Ulises Velázquez Gil
Hace poco, un desconcertado lector se quedó de a seis cuando vio en una
entrega anterior de esta columna las palabras “sin mancha”, refiriéndose al ser
y hacer del autor en turno; sin
embargo, me permito rescatar algo de su extrañamiento: no hay individuo que no
carezca de virtudes ni defectos, puesto que cada quien cuenta con sus propios
claroscuros, donde una personalidad se vuelve más que interesante y susceptible
de admirarse por entero, u odiarse a ultranza. (Ante esa disyuntiva, queda
mejor significarse que justificarse. Qué remedio.)
En el panorama cultural de
México en el siglo XX, la figura de Octavio Paz (1914-1998) abunda tanto en
simpatías como en contrariedades. Para unos, crítico acérrimo, y, para otros,
más convenenciero que convincente, nunca cesan las polémicas en torno suyo, y
no es para menos, dados los alcances de su presencia toral en la literatura
mexicana; ante esa dualidad, Armando
González Torres se permite ponernos en claro los pasos de un sendero
intelectual que, según el vaivén de su tiempo, o de sus intereses particulares,
contribuyó significativamente a la formación de un hombre de su tiempo, con
todo y sus guerras personales.
En Las
guerras culturales de Octavio Paz,
González Torres nos introduce, paso a paso, por la evolución sucesiva de un
escritor que nunca dejó a un lado su pasión por la palabra: sea desde la
creación prístina de la poesía, sea en la trinchera asertiva de la crítica del
tiempo presente. Aquí cabría preguntarse el por qué de su ensayo de largo
aliento, cuya respuesta (o la mera aproximación de ésta) se encierra en las
siguientes conjeturas: Porque fuera del
mausoleo de los elogios o de la fosa común de las diatribas, el Paz público
resulta, a veces, un desconocido. Por un lado, la asimilación y discusión seria
de la obra y la figura pública de Paz se soslayaron frecuentemente una vez que
el escritor se convirtió en un polo del debate ideológico. (De eso se
trata: develar las razones que volvieron de Paz un personaje admirable que
polémico, y como toda disyuntiva tiene un principio, comencemos como debe de
ser.)
El artista-intelectual
analizaba la vida social, postulaba valores generales, proponía modelos de
moral y de conducta y resultaba un punto
de referencia de los deseos y las aspiraciones de la sociedad en su conjunto. Cuando Paz encontró su camino creativo –la poesía, cabe resaltarlo−,
el mundo de su tiempo se debatía entre defender la influencia capitalista de
pátina democrática y la búsqueda de una sociedad equitativa, cuya intentona
nunca pasaba de igualitaria (¿Qué puede hacer un pequeño poeta frente al
gigante de las posturas políticas? Aparentemente, nada. Se supone…)
Entonces, la empresa paciana en los siguientes
cincuenta años […] consistirá en elaborar y representar un
modelo intelectual que permita armonizar la esfera estética con la vida activa;
conjugar la contemplación, la inspiración y la acción; conciliar la escisión
entre el dominio estático, el intelecto y la moral; forjar patria, sin
sacrificar la libertad e independencia del artista.
En una (brevísima) entrevista
concedida al periodista Braulio Peralta, surgió de botepronto una pregunta
obligada: −Desde dónde escribe usted, ¿desde el centro, desde la izquierda,
desde dónde? Y la respuesta de Paz brilla por sí sola: −Desde mi cuarto, desde mi soledad, desde mí mismo. Nunca desde los
otros. La literatura, sobra decirlo, es un oficio de solitario gaviero,
quien al mirar fijamente hacia el horizonte, es el primero que advierte a los
demás de las cosas próximas por venir; lamentablemente, para muchos militantes
políticos y jóvenes de su tiempo, las visiones de ese gaviero sólo anunciaban
un paisaje desolador y pesimista… descarnadamente verdadero, cosa que se
negaron en reconocer los adeptos al sistema socialista, cuyas taras desanimaron
a un entonces joven y apasionado escritor.
Tirios y troyanos, con todo y
sus discrepancias de orden paciano, habrán de reconocer en sus escritos las
siguientes cualidades: interés
anecdótico, argumentación sólida, carácter, gracia estilística y espectáculo, resultado de muchas
lecturas hechas a la par del cambio sucedáneo en el mundo. No contento con
residir en la torre de cristal –como todo poeta que se respete−, pisa el suelo
del diario acontecer y desgaja la realidad, en espera de comprender sus
elementos torales, o de aproximarse en franca lectura.
En la trinchera cultural de
Octavio Paz, 1968 marca un parteaguas en cuanto a su compromiso con la realidad
mundial, y, por ende, refrenda su origen como poeta, portavoz del fuego de cada
día, la palabra: Paz otorga al poeta y al
artista un cometido, a la vez marginal y central, como guía y precursor que
debe ser atendido por las élites modernizadoras y por el pueblo. Con su
renuncia al cargo de Embajador de México en la India, Paz puso un atisbo de
autonomía en un panorama meramente adverso; los jóvenes entusiastas del ’68 vieron en un hombre de la generación
de sus padres a un crítico marginal, pero se desencantaron al ver sus visiones
a futuro de la exagerada defensa de esos ideales, tildándolo de derechista y
hasta de lacayo al régimen.
Con el signo de Cassandra
bajo su cabeza, Octavio Paz recobró energía crítica con dos empresas de
carácter épico e integridad a prueba de todo: la creación de la revista Vuelta en 1976, y la organización del
encuentro internacional denominado La
experiencia de la libertad en 1990. En ambos casos, esos foros de expresión
sirvieron para criticar el “estira y afloja” de la situación internacional, sin
olvidarse de una primordial misión: el compromiso con las palabras. Si seguimos
a González Torres, […] Paz representó,
con todas las virtudes y defectos, la figura de un intelectual omnívoro que
busca las correspondencias entre las artes, las culturas y los saberes; de un
artista que pretende reivindicar la autonomía del arte con respecto a las
consignas ideológicas; de un moralista y reformador social que aspira a ser
árbitro de la polis. (Dentro de esa condición omnívora, para muchos representó
una incomodidad respecto a su proceder en este mundo ancho y ajeno, sin
embargo, nunca se afanó en tener toda la verdad, y la poca que tuvo en sus
manos, la defendió contra viento y marea.)
¿Por qué leer Las guerras culturales de Octavio Paz,
de Armando González Torres? Los adversos a su genio y figura, conocerán de
primera fuente la evolución de un lector de su tiempo, con errores y aciertos,
siempre atento a corregir o confirmar sus perspectivas, “Porque en política
todos nos equivocamos”, según confesara a Braulio Peralta en otra entrevista;
es de sabios reconocerlo al fin, que el tiempo invertido en ello va por nuestra
cuenta. Por otro lado, sus lectores más fieles descubrirán el natural
desarrollo de un hombre de letras abierto a toda manifestación del mundo,
porque, como reza el precepto clásico, Nada
humano me es ajeno. Y si la crítica de índole política es una manera de
hacerlo, nada perderemos con ello.
Después de todo, hay
claroscuros que permiten una imagen más nítida y con este libro (que hoy en día
cumple su primera década de publicación, y a pocos meses de distancia de llegar
al primer centenario de Octavio Paz), Armando González Torres nos invita a
conocer muy a fondo el itinerario intelectual de un hombre comprometido con su
tiempo: maestro de mar y guerra, ante
los embates de un mundo bipolar y olvidadizo. De cualquier manera, queda en
nosotros descubrirlo por cuenta propia. (Y luego ¿el diluvio? o ¿la tempestad?
Seguramente…)
Armando González Torres.
Las guerras culturales de
Octavio Paz. México, Colibrí / Secretaría de Cultura de Puebla, 2002
(Vino Tinto).
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