Hace mucho tiempo que no tenía ocasión de escribirte, pero ya sabes que "el tiempo ya no es nuestro" y ello hace que la correspondencia tarde mucho en llegar a nuestras manos. Precisamente hoy, día de tu cumpleaños, y después de tanto tiempo, decidí tomar la pluma y dedicarte unas cuantas líneas.
Seguro te preguntarás "pero si ya no tengo nada que ver contigo". No te faltará razón en mencionarlo. Y paso a explicarlo. En una de las gavetas de mi escritorio, mientras buscaba unas notas para una ponencia que tendré a bien presentar a finales de octubre, me encontré un sobre con algunas fotos que seguramente son la crónica de uno de tantos coloquios a los que asistí (o participé, no sé) y en varias fotos apareces, hermosa, rozagante y con una sonrisa que es capaz de destruir varios imperios por doquier. Esa sonrisa, de inmediato, me hizo recordar la manera en que nos conocimos. Fue un año antes, en la Academia Mexicana de la Historia, durante una conferencia de Enrique Krauze. Insistías en que me sentara, pero yo, como buen caballero, te invitaba a hacer lo propio. Sin embargo, ninguno lo hizo. Al final, accedí a acompañarte en tu trayecto de regreso a casa. Y la semana entrante, cuando la conferencia de Jean Meyer, llegué desde antes y ya te tenía reservado un lugar. Después de allí, ya tenía la certeza de mis encuentros contigo serían ya moneda corriente, es decir, cosa de cada día.
Gracias a la maravilla del e-mail, esta forma de la felicidad no se quedó en la Academia, sino que pasó un mediodía de octubre en el Zócalo y una cálida mañana de febrero en las ferias del libro en el Zócalo y Minería, respectivamente, pero también tuviste la fortuna de acompañarme en dos coloquios donde quedaste complacida por mis "intervenciones", pero eso, la verdad, no lo creo. Con todas estas cosas, sembraste en mí una semillita, que resumiría en una sola palabra: amor. Contigo sentía que las horas no pasaban, sino que permanecían intactas mientras estaba a tu lado. Pero el mayor error de mi parte fue no haberte expresado esa dicha que ansiaba compartir contigo. Y tú, con esa sinceridad que te caracteriza, me hiciste partícipe de la tuya cuando, una tarde en San Ángel, me presentaste a quien sería el dueño de tu vida. Supe ocultar bien mi reacción, pero a final de cuentas, algún descontento mío hizo de las suyas.
A pesar de tenerlo todo en contra mía, siempre pensaba en ti; en cada sueño siempre hacías acto de presencia y además me parecía ver entre la gente tu siempre sincero y jovial rostro. Tanto pensaba en ti que hasta llegué a cometer un error que (y ahora me doy cuenta) me costó tu amistad y, por ende, tu silencio. Y aún así, al saber de tu felicidad venidera (tu boda y ahora tu maternidad), siempre me ponía contento porque, ya te lo dije una vez, "tu felicidad es mi felicidad". Perdona que hasta ahora me digne a escribir estas cosas, pero la emoción del momento siempre hará de las suyas y creo que con esto cerraré una etapa de mi vida, donde tú fuiste la figura capital de todo.
Gracias por heredarme el hábito de la Academia, gracias por aquellas mañanas del mundo, gracias por tus correos postergados, gracias mil, Stella Maris. Finalmente, te deseo lo mejor y si alguna vez el destino decide unir nuestros caminos de nueva cuenta, ojalá y sepa comenzar mejor una amistad que se veía intransferible.
Amitiés,
Odysseas Anaparastassi
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