Ulises Velázquez Gil
E. M. Cioran, ese avinagrado pensador
recién llegado al centenario, resumió en uno de sus aforismos su relación con
el mundo: Todo el mundo me exaspera, pero
me gusta reír. Y no me gusta reír solo. Cuando se trata de pasarla bien en
este mundo cruel y despiadado, uno se vale de todo para ello, sin nada que
perder al fin de cuentas, aunque, a decir verdad, de la mera intentona no
pasamos. Sin embargo, una joven novelista mexicana, Brenda Lozano, se toma muy
a fondo ese desafío y el resultado de ello será su carta de presentación, amén
de su visión del juego.
Todo nada, su primera novela, cuenta dos
historias: una, la del gastroenterólogo Emilio Nassar, médico de trayectoria
impecable en cuanto a la investigación científica y consumado lector; y la de
Emilia, su nieta, eterna estudiante de Letras y coleccionista de desconciertos
amorosos, a la sazón, nieta del primero. La relación entre ambos se desarrolla
durante el último año de vida del abuelo, cuando éste elige terminar su vida en
pleno uso de sus facultades mentales y con la plena convicción de hacer, hasta
el último suspiro, lo que le entre en gana, incluso morirse. En esa
trayectoria, su nieta también vive una historia similar: la de su relación con
el novio en turno y sus respectivas consecuencias.
Mientras
Emilio Nassar repasa su vida y se enfrasca en hacer lo que dicte su voluntad,
como dejarse morir de hambre, con una dieta a base de café con leche, Emilia
reconocerá muchas cosas, entre éstas el cambio de carácter de su abuelo hacia
ella; ante la ausencia de su padre, su abuelo médico hizo las veces de éste,
dándole consejos y lecturas, reclamos y rutinas. Con todas las veces que insistes en los mismos temas, nadie duda de tu
edad. Porque siempre tenemos pocos temas, […] en la vejez no hay otra cosas que
repetirlos, dice Emilio Nassar a su nieta sobre los individuos de su
condición, pero en una de ésas, hasta podría endosárselo a los coetáneos de
Emilia; mientras el médico toma chinchón, goza de la amistad de su colega
Óscar, escucha El Fonógrafo y se queja de los melodramas de tres pesos que
exhiben en el cine y la televisión, la incipiente lectora y sus amigos toman
vodka y cubas, presumen fobias y traumas, y, claro, se desviven en relaciones
peligrosas, cuyo trofeos o premios de consolación van desde los puñetazos en la
pared hasta las llaves de un departamento. En los dos escenarios, prima la
reincidencia. (Si el doctor Nassar hubiera conocido a Ana María Domínguez,
flamante locutora de El Fonógrafo y coetánea de su nieta, ¿se habría ido de
espaldas? Quién sabe…)
Tienes que aprender a negociar, sobre todo
contigo. No estamos aquí para dormir angustiados: hemos venido a pasarla bien.
Estas palabras, junto con una pluma fuente y una servilleta con su nombre
escrito en ésta, son la herencia que deja Emilio Nassar a su nieta; su
programada partida le deja muchas señales acerca de su vida. Además de la
muerte de su abuelo, otra pérdida persiste en Emilia: su ruptura amorosa con
José. Ante dichas circunstancias, la única salida factible es contarlas, hasta
que el fregadazo deje de sentirse en su totalidad.
Volviendo
a E. M. Cioran, cuando determinada persona le caía en la punta del hígado, solía
escribir repetidamente en un cuaderno su odio o animadversión hacia ésta, hasta
que en algún momento ya no le pesara tanto y el arrebato iracundo muriera de
pereza. En el caso de Brenda Lozano, contar la historia de un anciano “valemadrista”,
incluyendo sus propias simpatías y dispatías (empleando dos términos de
Alfonso Reyes), es la manera prístina de mantenerlo vivo, donde también, a su
vez, se proyecta en la narradora el sufrimiento de dicha pérdida. Volvemos a contar lo que ya hemos contado.
Quizá porque no importa lo que pasó sino que volvemos contarlo. Contar una
desdicha une, eso lo sabe hasta una lagartija.
Con
todo, encuentro en Brenda Lozano a una consumada narradora, que se empeña en
contar los altibajos y las taras de dos personajes obstinados en la permanencia
(del recuerdo particular y familiar) y en la persistencia (de sus errores,
aciertos y rutinas); no dudaría en decir que Emilia Nassar, de estar en el
lugar de su gastroenterólogo abuelo, haría las mismas cosas, porque, de cierta
manera, tanto los viejos como los jóvenes cojean del mismo pie; ya lo decía
doña Ofelia Guilmáin, “la juventud no se lleva puesta, se ejerce”.
Por su naturaleza novel, Todo nada aún tiene mucho que esperar,
pero el estilo mesurado y franco de Brenda Lozano demuestra un consumado
aprendizaje, digno de una Josefina Vicens, o del José Emilio Pacheco de Las batallas en el desierto. En pocas
palabras, una narradora sin nada que perder, y de quien esperamos con gusto su Parque hundido, hasta que el tiempo se
digne a hacerlo. (Después de todo, a nadie le disgusta reír solo, ¿verdad?)
Brenda Lozano. Todo nada. México, Tusquets, 2009. (Andanzas)
(20/enero/2012)
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