Debido al período vacacional en todas las universidades, el Comité de Rescate Documental no pudo sesionar en el Auditorio del Programa de Investigación del campus Norte. Sin embargo, y aprovechando las nuevas tecnologías, la presidenta en turno del comité, Ana Laura Máynez Ojeda, logró comunicarse con la historiadora Rosalía Florescano Meyer, puesto que ella sería la siguiente investigadora en trabajar en el proyecto de rescate y estudio del Archivo C. W. Brightman; cuestión que el Comité había acordado en su última sesión, realizada en el Sanborns de Los Azulejos. Y como Pilar Garibay y Ascensión Fernández todavía estaban de viaje por España, Ana Máynez citó a Rosalía, a la semana siguiente, en la Librería Universitaria cercana a la Glorieta Insurgentes. Al encontrarse, le explicó que ya era hora de integrarse al equipo de rescate, y a la brevedad, le proporcionaría los documentos para su respectivo estudio.
Los documentos en cuestión eran los siguientes: una serie de cartas que había recibido, a lo largo del siglo XX, el escritor e historiador diletante Enrique V. Solano. Estas cartas fueron encontradas en una de las enmohecidas cajas del Archivo, que cayeron en las manos de la coleccionista luego que las pertenencias del eximio humanista fueran repartidas, posterior a su muerte, en mayo de 1990, entre diferentes coleccionistas y anticuarios (uno de ellos, la Sra. Brightman). Desde luego, el gusto de la británica le duró todavía dos años, hasta su muerte el 20 de julio de 1992. Y como parte del trabajo consistió en fotocopiar todas las cartas, Rosalía consiguió, en el almacén de bajas del Patronato Universitario, una fotocopiadora (que, para su buena fortuna, estuvo en la oficina del rector De la Fuente, luego de una vapuleada reelección). Ya instalada en su casa, leyó todas las cartas, para después redactar un primer informe sobre el estado y condiciones del epistolario. Posteriormente, clasificarlas según sea necesario.
El primer epistolario de Solano lo inició con el periodista norteamericano John Kenneth Turner, quien a principios de siglo se encontraba en México. La forma en que se conocieron fue de lo más peculiar: Turner, disfrazado como empresario, conoció las ínfimas condiciones laborales en las que los indígenas trabajaban en los campos henequeneros, en Yucatán; mismos datos que su México bárbaro terminaría consignando. Cuando Turner se detuvo a comer en Mérida, uno de los meseros que lo atendió, al verle más semblante de escritor que de empresario, le preguntó por su trabajo, a qué se dedica, en fin, esas cosas que sólo la curiosidad, así de democrática, saca a flote. Total, que entre ambos comenzó una amistad de dos años, mismos en que se enviaron sendas cartas, donde confesaban mutuas inquietudes y futuros proyectos. (Aquel mesero, quien cinco años después egresó de la Escuela de Jurisprudencia, era Enrique V. Solano.) Por desgracia, las cartas que envió a Turner, nunca se hallaron en el archivo del periodista, ya que, entre su separación de Ethel Duffy y su nuevo matrimonio, terminaron por perderse.
El segundo epistolario, además de oler a té de manzanilla y habanos Veracruz, lo tuvo con un joven poeta, a quien conoció en 1937 en el Congreso de Escritores Antifascistas de Valencia. Aquel poeta le contaba sus inquietudes respecto de la creación literaria, sus posturas acerca de la política de izquierda, cosas que enervarían a cualquier radical y palidecerían a todo conservador que se respete. De vuelta en México, esa amistad se afianzó día tras día, hasta que dicho poeta, al volverse diplomático de tiempo compartido, no sólo cambió de país, sino hasta de esposa y amigos, entre éstos el propio Solano. Y para acabarla de amolar, las cartas que le envió al poeta, las quemó –junto con su ropa y otros adminículos– la anterior esposa de este, con el tristemente célebre nombre de Elena.
Ordenar el tercer epistolario le resultó a Rosalía ser la más difícil empresa, debido a que la llevó a vivir, durante dos meses, en San José de Gracia, Mich. Según las cartas que Solano envió al historiador Luis González y González, con quien entabló dicha correspondencia (hermosa, a decir verdad), éste se escondió, por invitación del eximio historiador, en su pueblo natal. En esas cartas, hablaba de la necesidad de indagar sobre las propias raíces, y que, para conocer cómo se mueve el mundo, menester es hablar de la propia aldea. Tantas fueron sus inclinaciones históricas, que González y González lo recomendó para ingresar a El Colegio de México. Sin embargo, esa relación quedó trunca debido a que, años después, salió a la luz la obra más conocida del historiador: Pueblo en vilo. (De los motivos, mejor ni hablar.)
Para el cuarto epistolario, Rosalía (pese a su asma política y a su ciática de temple cristero) se sumergió en las entrañas del antiguo Palacio de Lecumberri, hoy Archivo General de la Nación, porque allí descubriría algunos detalles que le llevaran a ordenar las cartas de Solano con el siempre combativo José Revueltas. Cuando ambos ingresaron a la cárcel de Lecumberri (uno, por disolución social; otro, por evasión hacendaria), en 1969, lograron entablar una comunicación epistolar –aunque los separaban cinco crujías– que duraría hasta la muerte del escritor. Lo más raro del acervo, es que las primeras cartas que envió Solano a Revueltas las redactó sobre papel de estraza (basura que tiraba uno de sus compañeros de celda luego de degustar unas grasosas quesadillas de sesos, muy a pesar de la cuchareada hecha por los guardias del penal). El resto de las cartas (escritas en papel revolución) las escribió posterior a su salida de la cárcel. La materia de éstas, propiamente hablando, eran objeto de innumerables polémicas (por la política, desde luego), mismas que pasaban a segundo plano después que Solano probaba el delicioso molito que Mariate, la esposa de Revueltas, preparaba en su casa. Desgraciadamente, a la muerte del escritor, las cartas que envió a Revueltas se perdieron, gracias a que una gotera en el apartamento del duranguense acabó con algunos de sus papeles.
Antes de ordenar el quinto y último epistolario, Rosalía recibió la visita de una antigua alumna (y ahora flamante colega historiadora), Miriam González Meyer. Le contó acerca del proyecto en que se hallaba inmersa, y en algún punto de la conversación, Miriam le comentó que ella tiene en su poder unos manuscritos de Enrique V. Solano, ya que ella, mientras investigaba acerca de la Guerra Cristera, le llegaron unos papeles suyos, testimonio de sus andanzas en los últimos años de la Revolución, y en todo el período cristero. Afortunadamente, Miriam logró conservarlos puesto que el anticuario a quien había conocido y dado los manuscritos, se los dejó, debido esto a su repentina muerte. Desde luego, Rosalía vio en esta buena intención de Miriam una idea genial: que ambas trabajaran al alimón en la edición crítica del epistolario, aparte de sacar a la luz otros textos escritos por Solano. Y luego de ordenar el último epistolario conformado por las cartas que Solano recibió del escritor argentino Jorge Luis Borges (como resultado de una breve relación que tuvo con él desde marzo de 1985 hasta su muerte en junio de 1986), Rosalía se comunicó con Ana Máynez para informarle que la investigación estaba terminada, y proponerle que Miriam González Meyer se uniera al equipo, sea de manera directa o indirecta, según se viera. Por aquellos días, Ascensión Fernández y Pilar Garibay ya habían regresado de Europa, por lo que Ana Máynez se puso en contacto con ellas de inmediato.
La siguiente sesión se llevó a cabo en el Auditorio Fray Bernardino de Sahagún del Museo de Antropología. Allí, Rosalía Florescano presentó su informe de trabajo, se conformó la creación de la Sociedad Nacional de Historiografía (evolución del Comité de Rescate Documental para el Archivo Brightman), debido a que sus integrantes no sólo abarcarían la vertiente lingüística, sino también las realizadas en disciplinas paralelas. El Directorio de la Sociedad quedó de la siguiente manera: Ascensión Fernández Merino, Presidenta; Pilar Garibay Portilla, Secretaria; Ana Laura Máynez Ojeda, Tesorera; Bárbara Belmar Pimentel, Prosecretaria; Leopoldo Valera de Cuellar, Protesorero; Rosalía Florescano Meyer y Patricia Matute von Wobeser, Vocales. El primer acto de dicha Sociedad fue nombrar como integrante honoraria a la historiadora Miriam González Meyer.
Los documentos en cuestión eran los siguientes: una serie de cartas que había recibido, a lo largo del siglo XX, el escritor e historiador diletante Enrique V. Solano. Estas cartas fueron encontradas en una de las enmohecidas cajas del Archivo, que cayeron en las manos de la coleccionista luego que las pertenencias del eximio humanista fueran repartidas, posterior a su muerte, en mayo de 1990, entre diferentes coleccionistas y anticuarios (uno de ellos, la Sra. Brightman). Desde luego, el gusto de la británica le duró todavía dos años, hasta su muerte el 20 de julio de 1992. Y como parte del trabajo consistió en fotocopiar todas las cartas, Rosalía consiguió, en el almacén de bajas del Patronato Universitario, una fotocopiadora (que, para su buena fortuna, estuvo en la oficina del rector De la Fuente, luego de una vapuleada reelección). Ya instalada en su casa, leyó todas las cartas, para después redactar un primer informe sobre el estado y condiciones del epistolario. Posteriormente, clasificarlas según sea necesario.
El primer epistolario de Solano lo inició con el periodista norteamericano John Kenneth Turner, quien a principios de siglo se encontraba en México. La forma en que se conocieron fue de lo más peculiar: Turner, disfrazado como empresario, conoció las ínfimas condiciones laborales en las que los indígenas trabajaban en los campos henequeneros, en Yucatán; mismos datos que su México bárbaro terminaría consignando. Cuando Turner se detuvo a comer en Mérida, uno de los meseros que lo atendió, al verle más semblante de escritor que de empresario, le preguntó por su trabajo, a qué se dedica, en fin, esas cosas que sólo la curiosidad, así de democrática, saca a flote. Total, que entre ambos comenzó una amistad de dos años, mismos en que se enviaron sendas cartas, donde confesaban mutuas inquietudes y futuros proyectos. (Aquel mesero, quien cinco años después egresó de la Escuela de Jurisprudencia, era Enrique V. Solano.) Por desgracia, las cartas que envió a Turner, nunca se hallaron en el archivo del periodista, ya que, entre su separación de Ethel Duffy y su nuevo matrimonio, terminaron por perderse.
El segundo epistolario, además de oler a té de manzanilla y habanos Veracruz, lo tuvo con un joven poeta, a quien conoció en 1937 en el Congreso de Escritores Antifascistas de Valencia. Aquel poeta le contaba sus inquietudes respecto de la creación literaria, sus posturas acerca de la política de izquierda, cosas que enervarían a cualquier radical y palidecerían a todo conservador que se respete. De vuelta en México, esa amistad se afianzó día tras día, hasta que dicho poeta, al volverse diplomático de tiempo compartido, no sólo cambió de país, sino hasta de esposa y amigos, entre éstos el propio Solano. Y para acabarla de amolar, las cartas que le envió al poeta, las quemó –junto con su ropa y otros adminículos– la anterior esposa de este, con el tristemente célebre nombre de Elena.
Ordenar el tercer epistolario le resultó a Rosalía ser la más difícil empresa, debido a que la llevó a vivir, durante dos meses, en San José de Gracia, Mich. Según las cartas que Solano envió al historiador Luis González y González, con quien entabló dicha correspondencia (hermosa, a decir verdad), éste se escondió, por invitación del eximio historiador, en su pueblo natal. En esas cartas, hablaba de la necesidad de indagar sobre las propias raíces, y que, para conocer cómo se mueve el mundo, menester es hablar de la propia aldea. Tantas fueron sus inclinaciones históricas, que González y González lo recomendó para ingresar a El Colegio de México. Sin embargo, esa relación quedó trunca debido a que, años después, salió a la luz la obra más conocida del historiador: Pueblo en vilo. (De los motivos, mejor ni hablar.)
Para el cuarto epistolario, Rosalía (pese a su asma política y a su ciática de temple cristero) se sumergió en las entrañas del antiguo Palacio de Lecumberri, hoy Archivo General de la Nación, porque allí descubriría algunos detalles que le llevaran a ordenar las cartas de Solano con el siempre combativo José Revueltas. Cuando ambos ingresaron a la cárcel de Lecumberri (uno, por disolución social; otro, por evasión hacendaria), en 1969, lograron entablar una comunicación epistolar –aunque los separaban cinco crujías– que duraría hasta la muerte del escritor. Lo más raro del acervo, es que las primeras cartas que envió Solano a Revueltas las redactó sobre papel de estraza (basura que tiraba uno de sus compañeros de celda luego de degustar unas grasosas quesadillas de sesos, muy a pesar de la cuchareada hecha por los guardias del penal). El resto de las cartas (escritas en papel revolución) las escribió posterior a su salida de la cárcel. La materia de éstas, propiamente hablando, eran objeto de innumerables polémicas (por la política, desde luego), mismas que pasaban a segundo plano después que Solano probaba el delicioso molito que Mariate, la esposa de Revueltas, preparaba en su casa. Desgraciadamente, a la muerte del escritor, las cartas que envió a Revueltas se perdieron, gracias a que una gotera en el apartamento del duranguense acabó con algunos de sus papeles.
Antes de ordenar el quinto y último epistolario, Rosalía recibió la visita de una antigua alumna (y ahora flamante colega historiadora), Miriam González Meyer. Le contó acerca del proyecto en que se hallaba inmersa, y en algún punto de la conversación, Miriam le comentó que ella tiene en su poder unos manuscritos de Enrique V. Solano, ya que ella, mientras investigaba acerca de la Guerra Cristera, le llegaron unos papeles suyos, testimonio de sus andanzas en los últimos años de la Revolución, y en todo el período cristero. Afortunadamente, Miriam logró conservarlos puesto que el anticuario a quien había conocido y dado los manuscritos, se los dejó, debido esto a su repentina muerte. Desde luego, Rosalía vio en esta buena intención de Miriam una idea genial: que ambas trabajaran al alimón en la edición crítica del epistolario, aparte de sacar a la luz otros textos escritos por Solano. Y luego de ordenar el último epistolario conformado por las cartas que Solano recibió del escritor argentino Jorge Luis Borges (como resultado de una breve relación que tuvo con él desde marzo de 1985 hasta su muerte en junio de 1986), Rosalía se comunicó con Ana Máynez para informarle que la investigación estaba terminada, y proponerle que Miriam González Meyer se uniera al equipo, sea de manera directa o indirecta, según se viera. Por aquellos días, Ascensión Fernández y Pilar Garibay ya habían regresado de Europa, por lo que Ana Máynez se puso en contacto con ellas de inmediato.
La siguiente sesión se llevó a cabo en el Auditorio Fray Bernardino de Sahagún del Museo de Antropología. Allí, Rosalía Florescano presentó su informe de trabajo, se conformó la creación de la Sociedad Nacional de Historiografía (evolución del Comité de Rescate Documental para el Archivo Brightman), debido a que sus integrantes no sólo abarcarían la vertiente lingüística, sino también las realizadas en disciplinas paralelas. El Directorio de la Sociedad quedó de la siguiente manera: Ascensión Fernández Merino, Presidenta; Pilar Garibay Portilla, Secretaria; Ana Laura Máynez Ojeda, Tesorera; Bárbara Belmar Pimentel, Prosecretaria; Leopoldo Valera de Cuellar, Protesorero; Rosalía Florescano Meyer y Patricia Matute von Wobeser, Vocales. El primer acto de dicha Sociedad fue nombrar como integrante honoraria a la historiadora Miriam González Meyer.
Cinco meses después, salió a la luz, en la Biblioteca del Universitario, el libro Memoria pospuesta. Cartas y manuscritos, de Enrique V. Solano, cuya edición crítica corrió a cargo de Rosalía Florescano Meyer y Miriam González Meyer. Para su fortuna (¿o desgracia?) las primeras tres ediciones se agotaron de forma paulatina. La primera, por la fuerte demanda del estudiantado de Historia, en la Facultad de Estudios Superiores, campus Norte. La segunda, en edición de bolsillo, que obsequió la Academia Nacional de la Historia en contubernio con la Sociedad Nacional de Historiografía. Y la tercera (en su totalidad y de un modo apenas insólito) por incineración, debida por un incendio en una librería universitaria. Después de esto, se intentó sacar una cuarta edición, sin embargo, los editores lo han pensado muchas veces, y seguirán así, aunque sobrevivan tres huelgas universitarias, dos exposiciones egipcias en el Museo de Antropología, y un efecto Borges. [Ya usted me dirá sus conclusiones, ¿verdad, Dra. Malmberg?]
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