Ulises Velázquez Gil
Para quienes tenemos el hebdomadario
deber de confeccionar –muchas veces en horas 24− una columna, los temas que se
nos presentan para ello aumentan de interés y se torna algo difícil de elegir
para deleite y comodidad de nuestro lector del siguiente día. (Ahora que los
libros en mi mesa de trabajo se multiplican inexplicablemente, también he
tenido ese mismo predicamento, donde, por fortuna, tengo la última palabra, y
estas líneas tienen a bien comprobarlo.)
Para Jorge F. Hernández esta
empresa es cosa en apariencia fácil, puesto que cada semana trae consigo un
tema de sumo interés que merezca unas cuantas páginas de su parte, y añadirlas
a ese torrente de Agua de azar que
disfrutamos cada jueves en un periódico de circulación nacional. Luego de una
constancia de diez años en el oficio como en el espacio, digno es hacer un alto
el en camino, un corte de caja, o simplemente reunir lo más granado de sus
artículos y darles hogar definitivo en un libro.
Escribo
a ciegas se compone de
127 artículos, bien seleccionados por su colega trasatlántico Antonio Muñoz
Molina (de quien el propio Hernández reunió en Travesías una nutridísima producción periodística), que van de los
temas más nimios hasta el recuerdo familiar, llevando la cuenta del tiempo
presente. Aunque no más que
agua pura –con ganas de ser siempre agua pura− estos textos son breves ensayos,
intentos de crónica, reseñas frustradas y párrafos sueltos que llevan entre
líneas cicatrices y heridas de vida ya pasadas por debajo del puente. En
realidad, son páginas a la mar que fueron leídas por lectores fieles o asiduos
u otros, ocasionales o circunstanciales. (Como aquel que dejara en
la Estación de Atocha el recorte de la columna que nuestro autor dedicara a las
víctimas del atentado perpetrado aquel 11 de marzo de infausta memoria. Un
lector ejemplar, sin duda.)
A la manera de otro eminente
ensayista, Gilbert Keith Chesterton (“El príncipe de la paradoja”), en Escribo a ciegas cualquier objeto que se
lleva dentro de la bolsa merece con justeza unas cuantas líneas, una divagación
o quizás un homenaje, tal es el caso de sus libretas favoritas, “Moleskine”. Una vez abierta la tapa de una nueva
libreta no hay vuelta de hoja: queda toda la vida por delante para llenar sus
páginas. Allí quedarán pensamientos en párrafos cortos y diatribas que se van
desenrollando como un icono de círculos concéntricos; allí sobrevivirán dibujos
acuareleables y mapas de lugares imaginarios, caricaturas de seres invisibles y
todos los juegos de palabras. (Si lo pensamos un poco mejor,
acometer la escritura de una columna, es muy parecido a ese acto de la libreta
nueva, por aquello de esbozar un primer sueño, de remarcar la inusitada
efeméride del corazón, o también, si el espacio nos alcanza, trazar la
nomenclatura posible de una ciudad invisible.)
Como en Signos de admiración –su hermano mayor, literario hasta la
fraternidad−, Jorge F. Hernández sigue aplicando el cioraniano ejercicio de admiración con los
personajes que tuvieron la dicha de enseñarle enormes minucias para sobrellevar
una ardua navegación por las aguas del azar; John Belushi, George Plimpton y
Rapi Diego desde la experiencia vicaria; El Quijote, Charles Dickens y
Chesterton en la virtual; Pepe Balsa y sus padres en la vivencial. (Paréntesis
aparte: ha querido el agua de azar que los textos dedicados a sus padres,
“Gargantilla” y “Madre, memoria”, pudiera yo leerlos uno seguido del otro, como
permitiéndose una lectura uniforme. En otro momento habré de conocer los textos
intermedios, pero ese cariñoso detalle se agradece a todas luces.)
¿Por qué Escribo a ciegas?
Cuando el periódico llega día tras día a millones de lectores, los textos de la
sección editorial y las respectivas columnas del resto de las secciones, el
autor no sabe quién es o será en verdad su lector, por ello “escribe a ciegas”,
como aquel desesperado marinero del submarino Kursk, en lo que sería su último suspiro; pero no para Jorge F.
Hernández, quien escribió para descargo suyo –y de todos sus colegas− lo
siguiente: Uno escribe porque
sabe que alguien podrá leer lo escrito. Sin remitente fijo o con dirección
intencionada, uno escribe para reflejarse en la página y abrir la posibilidad
de que ese reflejo sea el espejo del otro. Al escribir, la callada ceremonia de
ir juntando palabras sólo es escuchada por la propia pluma. Pero al leer, se
recrean los sonidos y uno percibe la voz del escritor, porque escuchamos
nuestra propia voz: el círculo se completa.
En su discurso de ingreso a
la Academia Mexicana de la Lengua, Felipe Garrido insiste en ver los que hay
detrás de cada signo que nos rodea, es decir, en ese afán de leer el mundo, “donde nos
servimos de cuanto la naturaleza, la tradición, el arte, la ciencia y la
tecnología ponen a nuestro alcance”. Esto se cumple a cabalidad con Escribo a ciegas, porque ningún tema se
deja de lado, y ello permite que nuestra lectura del mundo sea más llevadera y,
si se me permite decirlo, hasta sorprendente.
Finalmente, de eso se trata,
de leer a ojos vistas, para que ese mundo de papel periódico, y ese otro donde
la verdad está allá afuera, suscitando muchos oleajes del agua de azar, en cuya
sustancia Jorge F. Hernández es capaz –ahora y siempre− de regalarnos autores
nuevos y una que otra razón para plantarse frente a la computadora y escribir
el mensaje recibido de una zarza ardiente, que –por comodidad o por respeto−
llamamos epifanía. Después de todo, por lectores leales y fraternales no pararemos.
(De verdad.)
Jorge F. Hernández. Escribo a ciegas. Antología de Agua de
Azar 2000-2010. Selección y prólogo de Antonio Muñoz Molina. México,
Trilce / Universidad Autónoma de Nuevo León, 2012. (El Encarguito)
(21/diciembre/2012)
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