miércoles, 25 de septiembre de 2013

Leer a ojos vistas

Ulises Velázquez Gil

Para quienes tenemos el hebdomadario deber de confeccionar –muchas veces en horas 24− una columna, los temas que se nos presentan para ello aumentan de interés y se torna algo difícil de elegir para deleite y comodidad de nuestro lector del siguiente día. (Ahora que los libros en mi mesa de trabajo se multiplican inexplicablemente, también he tenido ese mismo predicamento, donde, por fortuna, tengo la última palabra, y estas líneas tienen a bien comprobarlo.) 
Para Jorge F. Hernández esta empresa es cosa en apariencia fácil, puesto que cada semana trae consigo un tema de sumo interés que merezca unas cuantas páginas de su parte, y añadirlas a ese torrente de Agua de azar que disfrutamos cada jueves en un periódico de circulación nacional. Luego de una constancia de diez años en el oficio como en el espacio, digno es hacer un alto el en camino, un corte de caja, o simplemente reunir lo más granado de sus artículos y darles hogar definitivo en un libro.
Escribo a ciegas se compone de 127 artículos, bien seleccionados por su colega trasatlántico Antonio Muñoz Molina (de quien el propio Hernández reunió en Travesías una nutridísima producción periodística), que van de los temas más nimios hasta el recuerdo familiar, llevando la cuenta del tiempo presente. Aunque no más que agua pura –con ganas de ser siempre agua pura− estos textos son breves ensayos, intentos de crónica, reseñas frustradas y párrafos sueltos que llevan entre líneas cicatrices y heridas de vida ya pasadas por debajo del puente. En realidad, son páginas a la mar que fueron leídas por lectores fieles o asiduos u otros, ocasionales o circunstanciales. (Como aquel que dejara en la Estación de Atocha el recorte de la columna que nuestro autor dedicara a las víctimas del atentado perpetrado aquel 11 de marzo de infausta memoria. Un lector ejemplar, sin duda.)
A la manera de otro eminente ensayista, Gilbert Keith Chesterton (“El príncipe de la paradoja”), en Escribo a ciegas cualquier objeto que se lleva dentro de la bolsa merece con justeza unas cuantas líneas, una divagación o quizás un homenaje, tal es el caso de sus libretas favoritas, “Moleskine”. Una vez abierta la tapa de una nueva libreta no hay vuelta de hoja: queda toda la vida por delante para llenar sus páginas. Allí quedarán pensamientos en párrafos cortos y diatribas que se van desenrollando como un icono de círculos concéntricos; allí sobrevivirán dibujos acuareleables y mapas de lugares imaginarios, caricaturas de seres invisibles y todos los juegos de palabras. (Si lo pensamos un poco mejor, acometer la escritura de una columna, es muy parecido a ese acto de la libreta nueva, por aquello de esbozar un primer sueño, de remarcar la inusitada efeméride del corazón, o también, si el espacio nos alcanza, trazar la nomenclatura posible de una ciudad invisible.)
Como en Signos de admiración –su hermano mayor, literario hasta la fraternidad−, Jorge F. Hernández sigue aplicando el cioraniano ejercicio de admiración con los personajes que tuvieron la dicha de enseñarle enormes minucias para sobrellevar una ardua navegación por las aguas del azar; John Belushi, George Plimpton y Rapi Diego desde la experiencia vicaria; El Quijote, Charles Dickens y Chesterton en la virtual; Pepe Balsa y sus padres en la vivencial. (Paréntesis aparte: ha querido el agua de azar que los textos dedicados a sus padres, “Gargantilla” y “Madre, memoria”, pudiera yo leerlos uno seguido del otro, como permitiéndose una lectura uniforme. En otro momento habré de conocer los textos intermedios, pero ese cariñoso detalle se agradece a todas luces.)
¿Por qué Escribo a ciegas? Cuando el periódico llega día tras día a millones de lectores, los textos de la sección editorial y las respectivas columnas del resto de las secciones, el autor no sabe quién es o será en verdad su lector, por ello “escribe a ciegas”, como aquel desesperado marinero del submarino Kursk, en lo que sería su último suspiro; pero no para Jorge F. Hernández, quien escribió para descargo suyo –y de todos sus colegas− lo siguiente: Uno escribe porque sabe que alguien podrá leer lo escrito. Sin remitente fijo o con dirección intencionada, uno escribe para reflejarse en la página y abrir la posibilidad de que ese reflejo sea el espejo del otro. Al escribir, la callada ceremonia de ir juntando palabras sólo es escuchada por la propia pluma. Pero al leer, se recrean los sonidos y uno percibe la voz del escritor, porque escuchamos nuestra propia voz: el círculo se completa.
En su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua, Felipe Garrido insiste en ver los que hay detrás de cada signo que nos rodea, es decir, en ese afán de leer el mundo, “donde nos servimos de cuanto la naturaleza, la tradición, el arte, la ciencia y la tecnología ponen a nuestro alcance”. Esto se cumple a cabalidad con Escribo a ciegas, porque ningún tema se deja de lado, y ello permite que nuestra lectura del mundo sea más llevadera y, si se me permite decirlo, hasta sorprendente.
Finalmente, de eso se trata, de leer a ojos vistas, para que ese mundo de papel periódico, y ese otro donde la verdad está allá afuera, suscitando muchos oleajes del agua de azar, en cuya sustancia Jorge F. Hernández es capaz –ahora y siempre− de regalarnos autores nuevos y una que otra razón para plantarse frente a la computadora y escribir el mensaje recibido de una zarza ardiente, que –por comodidad o por respeto− llamamos epifanía. Después de todo, por lectores leales y fraternales no pararemos. (De verdad.)  

Jorge F. Hernández. Escribo a ciegas. Antología de Agua de Azar 2000-2010. Selección y prólogo de Antonio Muñoz Molina. México, Trilce / Universidad Autónoma de Nuevo León, 2012. (El Encarguito)

(21/diciembre/2012)

viernes, 20 de septiembre de 2013

Historia de México a domicilio

Ulises Velázquez Gil

Hace dos años, mientras revisaba las notas que mis contactos habían puesto en su perfil de Facebook, di con una nota sobre el libro Viaje por la Historia de México, de Luis González y González (cuyo cumpleaños 89 hubiéramos celebrado ayer), mismo que llegó a muchos hogares de México, como parte de los cacareados “festejos" del 2010. Cuando leí con cuidado dicha nota, me sorprendí mucho porque las ponderaciones hechas estaban escritas, más que con la cabeza y el corazón, con el hígado. Y no es para menos: por la pretendida y faraónica celebración, a esta obra de don Luis le seguirán lloviendo las críticas. Pero vayamos por partes.
Se dice que dicha obrita cuenta con "una visión muy corta de la historia de México y queda como un 'paseo por la historia de México”. Siento decepcionar a quien escribió esas líneas. Todo ensayo, sin importar si quien lo urdió fue escritor, político (de los que ya no existen, claro), periodista o historiador −en el presente caso−, es, en sí, un paseo. La presencia de Luis González y González en la historiografía mexicana, llenó de nuevos aires el anquilosado campo de la historiografía mexicana, empecinada, según algunos, en atiborrarse de datos, referencias, terminajos y todo tipo de jergas gremiales que flaco favor le hacen a la difusión de la historia. Es decir, llevar las palabras domingueras al plano de la investigación.
Pese al desconcierto de sus colegas, su microhistoria de San José de Gracia, Michoacán, de nombre Pueblo en vilo, fue celebrada hace más de cuarenta años por plumas del calibre de Jorge Ibargüengoitia y Jean Meyer; Daniel Cosío Villegas, en académica complicidad y con voz de mando, ordenó su publicación en El Colegio de México. Y el resto, es historia... (El Colegio Nacional y la Academia Mexicana de la Historia todavía se lo agradecen.)
Volviendo a Viaje por la historia de México, claro está que reprochamos la ausencia de muchos personajes, pero hagamos un poco de memoria. Hace unos diecisiete años, la naciente editorial Clío (casa editora que publicó la obra completa de González y González en doce tomos), y motivada por Bancomer, sacó a la luz el hoy legendario Álbum de México, también de su autoría, y dirigido hacia los niños de la escuela primaria. (Todavía recuerdo a mi hermana que, por iniciativa de su maestra de 5o. año, yendo cada semana al banco por sus estampas.) Y creo que con esa empresa, muchos nos acercamos a la historia; y por González y González, mayor privilegio aún. Lo que hizo el gobierno federal en la coyuntura de los Centenarios 2010, ya cambiado el nombre original y con unas palabras preliminares de sobra (escritas por el político del momento, cabe decirlo), fue retomar una idea muy buena, pero con el destinatario equivocado: esa obrita quedaba mejor con los niños. (¡¡Y eso don Luis lo sabía muy bien!!) De cualquier forma, como reza en su prólogo, “no desmerece la lectura de los adultos”. (Como quien dice, don Luis es inocente.)
(Paréntesis aparte: sin picarme de pretencioso, creo que la obra que sí merecía llegar a cada hogar mexicano, era la Historia de México, que confeccionó la Academia Mexicana de la Historia a petición gubernamental −de cuya primera edición casi agotada se envanecía el entonces secretario de Educación, Alonso Lujambio, cosa que aún dudamos−, y que al mencionar en estos momentos, desatará otra polémica similar. Entremos en materia. De las opiniones que escuché al respecto, se encontraban las siguientes: "Bola de vendidos", "pura historia de bronce", "de a como el chayotazo", "obra pretenciosa", "mejor hubieran llamado a Lorenzo Meyer", "está mejor la del COLMEX", "otro pinche librito oficialista", y mejor le paro... Vamos por partes. Si fue encomendada a una insigne institución como la Academia Mexicana de la Historia, se debió a lo siguiente: es uno de los organismos que goza de cabal salud en cuanto al estudio de la historia mexicana se refiere, y mejor elección no hubo para ello, porque la pluralidad de sus integrantes: unos, francamente admirados, y otros, odiados al unísono, ayudará a entender mejor el crisol temático en aras de enseñarnos mejor acerca de nuestra historia. Bien sabemos que no es un libro definitivo, pero al menos es de gran ayuda. Mientras suscite nuevas y sesudas investigaciones, y genere una crítica constante, nunca será una obra del todo vana. Sólo el tiempo...)
En resumen, el Viaje por la Historia de México no es una obra del todo perdida mientras busque su destinatario ideal: en su caso, los niños, que merecen empezar de buena manera; eso lo tuvo muy bien presente Luis González y González, que no se les olvide. Y sobre la Historia de México (con todo y que las presencias de Moisés González Navarro, Josefina Zoraida Vázquez, Enrique Krauze y Javier Garciadiego, por mencionar algunos, sigan en la mira de tirios y de troyanos), creo que es el libro que sí merecía llegar a todos los hogares de México. Mejor dicho: la terquedad gubernamental y bicentenaria hubieran ganado más si dichos libros hubieran llegado juntos, como en paquete, para empezar mejor el largo y grato camino de la historia mexicana. El resto, sobra decirlo, depende de nosotros. (Ojalá… ¡¡ojalá!!)

Luis González y González. Viaje por la Historia de México. México, Fondo de Cultura Económica / Secretaría de Educación Pública, 2010.
Gisela von Wobeser (coord.). Historia de México. México, Fondo de Cultura Económica / Secretaría de Educación Pública, 2010.

(12/octubre/2012)

jueves, 19 de septiembre de 2013

Escritores ejemplares

Ulises Velázquez Gil
  
Todo lo sabemos entre todos, reza la máxima alfonsina por excelencia, que nos obliga a seguir avanzando en el aprendizaje de la cultura; concretamente, en la literatura mexicana del siglo XX. Cuando en ese trayecto nos topamos con un sólido edificio llamado tradición, descubrimos que esa empresa (el conocimiento), se antoja apasionante que motivacional.
Un personaje atípico llamado Carlos Monsiváis, fundador de una fuerte tradición citadina llamada crónica, hace una escala íntima en su (ya de por si) vasta bibliografía para ocuparse de diez escritores primordiales en las letras mexicanas, que aún suscitan enconadas polémicas que simpatías aseguradas.
Escribir, por ejemplo (título de raigambre nerudiana, para más señas), reúne diez acercamientos en torno a algunos autores de notoria presencia dentro de la cultura mexicana. (Si al término de este párrafo, el lector piensa que se trata de un almanaque más, y con sólo ver a los personajes de marras piensa que no haya más qué decir sobre ellos, aquí va, entonces, una posible razón para ajustar su perspectiva.)
“Pinta tu aldea y pintarás al mundo”, solía decir León Tolstoi; para construir una obra propia donde se consigne el espíritu de su tiempo, digno es nutrirse del conocimiento local (entiéndase idiosincrasia), pero también de lo producido en otros lares. Para los diez autores que retrata Monsiváis, asumir una identidad propia englobaba, colateralmente, encontrar su propia residencia al exterior de sí mismos. A las tradiciones literarias las construyen simultáneamente las herencias nacionales y las internacionales […]; los autores irrenunciables y los relegados por los vuelcos de la memoria; las leyes del Mercado, y su juego cada vez más artero de inclusiones y omisiones; los lectores asiduos y los intermitentes; los gustos genuinos y las predilecciones volátiles; los temperamentos intransferibles y las tendencias de época. Ante esta profesión de fe, figuras como Ramón López Velarde, Alfonso Reyes, Julio Torri, Agustín Yáñez, José Revueltas, Juan Rulfo, Augusto Monterroso, Rosario Castellanos, Jaime Sabines y Carlos Fuentes en algún momento de su trayectoria han conocido la gloria del renombre o el infierno de la omisión (o ambas, si se quiere ver así). En su formación como gente de letras, de alguna manera se empaparon de los entornos local y lejano, hasta llegar al punto de superar toda clasificación existente y crearse una propia: llamémosle género, literatura, lugar común o tradición.
Para un joven abogado llegado de la provincia, recrear su paraíso zacatecano, impregnado de religiosidad y colorido, mediante la poesía, nos ayudó a reconocer una patria equidistante del tiempo, aún resonante en las ediciones críticas de su obra como en el ornamento popular del habla diaria. Aquel abogado y poeta llamado Ramón López Velarde (pese a su fugaz existencia terrenal) instauró una tradición de cantarle a la querencia propia, volviéndose lugar común de manuales para declamador y hasta del playlist de una sinfonola o un iPad. (López Velarde, una adicción perdurable de los lectores de varias generaciones.)
En esa búsqueda de lo universal sin olvidarse de lo nacional, Alfonso Reyes toma partido a favor de la literatura y se empeña en defender la redención por la letra escrita, a pesar de que las circunstancias se escribieran con pólvora quemada o adhiriéndose a regímenes funestos, tales los destinos de su padre y su hermano, respectivamente. Y en esa disyuntiva, contar con la tutela y el compañerismo de Pedro Henríquez Ureña, lo insta a seguir en su trinchera de letras, para que la experiencia alfonsina se resuma en el siguiente apotegma monsivaiano: La claridad es una cortesía del intelecto, sería su conclusión. (El exilio, elegido o forzado, quedaría disminuido ante la inmensa cantidad de páginas que Reyes escribió a lo largo de veinte años; todas, de impecable calidad. Al final, la tradición en Reyes rendirá pleitesía al México que nunca lo dejó morir solo.)
Un clásico, entre muchas otras cosas, es un libro leído por cada generación como si apenas se publicase, y no se determina por fechas de impresión sino por la cercanía o la distancia de sus lectores. Quién lo duda: es también propio de la literatura la recreación, la reinvención y la metamorfosis del tiempo transcurrido. Para el caso de los narradores pintados en Escribir, por ejemplo; recrear y reinventar se tornan acciones imperiosas en pro de renovar los territorios de la literatura mexicana. Yáñez y Rulfo recrean la provincia y sus infiernos en cuentos y novelas que vuelven a un pueblo de mujeres enlutadas nación hermana de esa sucursal del Purgatorio llamada Comala. En la Ciudad de México, esos ambientes sórdidos hacen eco en los personajes de Revueltas y Fuentes; mientras los primeros no niegan su vaivén fatalista, los segundos asumen su lugar en el coro citadino donde el “Aquí nos tocó, qué le vamos a hacer” lo resume todo.
Y si de reinvenciones hablamos, Julio Torri y Augusto Monterroso hacen del desconcierto su carta de residencia para que, lacónicos y estrategas, sus narraciones despierten interés y una muy marcada incertidumbre, resultante en el chascarrillo o la frase hecha, propiciatoria del name drop. (La miniatura torriana, coto de sibaritas; el caballete monterrosiano, laberinto sin atajos.)
Respecto a la metamorfosis del tiempo transcurrido, esto se realiza a cabalidad en la poesía. Además de López Velarde, Carlos Monsiváis se ocupa de dos poetas primordiales que, amén de compartir un origen geográfico −Chiapas−, se tornaron paradigmas de la poesía mexicana, vistos desde un prisma popular: Rosario Castellanos y Jaime Sabines. La mujer y sus tribulaciones –en tiempos de adelantado feminismo− y los altibajos de un hombre que se asume humano desde la primera caída (Rosario y Sabines, entiéndase), se equilibran con una búsqueda de redención –la mujer misma y la raíz indígena, para ella−, y con la búsqueda del amor y de la fraternidad en y hasta en el desastre.
(Paréntesis aparte: si el espíritu de Ramón López Velarde hubiera despertado a finales de los años 90 y se diera un paseo por el Palacio de Bellas Artes, se encontraría con una enorme sorpresa: un colega suyo de nombre Jaime Sabines llenaba de punta a punta dicho lugar. No dudaría ni un ápice que acabaría suscribiendo la siguiente sentencia de Monsiváis: Si la poesía convoca multitudes, no todo está perdido.)
Con todo, Escribir, por ejemplo consigna la pasión y la ejemplaridad con que diez autores lograron inscribirse en las letras mexicanas, en aras de hallar su propio lugar, libre de nomenclaturas engorrosas y de nociones escuetas y chabacanas tan obvias como la caja de cereal en el desayuno. Aquellos autores hoy en día merecen llamarse clásicos, por suscitar una y otra vez admiración que recelo. A un escritor o escritora clásicos les corresponden las admiraciones benéficas y/o riesgosas. Serán libro de texto en las escuelas de enseñanza media y superior, materia perenne de tesis profesionales y ensayos y libros especializados, sujetos de versiones teatrales y cinematográficas, centro de homenajes nacionales e internacionales, tema de aproximaciones múltiples […].
A este tipo de figuras, E. M. Cioran los denominó ejercicios de admiración, mientras que Enrique Krauze les aplicó un generoso adjetivo: eminentes. Sin embargo, Monsiváis no se quedaría atrás en las clasificaciones, empleando para sus retratados una tan justa como indicada: ejemplar. Por abrir camino a quienes buscaban significarse en el rumor de los tiempos, por hacer de la literatura una extensión más decorosa de la vida (con sus respectivos y sucedáneos altibajos) y porque su presencia se ha vuelto indispensable en el panorama cultural de todos los tiempos, estos escritores ejemplares seguirán dando de qué hablar, y, claro, con mejores respuestas a la par de sus andanzas y maestranzas. Después de ellos… ¿el diluvio? (Y aquí me callo.)

Carlos Monsiváis. Escribir, por ejemplo. De los escritores de la tradición. México, Fondo de Cultura Económica, 2008. (Tezontle)

(24/agosto/2012)

miércoles, 18 de septiembre de 2013

Inteligencia y generosidad

Ulises Velázquez Gil

En 1968, sea en París, México y en otras partes del mundo, centenares de jóvenes se levantaron contra el orden imperante de su tiempo y pedían a gritos un cambio, como una de sus divisas decía: Seamos realistas ¡pidamos lo imposible! La respuesta que el mundo les dio ante su esperanza contundente, fue la represión y, en otros casos, la dispersión. Aunque la primera no pierde un aura de importancia –por la sangre derramada en algún momento–, duele más la segunda, siempre en aras de pagar el precio de la contemporización. (Según como esto se vea…) 
            Antes de la aparición en escena de estos jóvenes del ’68, en México, a principios del siglo XX, otro tipo de jóvenes se agrupó en una asociación con fines culturales, donde se enfrascaron en la empresa más difícil de todas, la defensa de la cultura, y para narrar la historia de esa intentona, nadie más capaz para ese empeño que otra apasionada de la cultura, de nombre Susana Quintanilla. El resultado, seguro habrán adivinado, es el libro “Nosotros”. La juventud del Ateneo de México.
Pedagoga por partida triple, pero escritora por derecho propio, Susana Quintanilla se ganó a pulso un lugar en la historiografía cultural con este estudio que, como su nombre lo indica, muestra la “juventud del Ateneo de México”, legendaria agrupación que dio cabida a futuras luminarias de las letras mexicanas, que vivió un tiempo entre interesante como difícil, doblemente acentuado si ubicamos esta generación entre los porfiristas ilustrados y los postreros constructores del nuevo saber mexicano.
            A la par que Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes, se suceden otros nombres, como Alfonso Teja Zabre, Jesús T. Acevedo, Julio Torri, y hasta Martín Luis Guzmán y José Vasconcelos, por decir algunos nombres; en el Edén del régimen porfirista, estos jóvenes bien cuidados por Justo Sierra, hicieron todo lo posible por difundir el saber de su tiempo, pero también buscaban su propia voz, en el empeño de llenar páginas y vaciar inquietudes. Sin embargo, no bastan las buenas intenciones para asegurar el sustento, y algunos de ellos encontraron en el sector público una forma de allegarse recursos, por mínimos que éstos fueran, a fin de sostener su ilusión literaria.
            Es común que los historiadores y exégetas se refieran al contexto social del Ateneo como si hubiera sido ajeno a la gente. Utilizan frases del estilo de “en el esplendor del Porfiriato”, como si una dictadura tuviera luz, o “en el marasmo previo a la Revolución”, como si ésta hubiera avisado que ya venía, declara la autora ante la engorrosa fama con que, antes del presente libro, solía verse a la generación del Ateneo, a la que no la bajaban de generación nepantla, es decir, de personas que vivieron su postulado entre dos aguas, épocas o tendencias políticas que sólo empeñan una trayectoria impecable, prístina y franca.
            Entre los propios integrantes del Ateneo, se suscitaban historias diversas, dignas de una novela de aventuras, o de la épica griega presentida en su postulado; Alfonso Reyes asume la política de las Letras ante los embates de las letras de la Política, tentación de su padre Bernardo y delirio de su hermano Rodolfo; Henríquez Ureña, extranjero sólo de pasaporte, observa y participa al unísono con sus colegas de grupo; Guzmán y Vasconcelos, los “pollos” del Ateneo, mientras adquirían su lugar por cuenta propia e intentaban asimilarse a su época, dudaron de su destino y entraron en escena. (Si me permiten decirlo, Quintanilla dedica hojas y hojas en ponernos al tanto de la vida de Martín Luis Guzmán, de sus antecedentes familiares y del cómo la relación con su padre, militar de carrera, determina en él combatir con y para la literatura. Si juntáramos esos “fragmentos”, ¿tendremos un arranque de biografía? Quizás así lo vea, pero no me toca decirlo…)
            Uno de los méritos de “Nosotros” radica en la fluida prosa y en la fidelidad al detalle con que Susana Quintanilla nos adentra en el mundo de los jóvenes ateneístas; pese a compartir un tiempo en común y con ciertas concesiones a su favor, ninguno de ellos obtuvo carta blanca para asumir su libertad por completo. (Eran tiempos en que era mejor significarse que justificarse. Ni modo.) Aún así, la autora enfatiza que la presente obra “prioriza a las personas sobre sus obras. Si alguna palabra resulta apropiada para nombrar el tema central ésta es formación, pues remite a algo siempre en proceso, nunca acabado del todo, indefinido”. (El subrayado es mío.) La política predominante en la familia Reyes derivó que Alfonso defendiera su vocación por las letras; el heroico final del padre de Martín Luis Guzmán, su intención de hacerse a la mar de la escritura; Henríquez Ureña, su plataforma de despegue cultural –siempre en aras de avanzar en su mundo–, y de Vasconcelos, decantar los primeros avatares de su Ulises criollo (así, sin cursivas). Otro hecho a notar en la aventura de todos ellos –y los que faltan por nombrar, no por falta de memoria, sino por exceso de aprecio–, es la naciente inclinación por el hispanoamericanismo de José Enrique Rodó y su obra emblemática Ariel: todos los ateneístas soñaban ese ideal, pero muy pocos quedarían como Próspero en su intento, aunque, al final, siempre se lograra vencer a Calibán, llámese Gabino Barreda y el positivismo, o la (posible) levantisca revolucionaria.
A pesar de que existen libros elementales sobre el tema como La revuelta y Ateneo de la Juventud (A-Z), que abordan este grupo con otra perspectiva, es preciso decir que “Nosotros” “termina donde comienzan la mayor parte de los estudios sobre esta generación”. Además de proporcionarnos una portentosa fuente de datos desconocidos acerca de ello –al menos para mí, cabe decirlo–, su dedicación en perfilar a cada uno de los protagonistas le otorgan un lugar de honor en la historiografía contemporánea, equiparable solamente a Rudos contra científicos de Javier Garciadiego, y, si me apuran un poco, a Caudillos culturales en la Revolución mexicana de Enrique Krauze. (Si aceptaran un buen consejo de mi parte, habría que leer primero el libro de Susana antes que los ya mencionados: así, veremos cómo evolucionó la cultura mexicana que, a siglo y pico de distancia, goza de cabal salud.)       
            Con todo, la toral enseñanza de “Nosotros”. La juventud del Ateneo de México reside en mostrarnos a una serie de personas que lucharon en pro de una nueva perspectiva donde inteligencia y generosidad habrán de desarrollar al alimón otras empresas más humanas y menos sistematizadas, donde “pedir lo imposible” es un buen síntoma de congruencia, pero, sobre todo, de esperanzas renovadas. (Ojalá y así se vea.)    

Susana Quintanilla. “Nosotros”. La juventud del Ateneo de México. México, Tusquets, 2008. (Tiempo de Memoria)

(4/mayo/2012)

martes, 17 de septiembre de 2013

Memorias del saber

Ulises Velázquez Gil

En una de las Bellezas del Talmud que generosamente compiló el legendario Rafael Cansinos Assens, podemos encontrar la siguiente joya: Un sabio decía: –Mucho he aprendido de mis maestros, más de mis compañeros, y más aún de mis discípulos. Para quienes encuentran en la labor del maestro más que una profesión, esta referencia talmúdica suele ser muy atinada, y, si me permiten la expresión, incluso exagerada… mas no del todo. Y para las intenciones del presente artículo, un polígrafo apasionado como Vicente Quirarte también suscribiría esas palabras; hijo de maestro al fin, desde luego. 
            Los días del maestro, volumen suyo de factura reciente, es el recorrido de una vida compartida a plenitud con aquellas personas que nos otorgan armas no sólo para bien pasarse en ámbitos académicos, sino también para encarar los malos gestos de una sociedad harta de realidades, e igualmente denostando tanto promesas como esperanzas, para al fin mandarlas al fondo de esa caja de Pandora en que hoy se ha convertido el mundo. Quirarte, gracias a los 28 retratos de maestros suyos, rescata esas esperanzas con vida y les coloca en justo lugar, abiertas a todo lector ávido de conocer sus vidas nones, que ilustran por completo a fuerza de llevar la luz en sus ojos, en sus palabras, en sus obras.
Los retratos que forman esta galería –dice– son de maestros que me han enseñado lo que mejor me ha defendido: el lado luminoso de la fuerza, la lealtad a la belleza y la alegría, todas verdades femeninas. Quienes responden a esa sentencia, pueden hallarse correspondencias gratas con el lumínico Carlos González Peña y sus navegaciones en los mares de la literatura mexicana; dos tocayos con el apostólico Andrés, Henestrosa e Iduarte, y una dupla de historiadores y quijotes sin mancha, Ernesto de la Torre Villar y Martín Quirarte (este último, a la sazón, padre del autor, que engalana la portada del libro de marras), cuya integridad desmedida solamente sobra en el ejercicio físico, mas no en sus letras, en sus trabajos escritos.
            Acudo a su persona o a sus enseñanzas cuando parecen ganar terreno energías que se oponen a una plenitud cada día más difícil de sostener… Bajo esta premisa, Vicente Quirarte incluye a sus maestros más cercanos, hombres que han hecho de la palabra escrita –y, en algunos casos, de la Poesía –su modo de conducirse en este ancho y ajeno mundo; Alí Chumacero, José Luis Martínez, Rubén Bonifaz Nuño, Sergio Fernández, y mujeres notabilísimas como Clementina Díaz y de Ovando, Graciela Hierro y Esperanza Meneses (cuya mención seguramente obedece a una geografía personal y afectiva del retratista), se agrupan en estas palabras con que inicia este libro. Precisamente, en este grupo persiste en buena parte de la obra quirartiana, tanto nominalmente (una cita textual, y el puro gusto de recordarlos mediante la escritura de su nombre) como verbalmente (ciertas acciones que los inscriben en un Olimpo peculiar, sin la divinidad que obnubila y confunde, pero resaltando una humanidad sin prejuicios ni tapujos). Así como existen historiadores del sustantivo e historiadores del verbo, como aseveró don Luis González y González, también cabría aplicarlo a los maestros. (Va de tarea.)   
            La mayor parte de mis maestros que aquí aparece ha hecho del salón de clase su trinchera; otros han ejercido su magisterio en diversos ámbitos y sin proponérselo, siempre con pasión sin restricciones. ¿Para qué buscar maestros, si cada libro en sí es uno?, seguro dirá más de uno; no dudo que haya algo de razón, mas no toda completa. Quirarte, para diversificar su nómina de grandes mentores, no duda en incluir, justamente como buen hombre de letras, a sus escritores queridos, aquellos que no ceden ante nada para expresar su compromiso con la creación, y, por qué no, con la enseñanza. Renato Leduc, Fernando del Paso, José Emilio Pacheco, Felipe Garrido, Gonzalo Celorio, son apenas algunos ejemplos vivientes. A excepción de Garrido y Celorio, todos los demás han ejercido su magisterio en los periódicos, en las novelas y hasta en las cantinas, a la búsqueda del tiempo perdido, finalmente recobrado en la poesía diaria de sus obras y los preceptos bien llevados por Quirarte. (Hasta cierto punto, claro…) 
            Con todo, aún podría escribir algo más sobre Los días del maestro; hacerlo sería como aplicar un examen sorpresa de la SEP y aceptarlo sin ton ni sonia. Nada de eso. Solamente haré la clásica recomendación para acercarse a su lectura. Aunque muchos tenemos nuestras propias “historias de maestros” (con su respectiva escala en la pantalla de plata), no todos podemos saber de memoria; en cambio, sí, disfrutar la memoria del saber con estos retratos y sus aproximaciones. Y como aquella cita del Talmud, reconocer todos esos tipos de enseñanzas, para suscribirse, con franqueza, hacia la última. (Fin de la lección.)    

Vicente Quirarte. Los días del maestro. México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2008. (El Centauro)

(21/octubre/2011)

lunes, 16 de septiembre de 2013

Pasiones y obsesiones

Ulises Velázquez Gil

Entre la vorágine de publicaciones que salieron con motivo del Bicentenario en 2010, buena parte de éstas acabó por volverse un souvenir del momento. Ante este desalentador panorama, cierta labor crítica recayó en la figura del polémico historiador Enrique Krauze, quien luego de publicar un grueso volumen en torno a la figura de Hugo Chávez, ahora nos entrega De héroes y mitos, obra que llega con vida ante un cacareado espíritu patriotero, para criticarlo en sus justas dimensiones.
Es preciso decir que los quince ensayos que componen De héroes y mitos hacen un recuento de los intereses y las obsesiones de Krauze en los últimos años en estudiar a fondo, y sin prejuicio de por medio, la historia mexicana. En el primer apartado, “Tres géneros problemáticos”, deshace varios paradigmas impuestos por la mira oficialista del momento; critica la “historia de bronce” al bajar a los próceres del pedestal… y del caballo; nos recuerda el otro lado de la Revolución mexicana (los que la sufrieron, sin haberse significado del todo), y, claro, reprueba una tendencia reciente de la historiografía académica: escribir e investigar la historia sólo para consumo personal, es decir, con terminajos incomprensibles para el lector común, pero “apropiados” para los “colegas”. (Para quienes esto les suene familiar, el texto “Desvaríos académicos” es la lectura sesuda del encuentro que organizó la UNAM con motivo de los Centenarios de 2010, cuyas posteriores réplicas hicieron voltear la vista a este ensayo, para, finalmente, darle la razón al crítico.)
Para el segundo apartado, “Historia de la imaginación heroica”, Krauze se ocupa de cuatro casos en el oficio de historiar: primero, a la manera de Plutarco, compara las visiones heterogéneas de dos historiadores con respecto a la Conquista de México: William Prescott y Hugh Thomas, a quienes contrapone entre sí, no por la dimensión de sus trabajos (notables ambos, sobra decirlo), sino por el enfoque al elaborarlos; mientras Prescott privilegiaba la maestría en el decir, Thomas simplemente se fijaba en los hechos, sin tapujo alguno. Con respecto a los dos textos intermedios, ocurre un caso parecido al adecuar miradas diversas a un mismo tema: tanto la fusión de la visión bíblica con la cultura mexicana como el predominio convenenciero de una sola imagen de Miguel Hidalgo ponen en jaque esa visión maniquea que los gobiernos, el chismorreo académico y la pésima infraestructura educativa nos han endilgado por tiempos inmemoriales. (Paréntesis aparte: si Krauze vitupera estas estructuras ¿por qué es el historiador más vilipendiado? Porque –quizás intente responderlo– no tiene nada que perder; no es académico universitario ni mucho menos funcionario en turno. Cosas de la vida.)
En su puntual revisión de las fechas predominantes de la historia mexicana, nos recuerda la importancia de haber conmemorado en su justa dimensión los 150 años de la Constitución de 1857 (las Leyes de Reforma), de donde hace un profundo análisis sobre su vigencia en otros tiempos dados a la cerrazón política, sea de izquierda o de derecha y que aumenta (en ambos sectores) una antipatía enconada hacia su persona; siguiendo con el recuento y la remembranza, los cien años de la publicación del lúbrico libro de Francisco I. Madero, y el posible legado del ‘68, son puntos que Krauze no deja pasar por alto: de ambos destaca su espíritu fundacional pero reprueba los vicios del segundo, vistos hasta la fecha. Y como su talante político nunca se queda quieto (con el que, a veces, disiento), traza el engranaje generacional de cada partido y las razones de tanto desaguisado en las arenas (¿movedizas?) de la esfera política.
Cuando un autor ha trazado una constante dentro de su obra, podría decirse que encontró un sentido propio. En “Historiadores centenarios”, Krauze rinde homenaje a dos autores muy caros a él: Andrés Henestrosa y Silvio Zavala; trabajos que se emparentan, sin ir más lejos, con los murales biográficos de Mexicanos eminentes y las pinturas de caballete reunidas en Retratos personales. (Un tópico “solvente, como todo lo suyo”.) De cualquier forma, De héroes y mitos presenta y confirma varias de las pasiones que conforman el corpus krauzeano: en “Tres géneros problemáticos” se oyen varios ecos de su Trilogía del poder (Siglo de caudillos, Biografía del poder, La presidencia imperial); “Historia de la imaginación heroica” hace un guiño de ojo a La presencia del pasado, mientras “La Reforma: el sesquicentenario olvidado” propone –bajita la mano– una incursión en su Travesía liberal, y una necesaria Tarea política se anuncia desde “Dos episodios de libertad” y “¿Cómo llegamos hasta acá?”
¿Por qué leer De héroes y mitos? ¿Para deshacerse, de una vez por todas, de los malos manejos de la política reinante sobre la historia? ¿Para recordarnos lo valioso de ciertos acontecimientos, con miras a su justa dimensión dentro de nuestra vida histórica? ¿Para develarnos las consecuencias de la cerrazón de tirios y de troyanos? A estas preguntas, sobra decir que la respuesta es afirmativa, donde cabría incluir una más: para conocer, de primera fuente, las pasiones y las obsesiones de Enrique Krauze; para que sus lectores de toda la vida confirmen su innegable maestría; para que sus enconados detractores sepan otro modo de decir lo mismo y sin cansarse, y, claro, para aquellos lectores interesados en leer una obra sin concesiones de ningún tipo, a los que, si me permiten la sugerencia, convendría también acercarse a El temple liberal (publicado por el Fondo de Cultura Económica y Tusquets, en ocasión de sus 60 años de vida) y así complementar su visión.
Queda en ustedes, atentos lectores, decir la última palabra al respecto. (Mientras la polémica persista, ¿verdad?)

Enrique Krauze. De héroes y mitos. México, Tusquets, 2010. (Andanzas, 207/12)

(25/noviembre/2011)

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Contemplación y detenimiento

Ulises Velázquez Gil

“He contemplado tanto la belleza/ que mi vista de ella está llena”, nos dice Constantino Cavafis en alguno de sus poemas, y de alguna manera resumen e incluso anuncian la siguiente labor a realizar como parte del quehacer poético: dar fe de esa belleza mediante versos entre libres y con medida, hasta formar –si se quiere– una plaquette completa, donde aquella contemplación se repita una y otra vez cuando el lector viaje de ida y vuelta hacia otros lares, que sólo la poesía permite.  
            Una poeta de altos vuelos y ensueños de largo alcance, Claudia Hernández de Valle-Arizpe, cumple a cabalidad ese estado contemplativo en Sin biografía, libro que reúne 22 formas de aplicar ese estado en los objetos que le son caros, es decir, aquellos que ella resolvió con maestría conservarles algo de su belleza, porque en el empeño de abarcarlo todo, de alguna forma se pierden cosas.
Qué pasaría si olvidara, de memoria,/ todo el pasado y no pudiera verme/ en la euforia de este minuto;/ en su fasto amarillo/ que me celebra./ Seguiría  quedando mi cara/ y en sus caminos,/ reconocible para los otros, una biografía incierta. Sabemos  (se ha dicho) que los poetas, a falta de biografía, tienen obra propia, y en el caso de Claudia Hernández de Valle-Arizpe también lo son esos objetos que la sustentan; las cinco secciones de Sin biografía habrán de confirmarlo. En la primera, son los pájaros en su mayoría quienes buscan insertarse en su fauna poética. Todos los pájaros son el cuervo en mi ventana, y mi casa, por decir un ejemplo, anuncia la vocación trashumante y viajera de la autora, que hace de las aves otro tipo de geografía, otra residencia en la tierra. Inquieto, el sueño nace en la madrugada./ Las aves son su brújula./ Por el miedo a quedarse con poca luz/ inician su viaje en otoño. Si el poeta es el gaviero de la palabra, siguiendo una idea de Álvaro Mutis, en Sin biografía es el pájaro esa manifestación latente, y como las palabras se nos escapan de las manos, nuestra empresa no está del todo perdida: Cuando los ojos buscan en la superficie,/ el aire es una red llena de pájaros. En suma, la poesía. (Si en Deshielo se cuestionaba el destino de esas aves –¿Es cierto que los pájaros eligen su muerte?/ ¿Qué su libertad radica en esa astucia?–, en “El cuervo anuncia las cenizas” la respuesta queda a la vista.)   
            En “Piedras” la contemplación se enfoca a tres poemas producto de esa trashumancia intuida en el pájaro. En ese caso, el viaje cuenta con otro tipo de metáfora, una geografía de diversos lares. Una órbita de alabastro/ y luego esa línea que semeja un río/ pero sin la voz del agua./ Mudez. Pedazo./ […] (Una piedra que corte el encantamiento de las plegarias.) El silencio, territorio prístino de la poesía, busca en las piedras su residencia a prueba de tiempo, donde nacer a cada instante sea una empresa posible; un lugar donde Salir del mundo para ver el cielo/ […] salir sólo es posible/ después de haber permanecido en él/ Y el poeta lo escribe todo sin decirlo/ […] y la piedra traída de Egipto/ es un largo silencio que sabe hablar.
Volver al origen, o a la noción de ello, es la materia prima de “Hormigueros”, donde la voz de la tierra queda presente para enunciarnos otros modos de nombrarla, aunque la intuición poética de Claudia Hernández de Valle-Arizpe conjuga diversos mundos, como los del cuerpo: Una isla es un cuerpo que mira hacia arriba./ Busca en si noche un mosquitero de gasa/ rimbombante; la isla es rimbombante:/ la orquídea y el musgo devorándole su boca/ de tierra abierta a la penetración del aire. Un cuerpo cuyo centro suele ser el ombligo, preludio y enunciación del tiempo: El valor de un conjuro está en el deseo./ En los ombligos se añejan sus amuletos/ con la prisa de las criaturas vanas,/ […] sin la luz más clara de mirar hacia otra orilla. (Basten estos versos de “Amuleto” y los reunidos en “Umbilicales” para asegurarlo…)
Respecto a las secciones restantes, “En los ojos del vidente” y “Venenos”, hay una constante: la magia o en el encantamiento que algunos objetos ejercen en nosotros (al menos, en la autora). El vidente, se ha dicho en otro lado, es el poeta y su visión, la carta de marear para nuestras travesías de lectura, y como tal, hay territorios visitados con antelación a guisa de recuerdo y esperanza de volver hacia viejos puertos donde los pájaros de su poesía regresan: Sube la espiral del pájaro/ hasta la hoguera de los ojos. Tanto la hiel de toro (y conozco la hiel de toro presta para aliviarme. traída/ de una ciudad/ que lleva el nombre de un santo) como la flor de loto (De la flor se extrae un líquido/ que se incendia con el aire./ El loto amarillo se reduce/ y, ya en la lengua, causa sueño) funcionan como el “ábrete sésamo” para cualquier puerta, inclusive la de la percepción, después de todo.
Podemos decir, finalmente, que Sin biografía es un libro que reluce de contemplación a cada verso, pero también de detenimiento, por el minucioso ingenio de asir el objeto presentido. Si en Hemicránea fue para exorcizar el dolor (mismo procedimiento plasmado en Perros muy azules), en este libro se trata de relumbrar los objetos y sus peculiaridades, con ciertos retoques, desde luego. Después de todo, queda suscribir lo dicho por Cavafis, “Procura conservarlas, poeta,/ aunque pocas sean las cosas que se pueden detener”, y lo demás va por su cuenta. (De verdad.)     

Claudia Hernández de Valle-Arizpe. Sin biografía. México, Fondo de Cultura Económica, 2005. (Letras Mexicanas)

(24/diciembre/2012)

viernes, 6 de septiembre de 2013

Maestro de mar y guerra

Ulises Velázquez Gil

Hace poco, un desconcertado lector se quedó de a seis cuando vio en una entrega anterior de esta columna las palabras “sin mancha”, refiriéndose al ser y hacer del autor en turno; sin embargo, me permito rescatar algo de su extrañamiento: no hay individuo que no carezca de virtudes ni defectos, puesto que cada quien cuenta con sus propios claroscuros, donde una personalidad se vuelve más que interesante y susceptible de admirarse por entero, u odiarse a ultranza. (Ante esa disyuntiva, queda mejor significarse que justificarse. Qué remedio.)
En el panorama cultural de México en el siglo XX, la figura de Octavio Paz (1914-1998) abunda tanto en simpatías como en contrariedades. Para unos, crítico acérrimo, y, para otros, más convenenciero que convincente, nunca cesan las polémicas en torno suyo, y no es para menos, dados los alcances de su presencia toral en la literatura mexicana; ante esa dualidad, Armando González Torres se permite ponernos en claro los pasos de un sendero intelectual que, según el vaivén de su tiempo, o de sus intereses particulares, contribuyó significativamente a la formación de un hombre de su tiempo, con todo y sus guerras personales.
En Las guerras culturales de Octavio Paz, González Torres nos introduce, paso a paso, por la evolución sucesiva de un escritor que nunca dejó a un lado su pasión por la palabra: sea desde la creación prístina de la poesía, sea en la trinchera asertiva de la crítica del tiempo presente. Aquí cabría preguntarse el por qué de su ensayo de largo aliento, cuya respuesta (o la mera aproximación de ésta) se encierra en las siguientes conjeturas: Porque fuera del mausoleo de los elogios o de la fosa común de las diatribas, el Paz público resulta, a veces, un desconocido. Por un lado, la asimilación y discusión seria de la obra y la figura pública de Paz se soslayaron frecuentemente una vez que el escritor se convirtió en un polo del debate ideológico. (De eso se trata: develar las razones que volvieron de Paz un personaje admirable que polémico, y como toda disyuntiva tiene un principio, comencemos como debe de ser.)  
El artista-intelectual analizaba la vida social, postulaba valores generales, proponía modelos de moral y de conducta y resultaba un  punto de referencia de los deseos y las aspiraciones de la sociedad en su conjunto. Cuando Paz encontró su camino creativo –la poesía, cabe resaltarlo−, el mundo de su tiempo se debatía entre defender la influencia capitalista de pátina democrática y la búsqueda de una sociedad equitativa, cuya intentona nunca pasaba de igualitaria (¿Qué puede hacer un pequeño poeta frente al gigante de las posturas políticas? Aparentemente, nada. Se supone…) Entonces, la empresa paciana en los siguientes cincuenta años […] consistirá en elaborar y representar un modelo intelectual que permita armonizar la esfera estética con la vida activa; conjugar la contemplación, la inspiración y la acción; conciliar la escisión entre el dominio estático, el intelecto y la moral; forjar patria, sin sacrificar la libertad e independencia del artista.
En una (brevísima) entrevista concedida al periodista Braulio Peralta, surgió de botepronto una pregunta obligada: −Desde dónde escribe usted, ¿desde el centro, desde la izquierda, desde dónde? Y la respuesta de Paz brilla por sí sola: −Desde mi cuarto, desde mi soledad, desde mí mismo. Nunca desde los otros. La literatura, sobra decirlo, es un oficio de solitario gaviero, quien al mirar fijamente hacia el horizonte, es el primero que advierte a los demás de las cosas próximas por venir; lamentablemente, para muchos militantes políticos y jóvenes de su tiempo, las visiones de ese gaviero sólo anunciaban un paisaje desolador y pesimista… descarnadamente verdadero, cosa que se negaron en reconocer los adeptos al sistema socialista, cuyas taras desanimaron a un entonces joven y apasionado escritor.  
Tirios y troyanos, con todo y sus discrepancias de orden paciano, habrán de reconocer en sus escritos las siguientes cualidades: interés anecdótico, argumentación sólida, carácter, gracia estilística y espectáculo, resultado de muchas lecturas hechas a la par del cambio sucedáneo en el mundo. No contento con residir en la torre de cristal –como todo poeta que se respete−, pisa el suelo del diario acontecer y desgaja la realidad, en espera de comprender sus elementos torales, o de aproximarse en franca lectura.
En la trinchera cultural de Octavio Paz, 1968 marca un parteaguas en cuanto a su compromiso con la realidad mundial, y, por ende, refrenda su origen como poeta, portavoz del fuego de cada día, la palabra: Paz otorga al poeta y al artista un cometido, a la vez marginal y central, como guía y precursor que debe ser atendido por las élites modernizadoras y por el pueblo. Con su renuncia al cargo de Embajador de México en la India, Paz puso un atisbo de autonomía en un panorama meramente adverso; los jóvenes entusiastas del ’68 vieron en un hombre de la generación de sus padres a un crítico marginal, pero se desencantaron al ver sus visiones a futuro de la exagerada defensa de esos ideales, tildándolo de derechista y hasta de lacayo al régimen.
Con el signo de Cassandra bajo su cabeza, Octavio Paz recobró energía crítica con dos empresas de carácter épico e integridad a prueba de todo: la creación de la revista Vuelta en 1976, y la organización del encuentro internacional denominado La experiencia de la libertad en 1990. En ambos casos, esos foros de expresión sirvieron para criticar el “estira y afloja” de la situación internacional, sin olvidarse de una primordial misión: el compromiso con las palabras. Si seguimos a González Torres, […] Paz representó, con todas las virtudes y defectos, la figura de un intelectual omnívoro que busca las correspondencias entre las artes, las culturas y los saberes; de un artista que pretende reivindicar la autonomía del arte con respecto a las consignas ideológicas; de un moralista y reformador social que aspira a ser árbitro de la polis. (Dentro de esa condición omnívora, para muchos representó una incomodidad respecto a su proceder en este mundo ancho y ajeno, sin embargo, nunca se afanó en tener toda la verdad, y la poca que tuvo en sus manos, la defendió contra viento y marea.)   
¿Por qué leer Las guerras culturales de Octavio Paz, de Armando González Torres? Los adversos a su genio y figura, conocerán de primera fuente la evolución de un lector de su tiempo, con errores y aciertos, siempre atento a corregir o confirmar sus perspectivas, “Porque en política todos nos equivocamos”, según confesara a Braulio Peralta en otra entrevista; es de sabios reconocerlo al fin, que el tiempo invertido en ello va por nuestra cuenta. Por otro lado, sus lectores más fieles descubrirán el natural desarrollo de un hombre de letras abierto a toda manifestación del mundo, porque, como reza el precepto clásico, Nada humano me es ajeno. Y si la crítica de índole política es una manera de hacerlo, nada perderemos con ello.
Después de todo, hay claroscuros que permiten una imagen más nítida y con este libro (que hoy en día cumple su primera década de publicación, y a pocos meses de distancia de llegar al primer centenario de Octavio Paz), Armando González Torres nos invita a conocer muy a fondo el itinerario intelectual de un hombre comprometido con su tiempo: maestro de mar y guerra, ante los embates de un mundo bipolar y olvidadizo. De cualquier manera, queda en nosotros descubrirlo por cuenta propia. (Y luego ¿el diluvio? o ¿la tempestad? Seguramente…)     

Armando González Torres. Las guerras culturales de Octavio Paz. México, Colibrí / Secretaría de Cultura de Puebla, 2002 (Vino Tinto).

lunes, 2 de septiembre de 2013

Escalas para una querencia

Ulises Velázquez Gil

Dice el dicho que “las veredas quitarán, pero la querencia ¿cuándo?”, y no es para menos, cuando aquellos lares tan queridos para uno regresan a nuestra vista y se empeñan en seguir contando su historia; sin embargo, ni el viajero ni el terruño son ya los mismos, pese a verse iguales.
Un viajero frecuente de la literatura contemporánea llamado Hernán Lara Zavala, cuya anglofilia lo ha llevado por grandes urbes y territorios insospechados, regresa a sus viejos lares con su primer libro de cuentos, De Zitilchén, sólo que ahora su escala íntima viene con otras historias en espera de conocerse y, por añadidura, complementarse con las ya anteriores.
En 1982, un pueblito localizado en el mero centro de la península de Yucatán, de nombre Zitilchén (“pocito” en maya), aparece por vez primera en la geografía literaria de México, y como el Comala de Juan Rulfo o el Cuévano de Jorge Ibargüengoitia, cuenta de primera fuente su historia, una no muy diferente de las que suceden en otra parte. En esta primera escala, resaltan el despertar sexual de un adolescente cuando confunde a una extranjera con la Xtabay, diosa de temer en la tradición maya, las tribulaciones del Padre Chel, o el sueño de una niña de fugarse del pueblo y fundirse con la vida errante del circo. Nueve historias que nos permiten conocer a un pueblo en busca de sentido, así también justificar el porqué de sus acciones. En “Morris” cualquier indicio de döppelganger es mera coincidencia, mientras que en “El beso”, un triángulo amoroso se aviva al calor de la visita del gobernador a Zitilchén; de este cuento, bien merece citarse el siguiente diálogo: –Me dice tu abuelo que quieres ser poeta. Cuando escribas algo, tal vez cuando yo ya haya muerto, no olvides mencionarme en alguno de tus escritos, pues en esta peluquería también hemos hecho poesía y de la buena [...].
Nunca falta en un minúsculo pueblo –el lugar es lo de menos– que las bellas artes se expresen de forma continua; para Zitilchén ese ateneo de postín se concentra en la peluquería, donde todo se sabe, hasta el detalle mínimo de los personajes con rancio abolengo. (Si me permiten decirlo, al habitante menos pensado le es conferida la misión de contar las historias de su pueblo. La vida ya le dirá de qué callada manera…)
Toda obra es, en sí, una autobiografía. Para Lara Zavala esta idea reside en rendirle señero homenaje a la región de sus padres; éstos sí, oriundos de la península. Pero a medida que su recorrido por ese “hipotético” pueblo aumenta en personajes y en experiencias, más que un paisajista se vuelve un personaje adicional.    
En 1994, luego de una novela, dos libros de ensayo y una distópica reunión de cuentos cosmopolitas, Lara Zavala regresa a Zitilchén con cinco historias más, de entra las cuales destaca una “Carta al autor”, donde la realidad y la ficción parecen confrontarse: Tu pueblo y tus personajes se hallan en coordenadas tan distantes que no alcanzo ni a identificarlas ni a ubicarlas debidamente. Es verdad que algo tiene en común con la vida de la península, pero más bien parece existir en el ámbito de la invención que a las realidades de esta tierra. Vaya tarea vana y pretenciosa que pareces haberte impuesto: ¡reinventar el sureste de México! ¡Qué bueno que seas tú y no yo el que se lanzó a tan ingenuo, descabellado e inalcanzable proyecto! En esta carta firmada por quien se ostenta como el cronista del pueblo, aparte de “reclamarle” su intentona de narrador, de cierto modo juega con nosotros lectores, en aras de conocer quién, de verdad, tiene la razón: si el cronista, por contar con todos los datos, o el narrador, por saberlos bien aprovechar. De cualquier manera, y como dice el dicho, “aunque digan que no es, con lo que aseguren basta”. (Quizás.)
En esta segunda escala, digno es resaltar el papel preponderante que tienen las mujeres protagonistas de estos cuentos, como la extranjera Karla y sus armas de seducción masiva, o la idílica belleza de Sandra, que despierta primeras pasiones en “Flor de Nochebuena”, o el aplomo y heroísmo de “María”, cuya primera descripción ya nos hizo la lectura: En su nombre llevaba la naturaleza de su carácter. La M y la a le daban el toque maternal. La r, suave exactamente a la mitad, le permitía el enlace, como si librara un breve obstáculo entre la simplicidad y la sonoridad del sonido ma y la somera agudeza de la i, que, acentuada, se eleva un instante para ceder de inmediato su lugar a la otra a que desciende suave, diáfana y cierra así su nombre con un eco: María. (Dentro de lo que cabe, encuentro aquí un concepto casi exclusivo de la obra de Luis González y González: matria, y como en este pueblo, buena parte de sus historias tienen sentido y hasta un posible destino, sus protagonistas mujeres –principio del mundo, al fin y al cabo– sabrán expresarlo de primeras a primera.)
Treinta años después del primer viaje narrativo, los nueve cuentos originales hoy en día se volvieron diecinueve para esta flamante edición de aniversario. A decir verdad, algunas obsesiones de Hernán Lara Zavala –las mujeres, la extranjería, el claroscuro de la religión– se conservan intactas o en el mejor de los casos, hasta con ímpetu renovado. “La querella”, por ejemplo, versa en torno a la (¿típica?) enemistad entre un padre católico y un pastor protestante –¡y ambos extranjeros!–, mientras que en “Infierno grande” el pasado cobra sus cuentas con el arma más poderosa de todas: el perdón, pero nunca el olvido. Por otro lado, la virginal Olivia y la eterna Lizbeth (a quien el autor dedica un memorial, a guisa de epílogo narrativo) son el máximo ejemplo de fidelidad a un territorio, a un recuerdo, porque después de todo, no son los autores los que escogen sus temas sino los temas los que escogen al escritor. Éste es mi único consuelo.
Por último, hay un cuento, “A golpe de martillo”, que merece especial atención; si leemos De Zitilchén desde la primera página hasta el punto final, notaremos allí que todos los personajes de las entregas anteriores reaparecen como fantasmas de un tiempo anterior, sólo vueltos al presente por medio de ese desconcertante artilugio llamado literatura (“el lugar de las apariciones”, recordando a Juan José Arreola).    
A más de treinta años de su primera edición, De Zitilchén de Hernán Lara Zavala nos transporta hacia un lugar único, espejo del mundo que ansía encontrar su prístino lugar, uno que sigue a cabalidad la máxima de León Tolstoi, “Pinta tu aldea y pintarás al mundo”, indispensable para quienes nos dedicamos al oficio de la imaginación. Y aunque la matria narrativa de Lara Zavala se consolidara con Charras y Península, Península, los diecinueve cuentos que integran este libro, funcionan a manera de escalas para una querencia, donde todas las pasiones buscan segura correspondencia con su lector, y, por ende, confirman el experimentado oficio de un narrador sin par. Y el resto es mera exageración. (Tal vez sí, tal vez no.)

Hernán Lara Zavala. De Zitilchén. México, Fondo de Cultura Económica, 2012 (Letras Mexicanas, 144).