Ulises Velázquez Gil
Todo
lo sabemos entre todos,
reza la máxima alfonsina por excelencia, que nos obliga a seguir avanzando en
el aprendizaje de la cultura; concretamente, en la literatura mexicana del
siglo XX. Cuando en ese trayecto nos topamos con un sólido edificio llamado tradición, descubrimos que esa empresa
(el conocimiento), se antoja apasionante que motivacional.
Un personaje atípico llamado
Carlos Monsiváis, fundador de una fuerte tradición citadina llamada crónica,
hace una escala íntima en su (ya de por si) vasta bibliografía para ocuparse de
diez escritores primordiales en las letras mexicanas, que aún suscitan
enconadas polémicas que simpatías aseguradas.
Escribir,
por ejemplo (título de
raigambre nerudiana, para más señas), reúne diez acercamientos en torno a
algunos autores de notoria presencia dentro de la cultura mexicana. (Si al
término de este párrafo, el lector piensa que se trata de un almanaque más, y
con sólo ver a los personajes de marras piensa que no haya más qué decir sobre
ellos, aquí va, entonces, una posible razón para ajustar su perspectiva.)
“Pinta tu aldea y pintarás al
mundo”, solía decir León Tolstoi; para construir una obra propia donde se
consigne el espíritu de su tiempo, digno es nutrirse del conocimiento local
(entiéndase idiosincrasia), pero también de lo producido en otros lares. Para
los diez autores que retrata Monsiváis, asumir una identidad propia englobaba,
colateralmente, encontrar su propia residencia al exterior de sí mismos. A las tradiciones literarias las construyen
simultáneamente las herencias nacionales y las internacionales […]; los autores irrenunciables y los relegados
por los vuelcos de la memoria; las leyes del Mercado, y su juego cada vez más
artero de inclusiones y omisiones; los lectores asiduos y los intermitentes;
los gustos genuinos y las predilecciones volátiles; los temperamentos
intransferibles y las tendencias de época. Ante esta profesión de fe,
figuras como Ramón López Velarde, Alfonso Reyes, Julio Torri, Agustín Yáñez,
José Revueltas, Juan Rulfo, Augusto Monterroso, Rosario Castellanos, Jaime
Sabines y Carlos Fuentes en algún momento de su trayectoria han conocido la
gloria del renombre o el infierno de la omisión (o ambas, si se quiere ver
así). En su formación como gente de letras, de alguna manera se empaparon de
los entornos local y lejano, hasta llegar al punto de superar toda
clasificación existente y crearse una propia: llamémosle género, literatura,
lugar común o tradición.
Para un joven abogado llegado
de la provincia, recrear su paraíso zacatecano, impregnado de religiosidad y
colorido, mediante la poesía, nos ayudó a reconocer una patria equidistante del
tiempo, aún resonante en las ediciones críticas de su obra como en el ornamento
popular del habla diaria. Aquel abogado y poeta llamado Ramón López Velarde
(pese a su fugaz existencia terrenal) instauró una tradición de cantarle a la
querencia propia, volviéndose lugar común de manuales para declamador y hasta
del playlist de una sinfonola o un iPad. (López Velarde, una adicción perdurable de los lectores de varias
generaciones.)
En esa búsqueda de lo
universal sin olvidarse de lo nacional, Alfonso Reyes toma partido a favor de
la literatura y se empeña en defender la redención por la letra escrita, a pesar
de que las circunstancias se escribieran con pólvora quemada o adhiriéndose a
regímenes funestos, tales los destinos de su padre y su hermano,
respectivamente. Y en esa disyuntiva, contar con la tutela y el compañerismo de
Pedro Henríquez Ureña, lo insta a seguir en su trinchera de letras, para que la
experiencia alfonsina se resuma en el siguiente apotegma monsivaiano: La claridad es una cortesía del intelecto,
sería su conclusión. (El exilio, elegido o forzado, quedaría disminuido
ante la inmensa cantidad de páginas que Reyes escribió a lo largo de veinte
años; todas, de impecable calidad. Al final, la tradición en Reyes rendirá
pleitesía al México que nunca lo dejó morir solo.)
Un
clásico, entre muchas otras cosas, es un libro leído por cada generación como
si apenas se publicase, y no se determina por fechas de impresión sino por la
cercanía o la distancia de sus lectores. Quién lo duda: es también propio de la
literatura la recreación, la reinvención y la metamorfosis del tiempo
transcurrido. Para el caso
de los narradores pintados en Escribir,
por ejemplo; recrear y reinventar se tornan acciones imperiosas en pro de
renovar los territorios de la literatura mexicana. Yáñez y Rulfo recrean la
provincia y sus infiernos en cuentos y novelas que vuelven a un pueblo de
mujeres enlutadas nación hermana de esa sucursal del Purgatorio llamada Comala.
En la Ciudad de México, esos ambientes sórdidos hacen eco en los personajes de
Revueltas y Fuentes; mientras los primeros no niegan su vaivén fatalista, los
segundos asumen su lugar en el coro citadino donde el “Aquí nos tocó, qué le
vamos a hacer” lo resume todo.
Y si de reinvenciones
hablamos, Julio Torri y Augusto Monterroso hacen del desconcierto su carta de
residencia para que, lacónicos y estrategas, sus narraciones despierten interés
y una muy marcada incertidumbre, resultante en el chascarrillo o la frase
hecha, propiciatoria del name drop.
(La miniatura torriana, coto de sibaritas; el caballete monterrosiano,
laberinto sin atajos.)
Respecto a la metamorfosis del
tiempo transcurrido, esto se realiza a cabalidad en la poesía. Además de López
Velarde, Carlos Monsiváis se ocupa de dos poetas primordiales que, amén de
compartir un origen geográfico −Chiapas−, se tornaron paradigmas de la poesía
mexicana, vistos desde un prisma popular: Rosario Castellanos y Jaime Sabines.
La mujer y sus tribulaciones –en tiempos de adelantado feminismo− y los
altibajos de un hombre que se asume humano desde la primera caída (Rosario y
Sabines, entiéndase), se equilibran con una búsqueda de redención –la mujer
misma y la raíz indígena, para ella−, y con la búsqueda del amor y de la
fraternidad en y hasta en el desastre.
(Paréntesis aparte: si el
espíritu de Ramón López Velarde hubiera despertado a finales de los años 90 y
se diera un paseo por el Palacio de Bellas Artes, se encontraría con una enorme
sorpresa: un colega suyo de nombre Jaime Sabines llenaba de punta a punta dicho
lugar. No dudaría ni un ápice que acabaría suscribiendo la siguiente sentencia
de Monsiváis: Si la poesía convoca
multitudes, no todo está perdido.)
Con todo, Escribir, por ejemplo consigna la pasión
y la ejemplaridad con que diez autores lograron inscribirse en las letras
mexicanas, en aras de hallar su propio lugar, libre de nomenclaturas engorrosas
y de nociones escuetas y chabacanas tan obvias como la caja de cereal en el
desayuno. Aquellos autores hoy en día merecen llamarse clásicos, por suscitar una y otra vez admiración que recelo. A un escritor o escritora clásicos les corresponden las admiraciones benéficas
y/o riesgosas. Serán libro de texto en las escuelas de enseñanza media y
superior, materia perenne de tesis profesionales y ensayos y libros
especializados, sujetos de versiones teatrales y cinematográficas, centro de
homenajes nacionales e internacionales, tema de aproximaciones múltiples
[…].
A este tipo de figuras, E. M.
Cioran los denominó ejercicios de
admiración, mientras que Enrique Krauze les aplicó un generoso adjetivo: eminentes. Sin embargo, Monsiváis no se
quedaría atrás en las clasificaciones, empleando para sus retratados una tan
justa como indicada: ejemplar. Por
abrir camino a quienes buscaban significarse en el rumor de los tiempos, por
hacer de la literatura una extensión más decorosa de la vida (con sus
respectivos y sucedáneos altibajos) y porque su presencia se ha vuelto
indispensable en el panorama cultural de todos los tiempos, estos escritores ejemplares seguirán dando de
qué hablar, y, claro, con mejores respuestas a la par de sus andanzas y
maestranzas. Después de ellos… ¿el diluvio? (Y aquí me callo.)
Carlos Monsiváis. Escribir, por ejemplo. De los escritores
de la tradición. México, Fondo de Cultura Económica, 2008. (Tezontle)
(24/agosto/2012)
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