Ulises Velázquez Gil
Hace más de un año, y con el pretexto de
celebrar los 200 años de la
Independencia y los 100 de la Revolución , el mundo
editorial mexicano estuvo pletórico en publicaciones al respecto, entre
facsimilares y de nuevo cuño; en este punto, CONACULTA presentó una colección, Summa Mexicana, donde se
conjuntaron varios volúmenes con lo más granado de la cultura mexicana, empresa
más que encomiable, bajo la tutela y el cuidado de Vicente Quirarte. Entre los
títulos allí publicados destaca uno que, sin hacer mucho ruido, digno es
acercarse a él para conocer otro ángulo de la Revolución mexicana. Y
aunque el tema sea hoy moneda corriente –con sucesivas relecturas, claro está–,
el autor de esa señera obra todavía espera tanto un biógrafo justo como un
séquito de lectores. Hablo, ni más ni menos, del tabasqueño Andrés Iduarte.
Obra emblemática por los
cuatro costados, Un niño en la Revolución mexicana
(publicada por vez primera hace ya sesenta años, y cuya presencia en esta
sección sirva de honrosa efeméride) cuenta los primeros años de la vida de
Andrés Iduarte durante los azarosos años de la Revolución en Tabasco,
que no fue la misma para todos los mexicanos. (Recordando a don Luis González y
González, para los revolucionados
la vida no fue la misma. Apreciaciones aparte.)
Hijo de un prominente abogado y de una mujer con una fuerte prosapia francesa, Andrés Iduarte Foucher creció con buenos ejemplos sobre cómo debe portarse un hombre ante la vida y los azares que ésta conlleva. Sin embargo, el verdadero aprendizaje lo adquiere en plena lucha revolucionaria, cuando es obligado, junto a su familia, a dejar la casa paterna y salvar su vida, a merced de los alzados en armas, simplemente por pertenecer a una de las familias más acomodadas de Tabasco, con cierta filia porfirista, pese a que el pequeño Andrés y sus hermanas eran hijos de Andrés Iduarte Alfaro, humilde abogado cuya única herencia fue una existencia íntegra y apasionada con su vocación. (Mucho de su padre, dice Iduarte, se nota a leguas cuando se conduce en ese mundo ancho y ajeno.)
Hijo de un prominente abogado y de una mujer con una fuerte prosapia francesa, Andrés Iduarte Foucher creció con buenos ejemplos sobre cómo debe portarse un hombre ante la vida y los azares que ésta conlleva. Sin embargo, el verdadero aprendizaje lo adquiere en plena lucha revolucionaria, cuando es obligado, junto a su familia, a dejar la casa paterna y salvar su vida, a merced de los alzados en armas, simplemente por pertenecer a una de las familias más acomodadas de Tabasco, con cierta filia porfirista, pese a que el pequeño Andrés y sus hermanas eran hijos de Andrés Iduarte Alfaro, humilde abogado cuya única herencia fue una existencia íntegra y apasionada con su vocación. (Mucho de su padre, dice Iduarte, se nota a leguas cuando se conduce en ese mundo ancho y ajeno.)
Mientras en el norte y en el
centro del país las huestes revolucionarias inspiraron corridos y gratas
victorias, en el sureste no fue así; de revolucionarios pasaron a robolucionarios que acabaron
con el patrimonio de las familias Foucher. Pero entre la tormenta, el pequeño
Iduarte recuerda un instante de claridad: cuando los alzados detienen a su
familia, en pleno éxodo hacia Campeche, al saber que descienden de don Manuel
Foucher, gobernador de grato recuerdo y muerto trágicamente con el honor en
alto, acaban por dejarlos libres.
Una de las características de
la prosa de Iduarte es la de ponderar las buenas cualidades de las personas que
llegan a su vida, pese a lo efímero o a lo persistente de su aparición en
escena; precisamente, allí reside una constante en su obra. Sin embargo, ésta
no puede presentarse por sí sola, si no le agregamos el decoro y la mesura de
una prosa más allá del tiempo. Me explico: las páginas de Iduarte tienen la
misma sustancia con que se componen las mejores de un Andrés Henestrosa, o
quizás, hasta las más atípicas de Alfonso Reyes, y con el plus de contar con su
espíritu primigenio pese a sus seis décadas de escritura. (Cualquier persona
que lea por primera vez a Iduarte se dará cuenta de ello. Va de reto.)
Para fortuna nuestra, el
CONACULTA se dignó a presentar nuevamente esta obra emblemática de Andrés
Iduarte, cuya primera edición (la de 1951, por la editorial Ruta) tuvo carácter
de novela cuando su autor cambió los nombres de los personajes allí
mencionados; cuando la benemérita editorial Joaquín Mortiz publicó sus obras
reunidas, a principios de los años 80, Un
niño en la Revolución
mexicana, aparte de publicarse en un solo volumen con su secuela
natural, El mundo sonriente,
contó con la bendición de su autor al restituirle los nombres originales.
Minucia y reclamo: en la contraportada de la edición que nos ocupa, se dice que
está basada en la definitiva de Iduarte. Siento decirlo pero no es así, y puede
comprobarlo el lector al cotejar ambas ediciones. Aún así, no desmerece su
lectura. (Caprichos de la crítica.)
En suma, Un niño en la Revolución mexicana
es una magnífica puerta de entrada hacia la vida, obra y milagros de Andrés
Iduarte; obra que, a decir de René Avilés Fabila, sólo es equiparable a Las batallas en el desierto
de José Emilio Pacheco, por tratarse de obras de aprendizaje (bildungsroman), de la
formación del carácter postrero de sus protagonistas; a su vez, nostalgia por
un Edén perdido, devuelto al tiempo a través de su lectura. Además, demuestra a
todas luces a una revolución persistente en sus ideales y hechos, todavía a la
espera de justipreciarse correctamente, donde tirios y troyanos asimilen sus
contradicciones, todo esto en aras de afrontar mejor nuestra historia reciente.
El camino es largo, pero sabremos andarlo. (Seguro que sí.)
Andrés Iduarte. Un niño en la Revolución mexicana.
Presentación de Arturo Azuela. México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2010.
(Summa Mexicana)
(6/enero/2012)
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