Luego de la publicación del facsímil del Códice Máynez, a la Dra. Ana Laura Máynez Ojeda (sin parentesco alguno con el depositario del documento, claro) se le comisionó emprender la labor de paleografiar, fijar y hacer el estudio crítico de unos manuscritos sobre lingüistas misioneros, también desbalagados en el Archivo Carla Williams Brightman. Desde luego, con el respectivo apoyo por parte de la Universidad y del Instituto Nacional de Antropología.
Para que sus pesquisas tuvieran un buen rumbo, requirió asesorarse por sus amigas y colegas Pilar Garibay y Ascensión Fernández, cosa que nunca se realizó puesto que Pilar se cambió de casa y por su presente naturaleza no tendría tiempo para asesorarla; tampoco Ascensión Fernández, quien se encontraba en un congreso internacional de Filología en la Complutense de Madrid, España. Sin embargo, esto no la desanimó (pero la hizo acreedora a una gripe de investigador, un dolor de tobillo durante dos semanas y a una afonía que le duró tres días), y recurrió, sin pensarlo, a su colega Leopoldo Valera, investigador del Instituto de Investigaciones Antropológicas y un inusitado e inédito autor de líricos correos electrónicos.
Cuando pasó al Fondo Reservado de la Biblioteca Nacional, donde le proporcionarían los documentos requeridos, se llevó un enorme susto cuando se dio cuenta que, no sólo era un pequeño legajo, ¡sino cinco! Afortunadamente, Librado Villavázquez, encargado del Fondo reservado, le permitiría llevarse un legajo por mes para su estudio detallado. Ana Máynez lo convenció de otro modo: leer un legajo diferente cada semana, realizar respectivas anotaciones, formularse posibles hipótesis al respecto, y, luego de tener ya diseñado un mapa de trabajo, ahora sí, llevarse uno por mes y hacer las aplicaciones necesarias. Un mes después, Ana llegó a una conclusión: en realidad, no había un solo autor a quien se le atribuyera la autoría de los Manuscritos misioneros, ¡sino cinco! Es decir, dicha autoría se debatía entre cinco personas en un lapso de 250 años.
Fechado en 1555, el primer legajo fue obra del franciscano español Felipe de Mendoza, quien se hallaba en el Bajío (región sur del actual estado de Guanajuato), donde aprendió la lengua de los naturales –en este caso una variante del tarasco– y con base a sus observaciones, ideó un Breve Arte de la lengua tarasca, el cual terminó en 1590, pero permaneció inédito hasta ahora. (Es más, la única gramática conocida en la época no pasa de ser la de Maturino Gilberti, por fortuna y desgracia.)
En 1609, otro fraile, esta vez agustino, Bernardo del Toral, residente en la provincia de la Nueva Galicia, partió hacia el extremo oeste (el actual territorio de Nayarit) donde también su labor misionera se vio empañada por la hostilidad de los indígenas huicholes hacia su persona, por lo que se refugió hasta que los naturales se acostumbraran a su presencia. Después de dos años, el agustino, ni tardo ni perezoso, aprendió su lengua. Primero realizó –para uso de sí– un Vocabulario del huichol, que dio lugar, cinco años después, a su Arte de la lengua huichol, terminada en 1626, con una ligera apostilla añadida a los dos años. En ese tiempo, regresó a Guadalajara para convertirse en el nuevo auxiliar del arzobispo, por lo que sus notas y manuscritos quedaron en el completo olvido. (Del Toral murió en 1676, pero para sus investigaciones ya había muerto años atrás.)
En 1711, un fraile de la Compañía de Jesús, Rodrigo de Granada, rescató los apuntes de Del Toral, puesto que, al revisarlos, obtuvo las bases para llevar a cabo su misión catequizadora en el norte de la Nueva Galicia (territorio actual de Sinaloa), ya que le tocaría proseguir con la labor emprendida por su antecesor. En Sinaloa, supo de la lengua cahita, en la que se metió de lleno por largos años, hasta tener lista una de las gramáticas más controvertidas respecto de esa lengua. Sin embargo, Granada murió en 1731, debido a una fuerte congestión intestinal ocasionada por el cambio de dieta al que se había sometido, luego de veinte años de residir en Sinaloa. Uno de sus hermanos de orden (del que no sabemos su nombre) se quedó con sus manuscritos, copió algunas cosas y, seis años después, sacó a la luz el Arte de la lengua cahita (en la edición que posteriormente publicó Eustaquio Buelna.) Del resto de los papeles, nunca más se supo su paradero.
Por esos mismos años, en Chiapas, un dominico, Enrique Pérez de Marchena, realizó una gramática del tzeltal, con base a su labor de evangelización en esa comunidad indígena. El Pequeño Arte de la lengua tzeldal fue su obra final luego de seis años ininterrumpidos, hasta que una revuelta de indígenas lacandones acabó con todo vestigio de los agustinos, y fue incierto el paradero de sus manuscritos.
Diez años más tarde, un jesuita, Fernando Díaz Mora, de camino a Yucatán, pasó por Chiapas y se enteró de la suerte que habían corrido algunos religiosos por esa zona. Se detuvo en las ruinas del convento agustino donde había estado Pérez de Marchena, las revisó minuciosamente y logró rescatar los pocos legajos del agustino. (Para su sorpresa, el Arte estaba completo.) Y con semejante material, lo llevó consigo hasta Yucatán, donde continuó con el postulado de la evangelización. No le costó mucho aclimatarse a las condiciones de los mayas, lo que facilitó, primero, la confección de un calepino, y, posteriormente, un Arte de la lengua maya, en 1755. Desgraciadamente, en 1767, por el destierro decretado por la Corona, este jesuita partió hacia el Vaticano, donde llegó a ser asistente del bibliotecario y erudito español Lorenzo Hervás y Panduro.
A la muerte del jesuita Díaz Mora, en 1810, un filólogo francés, Pierre-Marie Mirelles, se dio a la tarea de conseguir todas las gramáticas y vocabularios indígenas confeccionados en la Nueva España, última voluntad de su amigo y maestro. Así que, al llegar a México, no tuvo idea alguna en la que habría de meterse. Para su fortuna, logró obtener los papeles del franciscano Felipe de Mendoza, que se hallaban en poder del Corregidor de Querétaro (pariente lejano del fraile); los manuscritos de Del Toral y los de Rodrigo de Granada estaban en manos del padre Manuel Abad y Queipo (a la postre, fuerte opositor del padre Miguel Hidalgo), el cual se los vendió por una onerosa cantidad, para que, de una vez por todas, lo dejara en paz.
En Europa, Mirelles transcribió de su puño y letra todos los legajos, hasta ya tener arreglados todos los trabajos. Pero no tenía una dirección fija todo este proceso. Es decir, no sabía cómo afrontarlos y para qué iban a servir. Por fortuna, Wilhelm von Humboldt (hermano del infatigable Alexander) se hizo de un sinfín de gramáticas de lenguas indígenas (entre estas, las del otomí y del náhuatl), y logró asesorarlo para que él no quedara sin brújula, ni las gramáticas sin difundirse. Desgraciadamente, Mirelles murió en 1831 y a sus papeles se les obligó a dormir el sueño de los justos, hasta 1970, año en que el tataranieto de Pierre-Marie Mirelles, el médico mexicano Leonardo Valiñas Díaz, antes de morir, vendió todos los manuscritos familiares a la excéntrica coleccionista británica Carla W. Brightman. También otra muerte (en este caso, la de la coleccionista) los regresaría al olvido de los cientos de cajas, llenas de humedad y esporas, en la Biblioteca Angelina.
En 1995, el Comité de Rescate Documental (encabezado por Ascensión Fernández de Enrigue, Pilar Garibay Portilla, Ana Laura Máynez y Mariana Centenario), cuando rescató el archivo de Eugène Broca, hizo lo propio con el resto del acervo documental para su respectiva catalogación en la Biblioteca Nacional. Mediante un proceso rotatorio (en ocasiones, estocástico y aleatorio), se asignaría, a cada investigador interesado, un documento diferente para su minucioso y encomiable estudio.
Al año siguiente, la investigadora Máynez Ojeda sacó a la luz la edición facsimilar y crítica en cinco tomos de los Manuscritos misioneros de Mirelles, con el prólogo de Leopoldo Valera, y gracias a una beca de la Fundación Europea para la Ciencia y la Cultura, con sede en Londres, durante el último período administrativo de su directora, la Dra. Edith Díaz-Mireles, de quien se decía que era familiar lejana del eximio y admirable erudito francés en cuestión. [¿O qué? ¿Me dejará mentir otra vez, Dra. Malmberg?]
Para que sus pesquisas tuvieran un buen rumbo, requirió asesorarse por sus amigas y colegas Pilar Garibay y Ascensión Fernández, cosa que nunca se realizó puesto que Pilar se cambió de casa y por su presente naturaleza no tendría tiempo para asesorarla; tampoco Ascensión Fernández, quien se encontraba en un congreso internacional de Filología en la Complutense de Madrid, España. Sin embargo, esto no la desanimó (pero la hizo acreedora a una gripe de investigador, un dolor de tobillo durante dos semanas y a una afonía que le duró tres días), y recurrió, sin pensarlo, a su colega Leopoldo Valera, investigador del Instituto de Investigaciones Antropológicas y un inusitado e inédito autor de líricos correos electrónicos.
Cuando pasó al Fondo Reservado de la Biblioteca Nacional, donde le proporcionarían los documentos requeridos, se llevó un enorme susto cuando se dio cuenta que, no sólo era un pequeño legajo, ¡sino cinco! Afortunadamente, Librado Villavázquez, encargado del Fondo reservado, le permitiría llevarse un legajo por mes para su estudio detallado. Ana Máynez lo convenció de otro modo: leer un legajo diferente cada semana, realizar respectivas anotaciones, formularse posibles hipótesis al respecto, y, luego de tener ya diseñado un mapa de trabajo, ahora sí, llevarse uno por mes y hacer las aplicaciones necesarias. Un mes después, Ana llegó a una conclusión: en realidad, no había un solo autor a quien se le atribuyera la autoría de los Manuscritos misioneros, ¡sino cinco! Es decir, dicha autoría se debatía entre cinco personas en un lapso de 250 años.
Fechado en 1555, el primer legajo fue obra del franciscano español Felipe de Mendoza, quien se hallaba en el Bajío (región sur del actual estado de Guanajuato), donde aprendió la lengua de los naturales –en este caso una variante del tarasco– y con base a sus observaciones, ideó un Breve Arte de la lengua tarasca, el cual terminó en 1590, pero permaneció inédito hasta ahora. (Es más, la única gramática conocida en la época no pasa de ser la de Maturino Gilberti, por fortuna y desgracia.)
En 1609, otro fraile, esta vez agustino, Bernardo del Toral, residente en la provincia de la Nueva Galicia, partió hacia el extremo oeste (el actual territorio de Nayarit) donde también su labor misionera se vio empañada por la hostilidad de los indígenas huicholes hacia su persona, por lo que se refugió hasta que los naturales se acostumbraran a su presencia. Después de dos años, el agustino, ni tardo ni perezoso, aprendió su lengua. Primero realizó –para uso de sí– un Vocabulario del huichol, que dio lugar, cinco años después, a su Arte de la lengua huichol, terminada en 1626, con una ligera apostilla añadida a los dos años. En ese tiempo, regresó a Guadalajara para convertirse en el nuevo auxiliar del arzobispo, por lo que sus notas y manuscritos quedaron en el completo olvido. (Del Toral murió en 1676, pero para sus investigaciones ya había muerto años atrás.)
En 1711, un fraile de la Compañía de Jesús, Rodrigo de Granada, rescató los apuntes de Del Toral, puesto que, al revisarlos, obtuvo las bases para llevar a cabo su misión catequizadora en el norte de la Nueva Galicia (territorio actual de Sinaloa), ya que le tocaría proseguir con la labor emprendida por su antecesor. En Sinaloa, supo de la lengua cahita, en la que se metió de lleno por largos años, hasta tener lista una de las gramáticas más controvertidas respecto de esa lengua. Sin embargo, Granada murió en 1731, debido a una fuerte congestión intestinal ocasionada por el cambio de dieta al que se había sometido, luego de veinte años de residir en Sinaloa. Uno de sus hermanos de orden (del que no sabemos su nombre) se quedó con sus manuscritos, copió algunas cosas y, seis años después, sacó a la luz el Arte de la lengua cahita (en la edición que posteriormente publicó Eustaquio Buelna.) Del resto de los papeles, nunca más se supo su paradero.
Por esos mismos años, en Chiapas, un dominico, Enrique Pérez de Marchena, realizó una gramática del tzeltal, con base a su labor de evangelización en esa comunidad indígena. El Pequeño Arte de la lengua tzeldal fue su obra final luego de seis años ininterrumpidos, hasta que una revuelta de indígenas lacandones acabó con todo vestigio de los agustinos, y fue incierto el paradero de sus manuscritos.
Diez años más tarde, un jesuita, Fernando Díaz Mora, de camino a Yucatán, pasó por Chiapas y se enteró de la suerte que habían corrido algunos religiosos por esa zona. Se detuvo en las ruinas del convento agustino donde había estado Pérez de Marchena, las revisó minuciosamente y logró rescatar los pocos legajos del agustino. (Para su sorpresa, el Arte estaba completo.) Y con semejante material, lo llevó consigo hasta Yucatán, donde continuó con el postulado de la evangelización. No le costó mucho aclimatarse a las condiciones de los mayas, lo que facilitó, primero, la confección de un calepino, y, posteriormente, un Arte de la lengua maya, en 1755. Desgraciadamente, en 1767, por el destierro decretado por la Corona, este jesuita partió hacia el Vaticano, donde llegó a ser asistente del bibliotecario y erudito español Lorenzo Hervás y Panduro.
A la muerte del jesuita Díaz Mora, en 1810, un filólogo francés, Pierre-Marie Mirelles, se dio a la tarea de conseguir todas las gramáticas y vocabularios indígenas confeccionados en la Nueva España, última voluntad de su amigo y maestro. Así que, al llegar a México, no tuvo idea alguna en la que habría de meterse. Para su fortuna, logró obtener los papeles del franciscano Felipe de Mendoza, que se hallaban en poder del Corregidor de Querétaro (pariente lejano del fraile); los manuscritos de Del Toral y los de Rodrigo de Granada estaban en manos del padre Manuel Abad y Queipo (a la postre, fuerte opositor del padre Miguel Hidalgo), el cual se los vendió por una onerosa cantidad, para que, de una vez por todas, lo dejara en paz.
En Europa, Mirelles transcribió de su puño y letra todos los legajos, hasta ya tener arreglados todos los trabajos. Pero no tenía una dirección fija todo este proceso. Es decir, no sabía cómo afrontarlos y para qué iban a servir. Por fortuna, Wilhelm von Humboldt (hermano del infatigable Alexander) se hizo de un sinfín de gramáticas de lenguas indígenas (entre estas, las del otomí y del náhuatl), y logró asesorarlo para que él no quedara sin brújula, ni las gramáticas sin difundirse. Desgraciadamente, Mirelles murió en 1831 y a sus papeles se les obligó a dormir el sueño de los justos, hasta 1970, año en que el tataranieto de Pierre-Marie Mirelles, el médico mexicano Leonardo Valiñas Díaz, antes de morir, vendió todos los manuscritos familiares a la excéntrica coleccionista británica Carla W. Brightman. También otra muerte (en este caso, la de la coleccionista) los regresaría al olvido de los cientos de cajas, llenas de humedad y esporas, en la Biblioteca Angelina.
En 1995, el Comité de Rescate Documental (encabezado por Ascensión Fernández de Enrigue, Pilar Garibay Portilla, Ana Laura Máynez y Mariana Centenario), cuando rescató el archivo de Eugène Broca, hizo lo propio con el resto del acervo documental para su respectiva catalogación en la Biblioteca Nacional. Mediante un proceso rotatorio (en ocasiones, estocástico y aleatorio), se asignaría, a cada investigador interesado, un documento diferente para su minucioso y encomiable estudio.
Al año siguiente, la investigadora Máynez Ojeda sacó a la luz la edición facsimilar y crítica en cinco tomos de los Manuscritos misioneros de Mirelles, con el prólogo de Leopoldo Valera, y gracias a una beca de la Fundación Europea para la Ciencia y la Cultura, con sede en Londres, durante el último período administrativo de su directora, la Dra. Edith Díaz-Mireles, de quien se decía que era familiar lejana del eximio y admirable erudito francés en cuestión. [¿O qué? ¿Me dejará mentir otra vez, Dra. Malmberg?]
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