Ulises Velázquez Gil
Detrás de cada hombre hay una gran mujer
y detrás de cada gran mujer hay un gran gato. Esta frase de Helena Paz, empleada como epígrafe de Andamos huyendo Lola,
escrita por su madre Elena Garro, resume, además de una franca verdad, una fe
de vida; tanto los gatos como las letras tienen una cosa en común: son
partícipes fundamentales en el proceso de la creación, sin importar a qué se
dedique el creador en ciernes o un consumado maestro, aunque, en ambos casos,
esto suele verse de manera relativa.
Una joven ensayista de largo
aliento, Paola Velasco, empeñada en descubrir el engranaje de la relación entre
los gatos y el arte (entiéndase letras, pintura, música, etc.), nos presenta
cinco ensayos como resultado de su intentona en aquella empresa, agrupados bajo
el título Las huellas del gato.
(Antes de entrar en materia, la autora nos dice que su interés por el felino no
obedece a una perspectiva zoológica, es decir, en los tipos de razas,
fisiología y, a ratos, hasta su etología; más bien lo hace en el sentido de
responderse aquellas dudas en torno al animalito de marras.)
Al contrario de lo que
pudiera pensarse, la presencia del gato en el arte no es inusitada. De hecho,
pocos animales han conseguido excitar tanto la imaginación del hombre como este
felino, desde el instante en que comenzó a figurar en la historia de la
humanidad. Dicho en
otras palabras, “y en el Principio, fue el Gato…” En “Los gatos y la
imaginación”, Paola Velasco nos introduce en el universo del felino, y la
perspectiva que de él se tuvo a lo largo de la historia; de la diosa Bastet,
adorada por los egipcios, pasando por su persecución en la Edad Media y hasta la
legendaria matanza felina consignada por Robert Darnton, el gato ha influido en
sobremanera en el quehacer sucedáneo del hombre. Inclusive, en el ámbito
religioso, el gato pasa del culto a la persecución en un solo chasquido de
dedos; con tal de desaparecer las creencias paganas de antiguos habitantes, era
preciso que la alta jerarquía eclesiástica tomara a dicho animalito como su
“chivo expiatorio”, en quien sobreponer todas las desdichas de la humanidad,
llámense brujas de Salem o gatos de color negro. Sin embargo, el tiempo acabó
por reivindicarlos: sus acérrimos enemigos, los roedores, se convirtieron en
portadores de enfermedades, y la presencia del gato para su exterminio fue
toral para su cumplimiento. En pocas palabras, el felino en cuestión sufrió un
diacrónico cambio de significado. (Al Infierno y de vuelta, como quien dice…)
Infancia es destino, reza el sobrevaluado adagio. Y si el
destino forja la presencia de un animal o mascota, dicho adagio aún puede
justificarse. “Balthus, un trazo de siete vidas”, además de acercarnos a la
obra pictórica de tan singular artista, Paola Velasco se sumerge en sus
entrañas creativas cuando pondera y justiprecia la aparición de un gato
desvalido en su plena infancia, y del como su (definitiva) ausencia motivó en
el joven Balthasar Klossowski su transformación en el genio llamado Balthus.
Así como un proverbio judío dice que el hombre nunca se consolará de haber
perdido a la mujer de su juventud, podríamos decir también que igualmente
sucede algo parecido con la mascota de la infancia; en aras de buscar esa
consolación (o la idea que de ésta se tiene), se plasma, ya sea en una hoja en
blanco, en una partitura o en un lienzo virgen, esa intentona: “a un mundo dominado por el impulso de la
muerte, Balthus opuso siempre la creación. La pérdida de Mitsou lo obligó desde
niño a decidir el signo de su vida. Ante él extendíanse dos caminos. Ambos
implicaban y reconocían el horror de la tragedia humana. En ninguno se
descartaba el dolor o lo transitorio de la vida […] Ninguno le devolvería el hogar ni
remediaría su condición de exiliado. De pilón, cabe decir la autora
acertó por completo desde el nombre del ensayo, aludiendo a las vidas que lleva
consigo el singular animalito, éste inyectó en Balthus algo más que un destino.
(Por lo menos, ésa sería mi idea… ¿quizás?)
Cuando escucho la palabra persistencia, de botepronto
pienso en Salvador Dalí y en sus relojes blandos, pero no erraría del todo si
aplicara esa misma palabra al protagonista del libro, y si a esto le sumamos el
genio y la vitalidad creativa de varios escritores, estaremos preparados para
leer tanto “Felina inmortal” como “Juan García Ponce: el ojo del gato”. Para el
primer escenario, la autora nos dice: Fundados
más allá de lo que el tiempo alcanza a atestiguar, los grandes mitos vuelven
buscando otorgarle una dimensión universal a la literatura: persisten.
Y una de las formas de la persistencia es la inmortalidad, tópico que haya en
el gato a su más digno representante; y esto nada tiene que ver como lo divino
o lo espiritual, sino más bien se debe a una cuestión de supervivencia. Eso sí,
la literatura, en efecto, sí nos asegura que los gatos tienen siete vidas,
hasta nueve, si la fe concede dicha licencia. El gato negro de Edgar Allan Poe,
que produce siempre horror, se hermana, por ejemplo, con la enigmática felina
del cuento “El lado de la sombra” de Adolfo Bioy Casares. En ambos, “ser
inmortal no es otra cosa que el terror de un anhelo. […] La inmortalidad
horroriza, sí. Embelesa también”. Y para cerrar el elenco, otra alurófila
eminente, Elena Garro, entra en escena para presentarnos su perspectiva; perseguida
en su propio país, y ante el artero asesinato de tres de sus gatos, Elena Garro
decide enviar a los demás hacia Argentina, donde sufrieron un destino igual de
infausto que el asesinato: la castración y el abandono. (Desde luego, Bioy tuvo
su versión y la esposa de éste, Silvina Ocampo, también; aún así, los gatos
nunca volvieron.) En ambos casos, la inmortalidad felina es, si se me permite
decirlo, una prístina opción para adueñarse de otra inmortal presencia, vuelta
mujer al paso del tiempo.
En “Juan García Ponce: el ojo
del gato”, el asunto anterior no está tan alejado del todo, puesto que emplea
su mirada para interactuar con los seres a quienes observa, para así intervenir
sabiamente en su juego de seducción. Cabe mencionar que el propio García Ponce,
a través de la acuciosa lectura de la célebre trilogía de Pierre Klossowski, se
replanteó a sí mismo la visión que hasta entonces tenía del erotismo (que leyó,
tradujo y explicó para entenderse
aún más), con miras a un juego más allá de lo visual. Un juego donde los ojos
del gato –y el propio animal, por consiguiente– nos deparan una sorpresa. ¿Ya
lo adivinaron? Pues sí, se trata, ni más ni menos, de un voyeur, partícipe del ritual
erótico de los protagonistas del cuento-novela-episodio “El gato”, pero también
un observador tentado al ménage-à-trois.
En suma, el gato representa
mucho más: es la mirada y la presencia de los otros, del espectador o el lector
que asiste a la exposición de la obra de arte que representa la mujer. Su
participación completa la unión de la pareja. Satisface la necesidad que él
tiene de compartirla, de divulgarla, y de ella de ser compartida, divulgada.
Cuando Milan Kundera
confeccionaba sus “Ochenta y nueve palabras”, una mala noticia orilló a incluir
en su “diccionario” una relacionada con su colega y amigo Octavio Paz. En lugar
de hacer esto con una persona, como se supone la mayoría de las veces, Paola
Velasco dedica su “Réquiem por un gato (Adagio
dolente)” a Mina von Barnhelm, la bellísima y cordial gata que la
acompañó durante mucho tiempo, entre libros y remembranzas, entre gatunas y
literarias, y de quien rescata su afición musical por Wolfgang Amadeus Mozart,
sin olvidarse del gran Johann Sebastian Bach: primero en tiempo, primero en
derecho. Tan fuerte es el recuerdo de su mascota finada, que la autora se
sumerge profundamente en las cualidades felinas de la obra mozartiana. (Si
Vicente Quirarte recurrió a Saraband
de Georg Friedrich Händel para que unos perros amarillos acompañaran a su
hermano en el último viaje, no dudaría ni un ápice que Paola hiciera lo propio
con su querida Mina.)
En pocas palabras, Las huellas del gato es un
interesante recorrido, a salto de gato, por una historia llena de pasiones por
la vida -con todo y sus sorpresas-, y de fidelidades al tiempo que nunca deja
de sorprendernos. Además, cabe decir que este primer libro de Paola Velasco es
sólo el glorioso principio de una obra que se antoja persistente, inusitada y,
por supuesto, original. Y mientras llega a nuestras manos su Veredas para un centauro
(obra que confirmará su innegable maestría ensayística), desde ahora cuenta con
un señero y merecido lugar en la
República de las Letras, digna de leerse con fruición y
franqueza, porque, como solía decir Alfonso Reyes, “todo lo sabemos entre
todos”, y si de noche todos los gatos son pardos, siempre habrá alguno que nos
deje una huella inolvidable. (Así sea.)
Paola Velasco. Las huellas del gato. Ensayos obre arte y
literatura. México, CONACULTA, 2006. (Tierra Adentro, 319)
(5/marzo/2012)
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