Ulises Velázquez Gil
Seamos
realistas, pidamos lo imposible.
Esta frase, acuñada por los entusiastas jóvenes del ’68 (igualmente aplicable para sus indignados y recientes epígonos
del #YoSoy132), se sustenta en dos
elementos que, por separado, mueven y transforman al mundo, pero juntas logran
milagros. Me refiero a la imaginación y a la experiencia. Y un personaje que
supo reunir sendas cualidades, fue Napoleón Bonaparte: figura igualmente
vituperada que seriamente estudiada.
Una
novelista de la nueva ola, Beatriz Rivas, admiradora desde antaño de la figura
napoleónica, después de La hora sin
diosas y antes de esa tentadora serie de Amores adúlteros, nos entrega una novela donde se expresan a
cabalidad las cualidades antes descritas: Viento
amargo.
Robert
Graves decía que sólo existe una historia en la literatura: la de “la
búsqueda”, y para Rivas ésta se inserta en torno a ese personaje atractivo y
ominoso, tratado hasta el hartazgo por películas y series de TV, sin olvidarnos
de la portentosa biografía escrita por Romain Rolland. Ante el alud de
publicaciones en torno suyo (entre la verdad y la ficción), la autora se
concentra en contarnos una historia sencilla: el exilio del estratega en la
isla de Santa Elena –lugar común en la historia con mayúsculas− y su relación
con Elisabeth Balcombe, Betsy, hija
de un militar inglés residente en la isla, quien pasa largo rato conversando
con Napoleón, cuyas enseñanzas jamás eludirá, pese a que el exilio y las normas
de seguridad dicten otra cosa. (Aún así, Betsy, con la curiosidad a flor de
piel, intenta sacarle una sonrisa a su peculiar vecino, aunque, a veces, el
precio a pagar se mida con disgustos… o hasta con lágrimas.)
Compuesta
por ocho capítulos, Viento amargo
cuenta con dos factores primordiales expresados en el nombre de cada episodio:
el seguimiento cronológico de los hechos principales en la trayectoria militar
de Napoleón Bonaparte, y la preceptiva que el veterano estratega aplica en la
joven Betsy. Para muestra, un botón: en el capítulo 2, “La victoria de Marengo
(o de los deseos)”, Rivas presenta a un Bonaparte descontento con su exilio y
cuya solar distracción es soñar despierto, es decir, deja libre rienda suelta a
la imaginación y comparte con su joven vecina sus castillos en el aire. Sin
embargo, una ráfaga de viento le devuelve el sentido de la realidad para luego
recordar con nostalgia sus días de gloria en el frente de batalla, y la
experiencia, al respecto, escribe palabras como las siguientes: Un día, en la campaña de Italia, en medio de
un terrible espectáculo de hombres y caballos heridos, mutilados, vi a un perro
muy parecido a Sambo. […] Yo había
ordenado, sin la menor emoción, batallas y batallas; había visto, impávido, ejecutar maniobras que suponían la pérdida
de una porción de nuestros hombres y, sin embargo, bastaron los aullidos y el
dolor de un perro para conmoverme y sacudirme. (Hasta los más fuertes en el
campo de batalla reconocen su condición humana ¿no creen?)
El
recurso que distingue a Viento amargo
de cualquier novelita edulcorada, es el diálogo y la conversación que Napoleón
y Betsy tienen a lo largo de la historia, suerte de mayéutica para exiliados,
donde las preguntas que hace la joven británica remueven dos que tres venas
sensibles del corso en desgracia. Ante la duda sobre su futuro, ella recibe una
respuesta que, si me corretean, de tan contundente bien le quedaría a la medida
al estratega en turno: No busque la
felicidad; el esposo y los hijos llegarán solos… busque la gloria. Cuide y
alimente su imaginación. La vida no es más que imaginación y el universo le
pertenece a los fabricantes de milagros. (Aunque, a decir verdad, no
sabemos con certeza quién es el aprendiz y quién el preceptor. Me inclinaría
por ambos, pero eso es otro cantar…)
Y
ya que hablamos de imaginación, en algún momento del relato, la voz del
narrador (Beatriz Rivas, por supuesto) se hace presente, contando también su petite histoire, es decir, todos los
vericuetos que componen el proceso de trabajo de su novela. En las primeras
notas, por ejemplo, predomina un amor al detalle cuando se esmera en desdibujar
a la verdadera Elisabeth Balcombe, que, si me permiten el comentario, emplea de
forma interpósita para acercarse a su personaje favorito, que se complementa,
en las segundas notas, con su experiencia en París, recorriendo las calles y
rodeándose de los objetos cercanos al monarca: […] mi viaje resulta en un torrente de recuerdos ajenos que poco a poco se
adhieren a mi cuerpo hasta hacerse míos. La mayoría de las calles, esquinas,
edificios, paisajes o monumentos huelen y saben a Napoleón. Es lógico que
un novelista, para urdir su obra en curso debe vivirlo a plenitud y no permitir
que la vida real (la del novelista, entiéndase) se entrometa y cambie el
sentido original, pero en las terceras notas, un concierto de jazz que acompaña a la escritora, se
permiten ciertas dudas: Las frustraciones
de un escritor se hacen presentes en el concierto. ¿Cómo encontrar la palabra
correcta, el adjetivo preciso? ¿De qué manera darle voz a los personajes,
hacerlos hablar, vivir, moverse en los diversos escenarios? ¿Cómo construir una
novela si lo único que tengo a mi disposición son palabras? ¿En dónde quedan
los olores, sabores, sonidos, colores, texturas, sensaciones? Antes que con
el lector, la autora tiene consigo misma responderse aquellas interrogantes.
(Paréntesis aparte: en algún
momento de mi lectura, escuchaba una canción “Devant soi”, éxito de la cantante
francesa Mylène Farmer, que, sin tener relación alguna con la época descrita en
la novela, se tornó el soundtrack ideal
para el ánimo de Betsy y las esperanzas de Napoleón. Caprichos del azar.)
Para leer Viento amargo no hace falta conseguir
todas las obras de y sobre Napoleón Bonaparte (la biografía de Rolland, el
épico filme de Abel Gance y hasta una pegajosa canción del grupo español
Mecano, quizás entrarían al quite en cuanto a la curiosidad suscitada), sino
dejarse llevar por un estilo desenfadado y a su vez cuidadoso en la narrativa.
Además de ese amor al detalle –parte elemental en las escenas donde Betsy y
Bonaparte conversan y aprenden las estrategias para vivir mejor, sea en la
imaginación que mueve los actos de ella (adolescente de forma, mas no
incipiente en el fondo), sea en la experiencia de él (estratega hasta en sus
propias corazonadas). Juntas, ya lo comprobamos a cabalidad, lograrán grandes
cosas -¡¡hasta pedir lo imposible, si se quiere!!−, y eso lo sabían sobremanera
Napoleón Bonaparte, Elisabeth Balcombe y hasta Beatriz Rivas, cuya novela
siempre ameritará una grata y dedicada lectura. (Así sea, de verdad.)
Beatriz Rivas. Viento amargo. México, Alfaguara, 2006.
(8/junio/2012)
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