miércoles, 13 de noviembre de 2013

Querencia y conversación

Ulises Velázquez Gil

En alguna entrevista consignada en Conversaciones, Emil Cioran mencionó una frase de cierta forma contundente: “Sólo existen los autores que son releídos”. Aunque incendiaria, esta sentencia encierra mucho de razón, dado que tanto los autores como los libros, luego de una o varias relecturas, suscitan varios regresos al punto de partida hasta volverse grata querencia y franco aprendizaje.
Un lector de tiempo completo, de nombre Jorge F. Hernández –y parroquiano de esta sección, claro está–, se une a esta empresa con un libro bastante sui generis, donde se conjugan admiración y maestrías: Signos de admiración. Compuesto por veintinueve perfiles, el autor nos da fe de su admiración y del acto de lectura al que se somete cuando el recuerdo lo remite, casi de inmediato, al aprendizaje adquirido en esas incursiones. Su labor se empeña en ir a contracorriente de lo impuesto por editoriales, cúpulas e inclusive los caprichos del merchandising en turno. 
Sucede que en el mundo de los autores ya habitantes de eternidad o escritores aún en ronda de publicación reina un confuso ánimo que oscila entre la exagerada adulación o la descarnada admiración. Unas veces, cuando el afán de obtener la aprobación priva en el objetivo de la escritura, muchas de las veces el acercamiento a un autor, en aras de pintarlo de cuerpo entero o de ofrecer la maravilla trasnochada a los lectores del día siguiente, se vuelve mera palabrería, que no rebasa el cedazo del elogio convenenciero; para Jorge F. Hernández esto no sucede así. Sabemos de sobra que ese afán de ofrecer la maravilla trasnochada (muy a la manera de un cuento de Julio Torri), no ceja en elogios, pero tampoco en consejos; describe el brillo del diamante, sin olvidarse del carbón primigenio. Dicho de otra forma, pondera el trabajo de sus escritores predilectos y las consecuencias de su inclusión en la vida, así también la faceta más humana de ellos, aquella donde, face to face, se descubren más coincidencias, o al menos, se confirman las ya conocidas. 
Hay justeza en los perfiles de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Eliseo Diego, Julio Cortázar, Jorge Ibargüengoitia y Augusto Monterroso, por ejemplo; amistad, en los de Octavio Paz, Álvaro Mutis, Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco, Antonio Muñoz Molina y Eliseo Alberto, por mencionar algunos. Pero en todos impera un solo sentido: agradecer su compañía en momentos determinantes, adversos o favorables. Son textos, a veces en forma de pequeños retratos, y otras veces, ensayos simples que no tienen más pretensión que la de declarar pública y abierta admiración por los escritores y sus obras mencionadas en estas páginas.
“Nada tiene que ver la admiración con el respeto”, exclama nuevamente E. M. Cioran. (Tiene razón, pero no toda.) Mientras que el respeto cuenta con una cierto halo de solemnidad, la admiración, en cambio, da fe de la vitalidad que alimenta cada paso que damos en cada una de nuestras andanzas: llorar de gusto mientras se comulga secreta y públicamente con la fraternidad de un Álvaro Mutis; refrendar las pasiones de un Octavio Paz o un Antonio Muñoz Molina, o quizás hilvanar los días ganados al tiempo mediante la maestranza de dos Eliseos (padre e hijo, desde luego), son sólo algunas de las querencias cardiográficas que componen Signos de admiración. (Siempre en espera de nuevas y sucedáneas continuaciones…)
Finalizo con una instantánea personal. Platicando con el propio Jorge F., sea en un minisúper de la Condesa, o en plena Feria del Libro en el Zócalo (ambas, con peripatética devoción), siempre acabo por descubrir a flor de piel aquellos signos de admiración que equilibran el libro de marras: aprendizaje (aunque “todo cambia”, si seguimos a Mercedes Sosa, los libros nos entregan su misma esencia, siempre renovada en las relecturas), paciencia (si las coincidencias persisten, el tiempo transcurrido siempre termina por darnos grasa) y, sobre todo, amistad, elemento primordial que auxilia a los anteriores, sin imponer el milagro resultante de todo ello. Signos de admiración, a la manera de Francisco de Quevedo, se inscribe hacia aquel famoso verso “pocos, pero doctos libros juntos”. Después de todo, la mejor de las conversaciones aún está por llegar. (Excelente comienzo ¿verdad?)  
    
Jorge F. Hernández. Signos de admiración. México, UNAM / DGE-Equilibrista, 2006. (Pértiga, 5)

(18/noviembre/2011)

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