Uno de los objetivos primordiales de la Sociedad Nacional de Historiografía, además de realizar bienalmente el Encuentro Internacional de Lingüistas e Historiógrafos en la Facultad de Estudios Superiores, campus Norte, y de engrosar sus filas con el ingreso de nuevos investigadores, es la publicación –en su mayoría, coediciones– de una serie de libros, producto del esfuerzo investigador de sus integrantes; resultado del inconmensurable acervo acumulado por Carla W. Brightman. Sin embargo, una incógnita aún por develar era la toral preocupación de la Sociedad. Es decir, qué papel había jugado, directa e indirectamente, la investigadora alemana Hannelore Malmberg.
Según los asuntos tratados por la Sociedad en su sesión del 9 de septiembre, luego de nombrar como integrantes oficiales a las lingüistas Nidia Lapesa y Laura Leñero, a las historiadoras Miriam González y Rebeca de la Torre Guedea, y a la filósofa e investigadora en Humanidades, Ericka Mildred Ortega y Calvino, se acordó, mediante mutuo acuerdo, llevar a cabo un señero homenaje a la insigne investigadora. Y, por ello, fueron comisionadas estas últimas para escribir una muy sucinta cronología y, desde luego, un esbozo biográfico en torno a su vida, obra y milagros. Para ello, se pusieron en contacto con Eliseo Blancarte (bibliotecario en la Biblioteca Laurina y amigo personal de la Dra. Malmberg), quien les comentó de la precaria salud de la investigadora, cosa que no las desanimó del todo, e insistieron en concertar una cita con ella. Y dos días después, ya cansado de ser correo chuán entre ambas partes, por fin, les arregló un encuentro, con la condición de que también participe –dentro del proyecto– Laura Barrera, conductora del noticiario cultural Ventana 22. Para conseguir la ayuda de la periodista, no hubo tanto problema, puesto que la presidenta de la Sociedad, Ascensión F. de Enrigue, fue entrevistada durante la presentación del tercer tomo de las Obras Completas de su esposo, el Dr. Miguel Enrigue de León, y ella quedó de conseguirle un ejemplar firmado por el eximio investigador.
Ya concertada la cita, en Liverpool 76, la Dra. Malmberg (con ayuda de su hija Myriam) las recibió con agrado y con buenos ánimos para llevar a efecto la entrevista. Myriam sugirió que se realizara en la biblioteca personal de su madre. Con las grabadoras desenfundadas y una micro cámara (metida de contrabando) encendida, doña Anita (como la llamaban sus vecinos desde que llegó a México) procedió a contar su vida. “Desde que mi memoria lo permite, siempre he sabido que los Malmberg, antaños y pospretéritos, terminan por asirse a los arcanos de la palabra o de los números, ya que eso permite conocer, de manera sucinta, su mundo interior, y del como mueve al exterior.
“Nací el 12 de octubre de 1925 en la ciudad de Berlín, dentro del seno de una familia de origen judío, con profundas dotes intelectuales y científicas. Leopold Malmberg, mi padre, era bibliotecario en la Nacional de Berlín; mi madre, Anna Krause, enfermera que sirvió en la Cruz Roja durante la Primera guerra mundial. Ellos tuvieron en total cinco hijos: Benjamín, quien fue soldado en el ejército alemán; Sarah, enfermera, como mamá, claro; Leonard, a la postre, físico nuclear; Myriam, posteriormente, una tremenda economista, y yo, la menor de todas, filóloga. A todos se nos inculcó el amor por las letras y los números, a pesar de la distancia creada por nuestras respectivas áreas. [....] En 1939, cuando estuve por ingresar al liceo, nos enteramos de la amarga noticia de la invasión nazi a Polonia. Con eso, mi padre supo que pronto correríamos con la misma suerte. Ni tardos ni perezosos, logramos salir de Alemania. Peregrinamos por muchos lugares: primero París, donde mi hermana Sarah conoció a un joven comunista francés, Henri Meyer, quien se la lleva a España (a donde también fuimos a parar), y termina asistiendo a los heridos del frente republicano durante la Guerra Civil. Mi padre, con profética intuición, sabía lo que iba a pasar, y nos llevó consigo hasta Inglaterra. En Londres, supimos de la infame victoria franquista, y esperamos en vano el regreso de mi hermana y de mi cuñado el francés. Pero tampoco nos salvamos del inminente destino que enmarca la guerra. Cuando ocurren los bombardeos nazis a la ciudad, mi padre nos envió junto con mi madre a Edimburgo, para estar a salvo, mientras él se quedaría con mi hermano Benjamín a rescatar las pocas vidas que quedaban allí. Al término de la guerra, mi padre nos alcanzó en Escocia, pero solo: Benjamín murió en un bombardeo cuando trataba de salvarle la vida a unas niñas que habían quedado atrapadas bajo las ruinas de un internado. Después de ese amargo episodio, mi padre, cansado y avejentado por dos guerras, sugirió que viajáramos hacia Estados Unidos para, de alguna forma, empezar desde cero (y lo decía por mí, especialmente, ja, ja, ja, ja).
“En septiembre de 1946, llegamos a Nueva York, señal de buena fortuna luego de haber estado casi diez años viviendo como extranjeros en nuestro propio continente. Por fin, ¡una tierra a la cual llamar casa! Tres años después, y de haber vivido de la caridad dada por la Comunidad Judía, decidimos fijar nuestra residencia en el estado de Nueva Jersey, donde Leonard, Myriam y yo ingresamos a la Universidad de Princeton. Leo estudió Física nuclear (uno de sus maestros fue el mismo Albert Einstein); Myriam, Economía, donde fue compañera del notable John F. Nash (a la postre, Premio Nobel de Economía 1994), y yo, en cambio, estudié Filología. Desgraciadamente, cuando Leo acababa de titularse, mi padre falleció. Era el año de 1958. Decidimos cremar sus restos y llevarlos al Mar Mediterráneo, según su última voluntad. Dos años después, mi madre, mermada por el cáncer, también falleció. En el verano de 1962, aprovechando un viaje a Grecia, depositamos las cenizas de ambos en el mar.
“Según recuerdo, o logro recordar –ya no me siento tan joven, saben–, fui una alumna notable... Bueno, tal vez así lo vea. Pero no niego que, lo poco que sé (o sabía, yo no sé) me llevó a ser alumna de Roman Jakobson en el Massachussets Institute of Technology. Además del café caliente, las anécdotas en ruso, y los galanteos de mis compañeros, lo que, en verdad, agradezco es haber conocido a dos personas muy importantes en mi vida. Por un lado, mi finado esposo, William Gossman, judío como yo, antropólogo, y con quien compartía el gusto por las lenguas indígenas americanas, las bicicletas, el té de la India, Monet, y, nuestra gran pasión, Myriam Laurette, mi hija, nacida en 1961. Y por otro, a mi amiga de toda la vida, Carla Madeline Williams, quien estudió Historia en Cambridge, donde fue compañera del famoso Eric Hobsbawn. Juntas tuvimos una afición mutua: coleccionar miríadas de archivos y documentos particulares, los cuales comprábamos casi por kilo, e incluso ofrecíamos estratosféricas cantidades si se trataban de manuscritos acerca de las Letras o la Historia de México. Y como la situación nos la pintan calva, pasaron dos cosas. Una, a William le ofrecieron la cátedra de Antropología lingüística en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, en la ciudad de México; otra, Carla, al casarse con Harry Leslie Brightman, diplomático de tiempo compartido, también terminaría en México, ya que lo nombraron Primer Cónsul de la Embajada Norteamericana. En 1966, llegamos aquí, para nunca más salir”.
Doña Anita pidió a sus interlocutoras hacer una pausa para disfrutar de esa otra hurdidora de historias: la hora de la comida, donde lo más granado de la memoria se roza con las boutades que sólo el grandioso sabor del mole poblano, la sopa de calabacitas y los chongos zamoranos, puede ofrecer como confluencia de tiempos viejos y tiempos nuevos. Degustados los alimentos y acabada el agua de horchata, la Dra. Malmberg continuó su relato. “En 1970, ayudé a Carla con la compra del archivo personal de Pierre-Marie Mirelles, del cual su descendiente, Leonardo Valiñas Díaz (un médico de quien no deseo acordarme), se deshizo de tamaño acervo nada más para saldar sus gastos funerarios, y, claro, si la muerte no le sentó bien, mucho menos a sus papeles. Por esos mismos años, ella conoció al legendario Arturo Alfonso Cabrera, un flamante jubilado de Teléfonos de México, de quien se decía que ése no era su verdadero nombre; tampoco era una pera en dulce, ya que le gustaba hurgar ratonilmente por los archivos del Ministerio de Comunicaciones. Una de sus pesquisas, por poco le cuesta la cárcel o la orfandad a sus hijas –a quienes estimamos mucho, ¿no es así, Myriam?– Pues bien, para hacerles un favor, compramos sus documentos, para que ellas pudieran vivir decorosamente. Eso también ocurrió con los papeles de Eugène Broca, en 1980, y con los del pobrecito Enrique Solano, al que su prematuro Alzheimer terminó por vencerle”.
En ese momento, Laura Barrera sacó la casta periodística con la siguiente pregunta: “Dra. Malmberg: Luego de la muerte de su amiga Carla W. Brightman, ¿Pensaba cuál sería el destino final de su colección documental?” Y la doctora contestó, muy convincente de sí misma: “Bueno, a Carla no le pasó por su cabeza donarlos a alguna universidad. Simplemente su coleccionismo (o urraquismo, debería decir) no tuvo límites, y eso llevó a su esposo Leslie y a su hijo Frank Truman a las puertas de la locura, pues su esposo se suicidó aventándose del edificio de la Lotería Nacional en 1988 (algunos pensaron que fue a causa del fraude electoral), y a su hijo, a ahogarse en el Mar de Maracaibo, en Venezuela, bajo pretexto de unas vacaciones. Esto creo que fue en...¡Ay, hijita! Tú, ¿recuerdas? Mmmm... ¡Ya!, en 1990. Desde entonces, se dejó a la buena de Dios, para luego morir en 1992. Casi al mismo tiempo que mi querido esposo, quien me dejó el 10 de mayo de 1993.
“¿Y del archivo? ¡Yo fui la primera en oponerme que terminara en Puebla! Pero, claro, ¿qué se puede hacer contra la burocracia?” (“Pues, madre, estar con ella, ¿no crees?”, dijo su hija con sorna.) “Y ¿saben lo que hice? No lo podrían creer, viniendo de una vieja como yo, ja, ja, ja, ja, pues bien, soborné a algunos funcionarios para que aquellas investigadoras universitarias dieran a conocer los arcanos que los documentos guardaron por muchos años. Y cuando supe de la publicación del Códice Máynez, tuve una reacción encontrada. Gastamos en vano, Carla y yo, bastante dinero y muchos años de nuestra vida, para hacernos de esos documentos, para que ahora se publiquen y pasen de un sueño a otro. Lo mismo con los Manuscritos misioneros de Mirelles, los Epistolarios de Enrique Solano, y ese “juguete lexicográfico” llamado Diccionario Transoceánico de Comunicaciones. ¿Por qué despertarlos de un sueño para sumirlos en otro? No, ¡no me parece justo! Eh.... al menos, eso pienso.”
En ese momentáneo impasse de memoria, la pericia se vuelve pregunta, y esta vez, la Dra. Rebeca de la Torre le hace una última pregunta: “Dra. Malmberg: Después de haber hecho un pequeño acercamiento a su trayectoria –hablamos de 35 años, ¿no es así?– ¿qué resta para el futuro?” Y la señera señora responde con cierto dejo de incertidumbre: “Eh.... Pues pienso terminar mis memorias, mi hija me ayuda en eso, porque, como ya se sabe, el olvido ya casi me tiene secuestrada del todo, y para darle alcance, recurro a grabadoras –como las suyas– para ello, pues. Respecto a las investigaciones, ¿para qué preguntan si ustedes ya lo han leído y escrito casi todo?, ja, ja, ja, ja. Y... (Dirigiéndose a su hija) ¿qué más?” Interviene Myriam Gossman: “Creo que por hoy es suficiente, ya tendremos mucho tiempo para que entretengas a tus visitas, madre. Así que... ¿para cuándo la próxima vez?“ Entre todas responden que para la siguiente semana, en especial el 18 de septiembre. Aceptado el acuerdo, se despidieron de ellas, con la esperanza que la siguiente reunión sea mejor que las venideras. Además, ya sólo faltaban quince minutos para que Laura Barrera diera inicio a su noticiario cultural, aunque, para ser honestos, creo que no le importaba del todo. Al menos, ese día.
Desgraciadamente, el 17 de septiembre, al mismo tiempo que la Sociedad llevaba a cabo su reunión semanal en el Salón de Actos del Palacio de Minería, Laura Barrera daba la fatal noticia: “Empezamos con una nota triste. A las tres de la tarde de hoy, falleció la insigne investigadora, académica y escritora alemana radicada en México desde 1966, Hannelore Malmberg, a causa de un paro cardiorrespiratorio. En estos momentos, sus restos son velados en una agencia funeraria en la calle de Félix Cuevas. Le sobrevive su hija Myriam Gossman, quien informó a este noticiario que el féretro permanecerá hasta las cinco de la tarde del día de mañana; después, sus restos serán cremados y dispersados en el puerto de Veracruz. En los próximos días, dará a conocer las últimas disposiciones que su madre dejó listas para cumplirse posterior a su muerte. Descanse en paz”.
Después de las ocho de la noche, todos los integrantes de la Sociedad dieron el respectivo pésame a Myriam Gossman, para después montar una guardia de honor durante una hora. Luego hicieron lo propio tres miembros de la Academia Nacional de la Lengua: Raymundo Barthes Arreola, Rubén Darío Beristain Yáñez y Miguel Ángel Torres Alfonso. (En entrevistas posteriores, el Rector de la Universidad Nacional, la Directora de la Facultad de Estudios Superiores, campus Norte, y la Presidenta de la Sociedad Nacional de Historiografía, anunciaron que sí se realizará el consabido homenaje, tal y como se había acordado, a principios del mes de mayo del siguiente año.)
En la reunión extraordinaria de la Sociedad, llevada a efecto el 4 de octubre, en el Auditorio del Programa de Investigación del campus Norte, Myriam Laurette Gossman Malmberg dio a conocer las disposiciones correspondientes: 1) La casa de Liverpool 76 será donada a la Sociedad Nacional de Historiografía, como domicilio fijo de la misma, donde llevará a cabo sus actividades. 2) Se crea la Beca Myriam Gossman para incentivar las investigaciones en Letras Hispánicas, Historia y Filosofía. 3) Se instituye el Premio Hannelore Malmberg a las mejores investigaciones en los ramos lingüístico, literario, filológico, histórico y filosófico, hechas a lo largo del año. El anuncio anual de los ganadores se dará puntualmente cada 17 de septiembre, y la entrega formal, el 12 de octubre. Y 4) Los documentos personales y su extensa biblioteca quedarán bajo resguardo de la Universidad, con la creación del Fondo Reservado Carla Williams Brightman.
Según los asuntos tratados por la Sociedad en su sesión del 9 de septiembre, luego de nombrar como integrantes oficiales a las lingüistas Nidia Lapesa y Laura Leñero, a las historiadoras Miriam González y Rebeca de la Torre Guedea, y a la filósofa e investigadora en Humanidades, Ericka Mildred Ortega y Calvino, se acordó, mediante mutuo acuerdo, llevar a cabo un señero homenaje a la insigne investigadora. Y, por ello, fueron comisionadas estas últimas para escribir una muy sucinta cronología y, desde luego, un esbozo biográfico en torno a su vida, obra y milagros. Para ello, se pusieron en contacto con Eliseo Blancarte (bibliotecario en la Biblioteca Laurina y amigo personal de la Dra. Malmberg), quien les comentó de la precaria salud de la investigadora, cosa que no las desanimó del todo, e insistieron en concertar una cita con ella. Y dos días después, ya cansado de ser correo chuán entre ambas partes, por fin, les arregló un encuentro, con la condición de que también participe –dentro del proyecto– Laura Barrera, conductora del noticiario cultural Ventana 22. Para conseguir la ayuda de la periodista, no hubo tanto problema, puesto que la presidenta de la Sociedad, Ascensión F. de Enrigue, fue entrevistada durante la presentación del tercer tomo de las Obras Completas de su esposo, el Dr. Miguel Enrigue de León, y ella quedó de conseguirle un ejemplar firmado por el eximio investigador.
Ya concertada la cita, en Liverpool 76, la Dra. Malmberg (con ayuda de su hija Myriam) las recibió con agrado y con buenos ánimos para llevar a efecto la entrevista. Myriam sugirió que se realizara en la biblioteca personal de su madre. Con las grabadoras desenfundadas y una micro cámara (metida de contrabando) encendida, doña Anita (como la llamaban sus vecinos desde que llegó a México) procedió a contar su vida. “Desde que mi memoria lo permite, siempre he sabido que los Malmberg, antaños y pospretéritos, terminan por asirse a los arcanos de la palabra o de los números, ya que eso permite conocer, de manera sucinta, su mundo interior, y del como mueve al exterior.
“Nací el 12 de octubre de 1925 en la ciudad de Berlín, dentro del seno de una familia de origen judío, con profundas dotes intelectuales y científicas. Leopold Malmberg, mi padre, era bibliotecario en la Nacional de Berlín; mi madre, Anna Krause, enfermera que sirvió en la Cruz Roja durante la Primera guerra mundial. Ellos tuvieron en total cinco hijos: Benjamín, quien fue soldado en el ejército alemán; Sarah, enfermera, como mamá, claro; Leonard, a la postre, físico nuclear; Myriam, posteriormente, una tremenda economista, y yo, la menor de todas, filóloga. A todos se nos inculcó el amor por las letras y los números, a pesar de la distancia creada por nuestras respectivas áreas. [....] En 1939, cuando estuve por ingresar al liceo, nos enteramos de la amarga noticia de la invasión nazi a Polonia. Con eso, mi padre supo que pronto correríamos con la misma suerte. Ni tardos ni perezosos, logramos salir de Alemania. Peregrinamos por muchos lugares: primero París, donde mi hermana Sarah conoció a un joven comunista francés, Henri Meyer, quien se la lleva a España (a donde también fuimos a parar), y termina asistiendo a los heridos del frente republicano durante la Guerra Civil. Mi padre, con profética intuición, sabía lo que iba a pasar, y nos llevó consigo hasta Inglaterra. En Londres, supimos de la infame victoria franquista, y esperamos en vano el regreso de mi hermana y de mi cuñado el francés. Pero tampoco nos salvamos del inminente destino que enmarca la guerra. Cuando ocurren los bombardeos nazis a la ciudad, mi padre nos envió junto con mi madre a Edimburgo, para estar a salvo, mientras él se quedaría con mi hermano Benjamín a rescatar las pocas vidas que quedaban allí. Al término de la guerra, mi padre nos alcanzó en Escocia, pero solo: Benjamín murió en un bombardeo cuando trataba de salvarle la vida a unas niñas que habían quedado atrapadas bajo las ruinas de un internado. Después de ese amargo episodio, mi padre, cansado y avejentado por dos guerras, sugirió que viajáramos hacia Estados Unidos para, de alguna forma, empezar desde cero (y lo decía por mí, especialmente, ja, ja, ja, ja).
“En septiembre de 1946, llegamos a Nueva York, señal de buena fortuna luego de haber estado casi diez años viviendo como extranjeros en nuestro propio continente. Por fin, ¡una tierra a la cual llamar casa! Tres años después, y de haber vivido de la caridad dada por la Comunidad Judía, decidimos fijar nuestra residencia en el estado de Nueva Jersey, donde Leonard, Myriam y yo ingresamos a la Universidad de Princeton. Leo estudió Física nuclear (uno de sus maestros fue el mismo Albert Einstein); Myriam, Economía, donde fue compañera del notable John F. Nash (a la postre, Premio Nobel de Economía 1994), y yo, en cambio, estudié Filología. Desgraciadamente, cuando Leo acababa de titularse, mi padre falleció. Era el año de 1958. Decidimos cremar sus restos y llevarlos al Mar Mediterráneo, según su última voluntad. Dos años después, mi madre, mermada por el cáncer, también falleció. En el verano de 1962, aprovechando un viaje a Grecia, depositamos las cenizas de ambos en el mar.
“Según recuerdo, o logro recordar –ya no me siento tan joven, saben–, fui una alumna notable... Bueno, tal vez así lo vea. Pero no niego que, lo poco que sé (o sabía, yo no sé) me llevó a ser alumna de Roman Jakobson en el Massachussets Institute of Technology. Además del café caliente, las anécdotas en ruso, y los galanteos de mis compañeros, lo que, en verdad, agradezco es haber conocido a dos personas muy importantes en mi vida. Por un lado, mi finado esposo, William Gossman, judío como yo, antropólogo, y con quien compartía el gusto por las lenguas indígenas americanas, las bicicletas, el té de la India, Monet, y, nuestra gran pasión, Myriam Laurette, mi hija, nacida en 1961. Y por otro, a mi amiga de toda la vida, Carla Madeline Williams, quien estudió Historia en Cambridge, donde fue compañera del famoso Eric Hobsbawn. Juntas tuvimos una afición mutua: coleccionar miríadas de archivos y documentos particulares, los cuales comprábamos casi por kilo, e incluso ofrecíamos estratosféricas cantidades si se trataban de manuscritos acerca de las Letras o la Historia de México. Y como la situación nos la pintan calva, pasaron dos cosas. Una, a William le ofrecieron la cátedra de Antropología lingüística en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, en la ciudad de México; otra, Carla, al casarse con Harry Leslie Brightman, diplomático de tiempo compartido, también terminaría en México, ya que lo nombraron Primer Cónsul de la Embajada Norteamericana. En 1966, llegamos aquí, para nunca más salir”.
Doña Anita pidió a sus interlocutoras hacer una pausa para disfrutar de esa otra hurdidora de historias: la hora de la comida, donde lo más granado de la memoria se roza con las boutades que sólo el grandioso sabor del mole poblano, la sopa de calabacitas y los chongos zamoranos, puede ofrecer como confluencia de tiempos viejos y tiempos nuevos. Degustados los alimentos y acabada el agua de horchata, la Dra. Malmberg continuó su relato. “En 1970, ayudé a Carla con la compra del archivo personal de Pierre-Marie Mirelles, del cual su descendiente, Leonardo Valiñas Díaz (un médico de quien no deseo acordarme), se deshizo de tamaño acervo nada más para saldar sus gastos funerarios, y, claro, si la muerte no le sentó bien, mucho menos a sus papeles. Por esos mismos años, ella conoció al legendario Arturo Alfonso Cabrera, un flamante jubilado de Teléfonos de México, de quien se decía que ése no era su verdadero nombre; tampoco era una pera en dulce, ya que le gustaba hurgar ratonilmente por los archivos del Ministerio de Comunicaciones. Una de sus pesquisas, por poco le cuesta la cárcel o la orfandad a sus hijas –a quienes estimamos mucho, ¿no es así, Myriam?– Pues bien, para hacerles un favor, compramos sus documentos, para que ellas pudieran vivir decorosamente. Eso también ocurrió con los papeles de Eugène Broca, en 1980, y con los del pobrecito Enrique Solano, al que su prematuro Alzheimer terminó por vencerle”.
En ese momento, Laura Barrera sacó la casta periodística con la siguiente pregunta: “Dra. Malmberg: Luego de la muerte de su amiga Carla W. Brightman, ¿Pensaba cuál sería el destino final de su colección documental?” Y la doctora contestó, muy convincente de sí misma: “Bueno, a Carla no le pasó por su cabeza donarlos a alguna universidad. Simplemente su coleccionismo (o urraquismo, debería decir) no tuvo límites, y eso llevó a su esposo Leslie y a su hijo Frank Truman a las puertas de la locura, pues su esposo se suicidó aventándose del edificio de la Lotería Nacional en 1988 (algunos pensaron que fue a causa del fraude electoral), y a su hijo, a ahogarse en el Mar de Maracaibo, en Venezuela, bajo pretexto de unas vacaciones. Esto creo que fue en...¡Ay, hijita! Tú, ¿recuerdas? Mmmm... ¡Ya!, en 1990. Desde entonces, se dejó a la buena de Dios, para luego morir en 1992. Casi al mismo tiempo que mi querido esposo, quien me dejó el 10 de mayo de 1993.
“¿Y del archivo? ¡Yo fui la primera en oponerme que terminara en Puebla! Pero, claro, ¿qué se puede hacer contra la burocracia?” (“Pues, madre, estar con ella, ¿no crees?”, dijo su hija con sorna.) “Y ¿saben lo que hice? No lo podrían creer, viniendo de una vieja como yo, ja, ja, ja, ja, pues bien, soborné a algunos funcionarios para que aquellas investigadoras universitarias dieran a conocer los arcanos que los documentos guardaron por muchos años. Y cuando supe de la publicación del Códice Máynez, tuve una reacción encontrada. Gastamos en vano, Carla y yo, bastante dinero y muchos años de nuestra vida, para hacernos de esos documentos, para que ahora se publiquen y pasen de un sueño a otro. Lo mismo con los Manuscritos misioneros de Mirelles, los Epistolarios de Enrique Solano, y ese “juguete lexicográfico” llamado Diccionario Transoceánico de Comunicaciones. ¿Por qué despertarlos de un sueño para sumirlos en otro? No, ¡no me parece justo! Eh.... al menos, eso pienso.”
En ese momentáneo impasse de memoria, la pericia se vuelve pregunta, y esta vez, la Dra. Rebeca de la Torre le hace una última pregunta: “Dra. Malmberg: Después de haber hecho un pequeño acercamiento a su trayectoria –hablamos de 35 años, ¿no es así?– ¿qué resta para el futuro?” Y la señera señora responde con cierto dejo de incertidumbre: “Eh.... Pues pienso terminar mis memorias, mi hija me ayuda en eso, porque, como ya se sabe, el olvido ya casi me tiene secuestrada del todo, y para darle alcance, recurro a grabadoras –como las suyas– para ello, pues. Respecto a las investigaciones, ¿para qué preguntan si ustedes ya lo han leído y escrito casi todo?, ja, ja, ja, ja. Y... (Dirigiéndose a su hija) ¿qué más?” Interviene Myriam Gossman: “Creo que por hoy es suficiente, ya tendremos mucho tiempo para que entretengas a tus visitas, madre. Así que... ¿para cuándo la próxima vez?“ Entre todas responden que para la siguiente semana, en especial el 18 de septiembre. Aceptado el acuerdo, se despidieron de ellas, con la esperanza que la siguiente reunión sea mejor que las venideras. Además, ya sólo faltaban quince minutos para que Laura Barrera diera inicio a su noticiario cultural, aunque, para ser honestos, creo que no le importaba del todo. Al menos, ese día.
Desgraciadamente, el 17 de septiembre, al mismo tiempo que la Sociedad llevaba a cabo su reunión semanal en el Salón de Actos del Palacio de Minería, Laura Barrera daba la fatal noticia: “Empezamos con una nota triste. A las tres de la tarde de hoy, falleció la insigne investigadora, académica y escritora alemana radicada en México desde 1966, Hannelore Malmberg, a causa de un paro cardiorrespiratorio. En estos momentos, sus restos son velados en una agencia funeraria en la calle de Félix Cuevas. Le sobrevive su hija Myriam Gossman, quien informó a este noticiario que el féretro permanecerá hasta las cinco de la tarde del día de mañana; después, sus restos serán cremados y dispersados en el puerto de Veracruz. En los próximos días, dará a conocer las últimas disposiciones que su madre dejó listas para cumplirse posterior a su muerte. Descanse en paz”.
Después de las ocho de la noche, todos los integrantes de la Sociedad dieron el respectivo pésame a Myriam Gossman, para después montar una guardia de honor durante una hora. Luego hicieron lo propio tres miembros de la Academia Nacional de la Lengua: Raymundo Barthes Arreola, Rubén Darío Beristain Yáñez y Miguel Ángel Torres Alfonso. (En entrevistas posteriores, el Rector de la Universidad Nacional, la Directora de la Facultad de Estudios Superiores, campus Norte, y la Presidenta de la Sociedad Nacional de Historiografía, anunciaron que sí se realizará el consabido homenaje, tal y como se había acordado, a principios del mes de mayo del siguiente año.)
En la reunión extraordinaria de la Sociedad, llevada a efecto el 4 de octubre, en el Auditorio del Programa de Investigación del campus Norte, Myriam Laurette Gossman Malmberg dio a conocer las disposiciones correspondientes: 1) La casa de Liverpool 76 será donada a la Sociedad Nacional de Historiografía, como domicilio fijo de la misma, donde llevará a cabo sus actividades. 2) Se crea la Beca Myriam Gossman para incentivar las investigaciones en Letras Hispánicas, Historia y Filosofía. 3) Se instituye el Premio Hannelore Malmberg a las mejores investigaciones en los ramos lingüístico, literario, filológico, histórico y filosófico, hechas a lo largo del año. El anuncio anual de los ganadores se dará puntualmente cada 17 de septiembre, y la entrega formal, el 12 de octubre. Y 4) Los documentos personales y su extensa biblioteca quedarán bajo resguardo de la Universidad, con la creación del Fondo Reservado Carla Williams Brightman.
Al año siguiente, el Premio Malmberg fue entregado a los siguientes trabajos: Nuevas filosofías del transtierro, de Ericka Mildred Ortega y Calvino; Las vueltas de la Historiografía, de Rebeca de la Torre Guedea, e Itinerarios alfonsinos, de Miguel Ángel Torres Alfonso. (Algunas categorías quedaron desiertas por falta de logística en las ternas.) Y la beca Gossman, por única vez, se repartió entre tres personas: el lingüista Salvador Altamirano Lara, el escritor Julio Monterroso, y el editor Abraham Perry Gerrard, quienes gozaran de sus beneficios durante todo un año. [¡Quién iba a pensar que el patrimonio de la Dra. Malmberg se dilapidara tan rápido! O, por lo menos, eso hizo ver su hijita. Usted, Lector, ¿Con quién se queda?]
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