Gracias a un proceso estocástico y aleatorio, la Sociedad Nacional de Historiografía eligió a las últimas personas encargadas de sacar a flote el rescate y edición de los manuscritos restantes en el Archivo Brightman. Y fue estocástico y aleatorio, ya que nada más se reunieron la secretaria, la tesorera y las dos vocales, puesto que la presidenta tuvo una reunión de emergencia con el director del Instituto de Investigaciones Bibliográficas.
Las personas agraciadas con el privilegio de dar a conocer los documentos restantes son dos académicas de la Facultad de Estudios Superiores, campus Norte: Nidia Lapesa y Alatorre, y su otrora alumna y ahora correctora de estilo en un periódico de poca difusión, Laura Darina Leñero Barrera, quien en sus ratos libres atiende la marcha de Centuria Ediciones (misma que coeditó la memoria del Primer Encuentro de Profesionales de la Lengua). Al enterarse de tamaña encomienda, Laura Leñero fue la primera en negarse, ya que las esporas y hongos que invadían la totalidad de las cajas, no era benéfica para su salud. Después de tres dictámenes médicos hechos en dos hospitales públicos y uno privado (el cual, no sólo le quitó el tiempo, sino una fuerte suma de dinero por dos días de análisis), reiteró su compromiso.
A la semana del dictamen hecho por la Sociedad, tanto Nidia Lapesa como Leñero quedaron perplejas a ver el sinnúmero de cajas donde se albergan los textos en cuestión. Pero, gracias a un permiso especial del director de la Biblioteca Nacional (y a un descuido del encargado del Fondo reservado) sacaron las diez cajas y las llevaron al domicilio de la Profa. Lapesa. Luego de dos semanas ininterrumpidas, de ajustarse al presupuesto asignado por la Universidad y de que el esposo de Laura, el abogado José Luis Carranza, les consiguiera un amparo por evasión a la justicia, revisaron con parsimonia cada caja hasta sacar el último papel. Para su sorpresa, no sería así. Intercambiaron sendas notas, telefonearon a colegas para pertinentes aclaraciones, y nadie supo darles un mínimo norte. Resignadas, prosiguieron con su labor. Al final, sus pesquisas no estaban del todo erradas: habían hallado, entre todas las cosas, notas y planos para la confección de un diccionario (“Empresa fácil”, decía Laura Leñero), pero no uno cualquiera, sino de índole técnica.
En 1900, un ingeniero de origen francés, Arthur Alphonse, fue contratado por un empresario mexicano para introducir las nuevas innovaciones técnicas a México, dentro del panorama de las telecomunicaciones. Es decir que, durante su periplo técnico en que fue chícharo del equipo alemán de la Siemens, telegrafista en la estación ferroviaria de Buenavista, y hasta conductor de tranvía, recopiló una serie de términos técnicos usados en el rubro de las comunicaciones; inquietud que encajonó en una de las gavetas de su escritorio luego que la Revolución mexicana lo llevó hasta Veracruz, donde volvió a ser telegrafista (fue de los primeros en vivir el desembarco norteamericano de 1914) y para equilibrar los gastos de manutención de su esposa e hijas, también hizo de conserje en un hotel del puerto. Para fortuna de su proyecto, retomó en menor parte esas indagaciones, mismas que volvieron al cajón, luego que lo acusaran injustamente de simpatizar con Victoriano Huerta (chisme que le inventaron sus compañeros del hotel), y junto con su familia, se embarcó hacia España. Allí, como empleado del Servicio Postal, al servicio de la Segunda República Española, pasó de Madrid a Barcelona. Esa situación lo llevó a militar –a su debido tiempo– en los dos bandos en pugna durante la Guerra Civil. Así, en ambos, no sólo se ganó la simpatía de algunos jefes militares, sino compiló algo de léxico en torno a las comunicaciones.
Tras la derrota de la República Española, en 1940, pasó a Francia, donde –por su conocimiento del idioma inglés, español y alemán– entró a trabajar en radiodifusoras parisinas, e incluso llegó a participar en la Resistencia contra los nazis, hasta que un antiguo colega de la aventura mexicana de la Siemens lo trajo de regreso a México, y logró colocarlo en un minúsculo empleo dentro de Teléfonos de México, en el antiguo edificio de la calle de Victoria. En 1946, y con su nombre ya castellanizado, Arturo Alfonso pasó en limpio sus notas acumuladas a lo largo de muchos años y, al revisarlas, se dio cuenta que debería confeccionar un diccionario para el gremio de nuevos trabajadores en instituciones de índole comunicacional, y aprovechando su amistad con los veladores de Teléfonos de México, del Correo Central y del Ministerio de Comunicaciones (cuando estaba en el viejo edificio frente al Palacio de Minería), entraba por las noches, con el mayor sigilo, siempre a la cacería de minucias comunicativas. Así se pasó treinta años; luego, lo jubilaron. A su muerte, en 1979, sus hijas Ximena y Mercedes, a falta de dinero, vendieron sus manuscritos a un anticuario de la calle de Allende, quien (por razones obvias) remató su negocio (y todo lo que en él había) a la inglesa Carla Brightman, para que su insólito destino tuviese fin en las cajas del archivo hallado en la ciudad de Puebla, y al llegar a las instalaciones de la Universidad, la ahora conformada Sociedad Nacional de Historiografía, encargada de su rescate y publicación, no demoró en dar a conocer su acervo.
Cuando Nidia Lapesa y Laura Leñero terminaron de ordenar todas las fichas y de cotejarlas con el outline del diccionario, ya se tenía una idea clara de los resultados, es decir, la materia prima de unos ensayos al respecto. Sin embargo, prefirieron concluir el postergado proyecto de Arturo Alfonso. Por esta razón, tuvieron que solicitar, no sólo una prórroga para sus conclusiones, sino que hasta se pidió apoyo económico a la misma Universidad para tal objeto. Para su buena fortuna, un benefactor anónimo depositó en la cuenta bancaria de la Sociedad una cantidad excesivamente generosa, destinada a ese proyecto.
Después de dos meses, y con ánimos de workaholic, Nidia Lapesa y Laura Leñero concluyeron el Diccionario Transoceánico de Comunicaciones que Arturo Alfonso deseaba concretar a lo largo de toda una vida. Luego del favorable dictamen editorial (y del visto bueno de la Sociedad), al llegar las galeras a sus manos, sacaron dos fotocopias, destinadas a las nietas de Arturo Alfonso: Laura Cabrera y Miriam Solano, quienes se alegraron porque los manuscritos de su abuelo ahora están a buen recaudo.
Las personas agraciadas con el privilegio de dar a conocer los documentos restantes son dos académicas de la Facultad de Estudios Superiores, campus Norte: Nidia Lapesa y Alatorre, y su otrora alumna y ahora correctora de estilo en un periódico de poca difusión, Laura Darina Leñero Barrera, quien en sus ratos libres atiende la marcha de Centuria Ediciones (misma que coeditó la memoria del Primer Encuentro de Profesionales de la Lengua). Al enterarse de tamaña encomienda, Laura Leñero fue la primera en negarse, ya que las esporas y hongos que invadían la totalidad de las cajas, no era benéfica para su salud. Después de tres dictámenes médicos hechos en dos hospitales públicos y uno privado (el cual, no sólo le quitó el tiempo, sino una fuerte suma de dinero por dos días de análisis), reiteró su compromiso.
A la semana del dictamen hecho por la Sociedad, tanto Nidia Lapesa como Leñero quedaron perplejas a ver el sinnúmero de cajas donde se albergan los textos en cuestión. Pero, gracias a un permiso especial del director de la Biblioteca Nacional (y a un descuido del encargado del Fondo reservado) sacaron las diez cajas y las llevaron al domicilio de la Profa. Lapesa. Luego de dos semanas ininterrumpidas, de ajustarse al presupuesto asignado por la Universidad y de que el esposo de Laura, el abogado José Luis Carranza, les consiguiera un amparo por evasión a la justicia, revisaron con parsimonia cada caja hasta sacar el último papel. Para su sorpresa, no sería así. Intercambiaron sendas notas, telefonearon a colegas para pertinentes aclaraciones, y nadie supo darles un mínimo norte. Resignadas, prosiguieron con su labor. Al final, sus pesquisas no estaban del todo erradas: habían hallado, entre todas las cosas, notas y planos para la confección de un diccionario (“Empresa fácil”, decía Laura Leñero), pero no uno cualquiera, sino de índole técnica.
En 1900, un ingeniero de origen francés, Arthur Alphonse, fue contratado por un empresario mexicano para introducir las nuevas innovaciones técnicas a México, dentro del panorama de las telecomunicaciones. Es decir que, durante su periplo técnico en que fue chícharo del equipo alemán de la Siemens, telegrafista en la estación ferroviaria de Buenavista, y hasta conductor de tranvía, recopiló una serie de términos técnicos usados en el rubro de las comunicaciones; inquietud que encajonó en una de las gavetas de su escritorio luego que la Revolución mexicana lo llevó hasta Veracruz, donde volvió a ser telegrafista (fue de los primeros en vivir el desembarco norteamericano de 1914) y para equilibrar los gastos de manutención de su esposa e hijas, también hizo de conserje en un hotel del puerto. Para fortuna de su proyecto, retomó en menor parte esas indagaciones, mismas que volvieron al cajón, luego que lo acusaran injustamente de simpatizar con Victoriano Huerta (chisme que le inventaron sus compañeros del hotel), y junto con su familia, se embarcó hacia España. Allí, como empleado del Servicio Postal, al servicio de la Segunda República Española, pasó de Madrid a Barcelona. Esa situación lo llevó a militar –a su debido tiempo– en los dos bandos en pugna durante la Guerra Civil. Así, en ambos, no sólo se ganó la simpatía de algunos jefes militares, sino compiló algo de léxico en torno a las comunicaciones.
Tras la derrota de la República Española, en 1940, pasó a Francia, donde –por su conocimiento del idioma inglés, español y alemán– entró a trabajar en radiodifusoras parisinas, e incluso llegó a participar en la Resistencia contra los nazis, hasta que un antiguo colega de la aventura mexicana de la Siemens lo trajo de regreso a México, y logró colocarlo en un minúsculo empleo dentro de Teléfonos de México, en el antiguo edificio de la calle de Victoria. En 1946, y con su nombre ya castellanizado, Arturo Alfonso pasó en limpio sus notas acumuladas a lo largo de muchos años y, al revisarlas, se dio cuenta que debería confeccionar un diccionario para el gremio de nuevos trabajadores en instituciones de índole comunicacional, y aprovechando su amistad con los veladores de Teléfonos de México, del Correo Central y del Ministerio de Comunicaciones (cuando estaba en el viejo edificio frente al Palacio de Minería), entraba por las noches, con el mayor sigilo, siempre a la cacería de minucias comunicativas. Así se pasó treinta años; luego, lo jubilaron. A su muerte, en 1979, sus hijas Ximena y Mercedes, a falta de dinero, vendieron sus manuscritos a un anticuario de la calle de Allende, quien (por razones obvias) remató su negocio (y todo lo que en él había) a la inglesa Carla Brightman, para que su insólito destino tuviese fin en las cajas del archivo hallado en la ciudad de Puebla, y al llegar a las instalaciones de la Universidad, la ahora conformada Sociedad Nacional de Historiografía, encargada de su rescate y publicación, no demoró en dar a conocer su acervo.
Cuando Nidia Lapesa y Laura Leñero terminaron de ordenar todas las fichas y de cotejarlas con el outline del diccionario, ya se tenía una idea clara de los resultados, es decir, la materia prima de unos ensayos al respecto. Sin embargo, prefirieron concluir el postergado proyecto de Arturo Alfonso. Por esta razón, tuvieron que solicitar, no sólo una prórroga para sus conclusiones, sino que hasta se pidió apoyo económico a la misma Universidad para tal objeto. Para su buena fortuna, un benefactor anónimo depositó en la cuenta bancaria de la Sociedad una cantidad excesivamente generosa, destinada a ese proyecto.
Después de dos meses, y con ánimos de workaholic, Nidia Lapesa y Laura Leñero concluyeron el Diccionario Transoceánico de Comunicaciones que Arturo Alfonso deseaba concretar a lo largo de toda una vida. Luego del favorable dictamen editorial (y del visto bueno de la Sociedad), al llegar las galeras a sus manos, sacaron dos fotocopias, destinadas a las nietas de Arturo Alfonso: Laura Cabrera y Miriam Solano, quienes se alegraron porque los manuscritos de su abuelo ahora están a buen recaudo.
Posterior a su presentación formal en la Feria editorial del Palacio de Minería, a excepción de cincuenta ejemplares repartidos entre las investigadoras, la Sociedad de Historiografía y las nietas del ilustre Alfonso, el resto de la edición despareció misteriosamente de todas las librerías universitarias. Se dice que el Secretario de Gobernación, individuo de rancia memoria, mandó comprar todos los ejemplares existentes, cuyo ínfimo destino fue terminar en las bodegas de la Nueva Biblioteca de Buenavista, cerradas a piedra y lodo, bajo la pena de destierro a quien osare entrar en ellas. Otros dicen que el Ministro de Cultura del gobierno francés la compró en su totalidad para obsequiarla a todos los investigadores asistentes al Encuentro Internacional de Lingüistas de la Unión Europea, realizado del 15 al 17 de noviembre, en el Centro Beaubourg de París. [De antemano, usted ya lo sabe. Si llegara a dudar de algo, Dra. Malmberg, no tarde en expresarlo.]
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