miércoles, 19 de febrero de 2014

La imaginación y la experiencia

Ulises Velázquez Gil

Seamos realistas, pidamos lo imposible. Esta frase, acuñada por los entusiastas jóvenes del ’68 (igualmente aplicable para sus indignados y recientes epígonos del #YoSoy132), se sustenta en dos elementos que, por separado, mueven y transforman al mundo, pero juntas logran milagros. Me refiero a la imaginación y a la experiencia. Y un personaje que supo reunir sendas cualidades, fue Napoleón Bonaparte: figura igualmente vituperada que seriamente estudiada.
            Una novelista de la nueva ola, Beatriz Rivas, admiradora desde antaño de la figura napoleónica, después de La hora sin diosas y antes de esa tentadora serie de Amores adúlteros, nos entrega una novela donde se expresan a cabalidad las cualidades antes descritas: Viento amargo.
            Robert Graves decía que sólo existe una historia en la literatura: la de “la búsqueda”, y para Rivas ésta se inserta en torno a ese personaje atractivo y ominoso, tratado hasta el hartazgo por películas y series de TV, sin olvidarnos de la portentosa biografía escrita por Romain Rolland. Ante el alud de publicaciones en torno suyo (entre la verdad y la ficción), la autora se concentra en contarnos una historia sencilla: el exilio del estratega en la isla de Santa Elena –lugar común en la historia con mayúsculas− y su relación con Elisabeth Balcombe, Betsy, hija de un militar inglés residente en la isla, quien pasa largo rato conversando con Napoleón, cuyas enseñanzas jamás eludirá, pese a que el exilio y las normas de seguridad dicten otra cosa. (Aún así, Betsy, con la curiosidad a flor de piel, intenta sacarle una sonrisa a su peculiar vecino, aunque, a veces, el precio a pagar se mida con disgustos… o hasta con lágrimas.)
            Compuesta por ocho capítulos, Viento amargo cuenta con dos factores primordiales expresados en el nombre de cada episodio: el seguimiento cronológico de los hechos principales en la trayectoria militar de Napoleón Bonaparte, y la preceptiva que el veterano estratega aplica en la joven Betsy. Para muestra, un botón: en el capítulo 2, “La victoria de Marengo (o de los deseos)”, Rivas presenta a un Bonaparte descontento con su exilio y cuya solar distracción es soñar despierto, es decir, deja libre rienda suelta a la imaginación y comparte con su joven vecina sus castillos en el aire. Sin embargo, una ráfaga de viento le devuelve el sentido de la realidad para luego recordar con nostalgia sus días de gloria en el frente de batalla, y la experiencia, al respecto, escribe palabras como las siguientes: Un día, en la campaña de Italia, en medio de un terrible espectáculo de hombres y caballos heridos, mutilados, vi a un perro muy parecido a Sambo. […] Yo había ordenado, sin la menor emoción, batallas y batallas; había visto, impávido, ejecutar maniobras que suponían la pérdida de una porción de nuestros hombres y, sin embargo, bastaron los aullidos y el dolor de un perro para conmoverme y sacudirme. (Hasta los más fuertes en el campo de batalla reconocen su condición humana ¿no creen?)
            El recurso que distingue a Viento amargo de cualquier novelita edulcorada, es el diálogo y la conversación que Napoleón y Betsy tienen a lo largo de la historia, suerte de mayéutica para exiliados, donde las preguntas que hace la joven británica remueven dos que tres venas sensibles del corso en desgracia. Ante la duda sobre su futuro, ella recibe una respuesta que, si me corretean, de tan contundente bien le quedaría a la medida al estratega en turno: No busque la felicidad; el esposo y los hijos llegarán solos… busque la gloria. Cuide y alimente su imaginación. La vida no es más que imaginación y el universo le pertenece a los fabricantes de milagros. (Aunque, a decir verdad, no sabemos con certeza quién es el aprendiz y quién el preceptor. Me inclinaría por ambos, pero eso es otro cantar…)
            Y ya que hablamos de imaginación, en algún momento del relato, la voz del narrador (Beatriz Rivas, por supuesto) se hace presente, contando también su petite histoire, es decir, todos los vericuetos que componen el proceso de trabajo de su novela. En las primeras notas, por ejemplo, predomina un amor al detalle cuando se esmera en desdibujar a la verdadera Elisabeth Balcombe, que, si me permiten el comentario, emplea de forma interpósita para acercarse a su personaje favorito, que se complementa, en las segundas notas, con su experiencia en París, recorriendo las calles y rodeándose de los objetos cercanos al monarca: […] mi viaje resulta en un torrente de recuerdos ajenos que poco a poco se adhieren a mi cuerpo hasta hacerse míos. La mayoría de las calles, esquinas, edificios, paisajes o monumentos huelen y saben a Napoleón. Es lógico que un novelista, para urdir su obra en curso debe vivirlo a plenitud y no permitir que la vida real (la del novelista, entiéndase) se entrometa y cambie el sentido original, pero en las terceras notas, un concierto de jazz que acompaña a la escritora, se permiten ciertas dudas: Las frustraciones de un escritor se hacen presentes en el concierto. ¿Cómo encontrar la palabra correcta, el adjetivo preciso? ¿De qué manera darle voz a los personajes, hacerlos hablar, vivir, moverse en los diversos escenarios? ¿Cómo construir una novela si lo único que tengo a mi disposición son palabras? ¿En dónde quedan los olores, sabores, sonidos, colores, texturas, sensaciones? Antes que con el lector, la autora tiene consigo misma responderse aquellas interrogantes.
(Paréntesis aparte: en algún momento de mi lectura, escuchaba una canción “Devant soi”, éxito de la cantante francesa Mylène Farmer, que, sin tener relación alguna con la época descrita en la novela, se tornó el soundtrack ideal para el ánimo de Betsy y las esperanzas de Napoleón. Caprichos del azar.)
Para leer Viento amargo no hace falta conseguir todas las obras de y sobre Napoleón Bonaparte (la biografía de Rolland, el épico filme de Abel Gance y hasta una pegajosa canción del grupo español Mecano, quizás entrarían al quite en cuanto a la curiosidad suscitada), sino dejarse llevar por un estilo desenfadado y a su vez cuidadoso en la narrativa. Además de ese amor al detalle –parte elemental en las escenas donde Betsy y Bonaparte conversan y aprenden las estrategias para vivir mejor, sea en la imaginación que mueve los actos de ella (adolescente de forma, mas no incipiente en el fondo), sea en la experiencia de él (estratega hasta en sus propias corazonadas). Juntas, ya lo comprobamos a cabalidad, lograrán grandes cosas -¡¡hasta pedir lo imposible, si se quiere!!−, y eso lo sabían sobremanera Napoleón Bonaparte, Elisabeth Balcombe y hasta Beatriz Rivas, cuya novela siempre ameritará una grata y dedicada lectura. (Así sea, de verdad.)

Beatriz Rivas. Viento amargo. México, Alfaguara, 2006.

(8/junio/2012)

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