Ulises Velázquez Gil
En una famosa y peculiar entrevista, el pintor colombiano Alejandro
Obregón compartió una sentencia lapidaria: “La música es el arte del silencio”.
A medida que el tiempo avanza y son otras nuestras lecturas, habremos de
coincidir con esta definición, porque su esencia, la mayoría de las veces, hace
posible la vida misma.
Para Sandra Lorenzano,
melómana por los cuatro costados, esto es muy evidente, puesto que ha sabido
“musicalizar” sus emociones insertas a renglón seguido, desde su primera novela
hasta su plaquette más reciente, y en
la persistencia de esa pasión, nos entrega Fuga
en Mí menor, segunda novela suya donde la música pasa de lo incidental a lo
presencial. Afinemos poco a poco el instrumento para saberlo muy bien.
A través de una fotografía tomada por su madre y un
empeño por elaborar un violonchelo, Leo, protagonista de esta novela, intenta
reconstruir una imagen de su padre, a su vez, buscar las razones de su
ausencia. A la par de esta empresa, se concentra en recordar la imagen de su
madre, Nina, cuya pasión por la fotografía fue la que retuvo al padre en una
postura poco familiar, la única que él obtuvo como referente de su memoria, una
que se compone de mapas de campaña, libros y revistas sobre la guerra; y del
porqué esa fotografía también cruzó el océano en busca de una vida alejada del
infortunio. (Sin embargo, ¿Se
puede tener nostalgia de lo desconocido?)
En su reconstrucción de la imagen paterna, Leo vive
dos historias: la que le pintan su madre y su abuela (cuya voz se escribe con
otra tipografía), y que su propia intuición le va develando, que lo enfrenta a
una disyuntiva: ¿héroe o traidor?, a la que podríamos agregarle ¿para su
familia o para la sociedad?
Mientras configura la
(¿verdadera?) figura del padre, una música
se digna en ayudarle un poco: los acordes del “Fra Martino” –o
“Martinillo”, en este lado del charco–
motivan una fuerte interrogación: ¿acaso
hay algo más doloroso que una canción de cuna que se vuelve marcha fúnebre?
Para Leo, este indicio lo sumerge aún más en su búsqueda de la música, en
especial, del sonido, que se fue con el padre, y que, después de un concierto
con su madre y a su abuela, volvió para quedarse con él.
Hagamos un alto en el camino.
Para acercarse remotamente a la figura paterna, Leo aprende a tocar su
instrumento, el violonchelo, y que, tiempo después, aprende a construir gracias
al cuidado y a la amistad de su amigo Peter Bauer, también migrante como Leo y
con una prosapia silenciosa a cuestas, porque del niño músico en una banda
familiar al luthier con el corazón de
un confesor hay una diferencia abismal: la memoria como salvoconducto para
seguir viviendo, porque Bauer era un
hombre de pocas palabras, un inmigrante silencioso y tozudo que amaba los instrumentos
de cuerda por sobre todas las cosas; y los cuartetos de Bartok, su paisano.
Y mientras el trabajo de ambos se sucede en el taller de Bauer, cuando le
comparte su interés por Bartok, lo hace con un dejo de heroísmo, de adalid de
la resistencia ante los embates de la guerra. Para Leo esa figura digna de
admiración se concentra sobremanera en Bach, en las Suites para violonchelo que habrían de remitirlo, sin decir agua
va, al recuerdo de Giulio: su padre ponía
siempre música en casa. Ella [su madre] disfrutaba
la complicidad que se creaba así entre los dos. Era un científico brillante,
pero sin ningún talento musical. La falta de talento la suplía con pasión.
(Ahora se puede presentir por qué Leo eligió el silencio después de la partida
de su padre.)
Otra de las representaciones
del silencio como forma del arte es la fotografía; fuera del lugar común “una
imagen vale más que mil palabras”, para Leo ésta se arraiga por partida doble.
Su madre, Nina, maravillada por el trabajo del checo Josef Sudek, se hace de
una cámara Leica y detiene los instantes familiares en una imagen que busca
reconstruir el tiempo: “¿Qué hubiera
pasado […] si Nina no hubiera sido una devota seguidora del checo? ¿Tendría yo
una foto de verdad de mi padre en lugar de la imagen de una sombra?” […] La belleza de las fotografías a veces le
parece insuficiente para entender la pasión de su madre. (Si atendemos esa
máxima de Susan Sontag, “toda fotografía es un memento mori” Nina quizás ya intuía lo que habría de pasarle a
Giulio, una vez que la realidad de su país motivara su decisión definitiva de
luchar por la libertad, de conseguir un lugar mejor para su esposa y su hijo.)
Por otro lado, el hijo mayor
de Leo, Julio, a quien su abuela Nina llamaba con el nombre del gran ausente,
heredó de ésta la misma pasión fotográfica, y la comunicación entre ambos se
traduce no sólo en una arraigada y hasta demodé
costumbre epistolar, sino también en compartir los enigmas que sus propias
fotos resguardan a la vera del propio silencio. Por ejemplo, una foto que Julio
le envía a su padre, sobre dos personas que tilda de “suicidas”, luego de haber
unido varias de las piezas sueltas y con miras a reconstruir esa imagen
paterna, descubre finalmente que el padre buscado hasta el hartazgo no es más
que un recuerdo, compuesto por una vieja maleta guardada en un closet, y un
libro de Cesare Pavese, con las palabras subrayadas a manera de rosario para
las horas difíciles. El joven autor de
Lavorare stanca que mi padre admiraba al
grado de elegir su libro como compañía de los solitarios días de caminata. Yo
leía y releía esos poemas buscando en ellos la huella de Giulio. “Algún
antepasado nuestro debió estar muy solo/ –un gran hombre entre idiotas o un
pobre loco–/ para enseñar a los suyos tanto silencio”.
En esa travesía interior a la
busca del padre, Leo pasa de la palabra a la mudez –la partida sin regreso de
Giulio–, luego de la mudez al sonido –recobra el habla después de un concierto,
milagro que su madre y su abuela
presencian–, y del sonido al silencio definitivo –su enorme pasión por la
música es tan evidente que además de interpretarla, consigue plasmarla en el
papel pautado: Componer para llegar al
silencio. Sabía que era casi un contrasentido lo que se proponía. Y sin
embargo, había algo de eso desde siempre en su propuesta. Algo que buscaba el
silencio de sus partituras. Sin embargo, en esa búsqueda del silencio
absoluto, el vértigo habría de cobrarse una parte de su talento, disminuyéndole
la capacidad auditiva. (Si la verdad duele, sus consecuencias, doblemente,
según se vea.)
Con todo, Fuga en Mí menor se empeña en una
prístina empresa: buscar los elementos que componen y/o distinguen al silencio;
un arte en sí, suscribiendo las palabras de Alejandro Obregón. El abandono del
padre, el exilio de la familia, la lejanía del hijo, pero sobre todo, los
arcanos que encierra una fotografía o una partitura, inclusive la elaboración
de un violonchelo, son figuraciones en las cuales el silencio nos muestra una
enseñanza avocada a recobrar nuestra propia ración de memoria; aunque, en
cierta forma, el camino hacia ello no sea el más halagüeño de todos. Dicho sea
de paso, también puede leerse de dos formas: una, en absoluto silencio por
parte del lector, con miras a la empatía (inclusive la dispatía) con Leo, y dos, alternando, a manera de música de fondo,
las obras que aparecen en la novela. (Y aunque Bach y Mahler pinten al unísono
los escenarios y predicamentos de Leo –y si Sandra Lorenzano me permite la
sugerencia–, en algunos casos la música de Eleni Karaindrou para La mirada de Ulises consigue el mismo
efecto: si las cuerdas son una forma de la poesía, éstas se regocijan hasta con
su propia nostalgia.)
Después de todo, habremos de
suscribir aquellos versos de Raymundo Ramos, con los que, supongo, resumiríamos
esta novela: Música, ven a lavarme el
alma colmada de silencios. (Y que el resto se vaya con su ruido a otra
parte. Así sea.)
Sandra Lorenzano. Fuga en Mí menor. México, Tusquets,
2012. (Andanzas)
(25/junio/2012)
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