistente, inusitada y, por supuesto, original. Y mientras llega a nuestras manos su Veredas para un centauro (obra que confirmará su innegable maestría ensayística), desde ahora cuenta con un señero y merecido lugar en la República de las Letras, digna de leerse con fruición y franqueza, porque, como solía decir Alfonso Reyes, “todo lo sabemos entre todos”, y si de noche todos los gatos son pardos, siempre habrá alguno que nos deje una huella inolvidable. (Así sea.)

Paola Velasco. Las huellas del gato. Ensayos obre arte y literatura. México, CONACULTA, 2006. (Tierra Adentro, 319)

(5/marzo/2012)

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