miércoles, 20 de noviembre de 2013

Una ciudad holográfica

Ulises Velázquez Gil

En una charla con varios colegas en algún lugar de la Condesa, luego de expresarles mi asombro por los lugares que ya no existen en la ciudad, una poeta de místicos vuelos me lanzó una frase lapidaria que lo resumió todo: “es porque te tocó nacer en la generación del holograma”. A fuerza de comprender letra por letra esas palabras, encontré una (posible) razón: los que aún somos jóvenes, es decir, menores de 40 años −como quien esto escribe−, cuando nos hablan de edificios que ya no existen por completo, y algunos de los que, simplemente, quedan fragmentos, es como si estuviéramos frente a una alucinación, un espejismo, un holograma. (Como quien dice, sólo sabemos su nombre.)  
En el empeño por recordar la gloria pasada de aquellos lugares, un centrícola marginal, René Avilés Fabila, nos ofrece en Antigua grandeza mexicana su visión de una ciudad que se nos fue con el tiempo (mejor dicho, que la desquiciada noción de modernidad –enarbolada por el político en turno, las más de las veces− se llevara en silencio).
Dividida en cinco partes (acompañadas por una serie de fotografías extraídas del archivo gráfico del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM), Antigua grandeza mexicana funciona a manera de guía turística por calles y edificios del primer cuadro de la Ciudad de México, con su respectiva descripción sobre los usos que tuvieron antaño, y el agregado memorialista del autor. Para mí, de niño, en plena Segunda Guerra Mundial, el Centro (así, con mayúscula), el hoy llamado Centro Histórico, era mi casa, mi escuela, mi vida, el ombligo del mundo, era México.
Bajo la primera clasificación, Avilés Fabila pondera la importancia de los edificios que componen aquella patria del corazón, hilando también sus propios recuerdos a la vida de esos recintos. Menciono un ejemplo. Al hablar de la Antigua Aduana (donde hoy se localiza la Secretaría de Educación Pública), sin olvidarse de su prístina función, presencias notables como José Vasconcelos, David Alfaro Siqueiros y Diego Rivera –fantasmas del dominio público− se conjugan con las de José Revueltas y René Avilés Rojas, padre del autor, y donde una sencilla y no menos encantadora Plaza de Santo Domingo se torna sucursal del paraíso. Hoy sabemos que esos lares son estancia fraternal de evangelistas e impresores. Vale la pena advertir que el lugar seleccionado para construir el edificio era un punto importante tanto en la vida azteca como en la hispana y con el tiempo resultó ser la zona donde se formó la nueva educación y cultura, nacieron los valores del México que hoy tenemos y por cuyas calles caminaron poetas, pintores, estudiantes de la primera universidad de América Latina, narradores en busca de temas para sus novelas, músicos que preparaban obras de envergadura. En ese vaivén de sueños y hazañas, estaba como eje la plaza de Santo Domingo, en el viejo centro histórico de la Ciudad de México.
Para los que somos orgullosamente UNAM, no nos dejan de sorprender las cariñosas evocaciones que René Avilés Fabila realiza en torno a uno de los lugares más emblemáticos, el Antiguo Colegio de San Ildefonso, la legendaria Preparatoria 1. A este lugar repleto de historia, que aparece en libros fundamentales, de prosa vigorosa y sonora, como El desastre de José Vasconcelos, yo solía acudir a buscar amigos y a ver los murales de Orozco y Fermín Revueltas, iba a la diminuta sala cinematográfica Fósforo y a El Generalito y en el auditorio Simón Bolívar escuchaba conferencias y sesiones musicales… (A la distancia, la logística actual del ACSI no ha perdido su encanto ¿verdad? Pero sigamos adelante.)
Después de llevarnos por los edificios y las calles que suscitaron sus primeros afectos y presagiaron su quehacer editorial, ahora su recorrido toma por asalto algunos lugares significativos para la vida de la ciudad y del país, como el Palacio Nacional y el Zócalo, parejera de toda la vida. De todos los sitios de Palacio Nacional, y aparte de los frescos de Rivera, me fascinaba visitar a Benito Juárez, iba al sitio llamado el Recinto de Juárez y me conmovía la severidad con la que vivía y los atroces sufrimientos que padeció en sus últimos momentos, narrados de manera magistral por uno de sus mejores biógrafos: Héctor Pérez Martínez […] en Juárez el impasible. Como dato curioso, en esas épocas: los intelectuales estaban del lado del poder. (Paréntesis aparte: por las inmediaciones del Palacio Nacional, una heroica empresa cultural se gestaba para deleite de bibliófilos y deber de investigadores: el Boletín Bibliográfico Mexicano de la Secretaría de Hacienda, aún a la espera de su propia biografía.)
Respecto a los recintos dedicados a la cultura, merecen grata mención El Colegio Nacional (donde el autor, cuando niño, tuvo su primer encuentro con un gigante humanista llamado Jaime Torres Bodet) y la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, con todo y su famosa polémica por la publicación de Los hijos de Sánchez de Oscar Lewis. (Ambas, hasta el día de hoy, gozan de cabal salud.)
Cabe señalar una presencia entrañable en la matria urbana y literaria de René Avilés Fabila: la legendaria librería de Polo Duarte, Libros Escogidos, donde la trinchera más perdurable del exilio español dio asilo a un sinnúmero de escritores presentes, pretéritos y futuros. Polo Duarte tenía verdaderos tesoros, libros viejos y nuevos, espléndidos. Poesía, además, una interminable colección de autógrafos, páginas arrancadas a libros de personajes famosos que habían parado en sus manos […] Allí […] concurrían el poeta Juan Rejano, el novelista Otaola y el crítico de cine Francisco Pina, todos ellos republicanos y hombres de vasta cultura y amplia generosidad. Entre los jóvenes iban Gustavo Sáinz, Gerardo de la Torre, José Agustín y yo, desde luego.
Cada vez que hablo de la ciudad, sea cual sea el pretexto, aquellos famosos versos de Constantino Cavafis vuelven a mi pensamiento y se empeñan en hallar su lugar en estas líneas: No hallarás otras tierras, no hallarás otro mar. La ciudad te habrá de seguir. Para René Avilés Fabila, como a Bernardo de Balbuena y a Salvador Novo en sendas obras clásicas, compartir su mirada en torno a la grandeza mexicana, nos recobra una ciudad que para nosotros hoy se antojaría la mejor de todas, o por lo menos, habitable por completo; mientras que para aquellos que la vivieron a flor de piel, es un grato regreso a la querencia.
En estos tiempos dedicados al rescate de las historias de la Historia (empleando una generosa expresión de Vicente Quirarte, también ilustre centrícola), Antigua grandeza mexicana es una importante contribución al recobrar, a la par de una historia personal, la vida privada de una ciudad que se niega a morir, una ciudad holográfica de donde surgirán, victoriosas, dos lecturas: la arquitectónica, en espera de una justa presencia que permita la conservación de los edificios todavía firmes, y la literaria, para reconocernos en las obras que nos han marcado como habitantes y viajeros del Centro Histórico. (Nunca es tarde para conocerlo muy fondo. De verdad.)

René Avilés Fabila. Antigua grandeza mexicana. Nostalgias del ombligo del mundo. México, Porrúa, 2010.

(16/noviembre/2012)

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