Ulises Velázquez Gil
(@Cliobabelis)
Durante los seis meses que
lleva esta columna, he dedicado párrafos y felices líneas en compartir con
ustedes lo poco que sé acerca de una benemérita institución, la Academia
Mexicana de la Lengua, por medio de sus integrantes, cuyos saberes, en grato
contubernio, confirman la buena salud de una lengua y le inyectan nueva fuerza
y así confrontarse con los nuevos tiempos que se antojan interesantes.
En esta ocasión, este perfil tendrá algo de obituario; al
cierre de la pasada edición, uno de sus más insignes integrantes, Ernesto de la
Peña (México, D. F., 1927-2012) falleció súbitamente, a pocos días después de
recibir el Premio Menéndez Pelayo,
por parte de una universidad española. Una mala noticia que aumenta, para
desgracia nuestra, la nómina de escritores e investigadores que eligieron este
año para partir en silencio. (Queda su obra, patrimonio intransferible.)
La curiosidad erudita de Ernesto de la Peña nació desde temprana
edad, cuando, por influencia de un familiar muy cercano, tuvo acceso a una
nutrida biblioteca sobre temas clásicos, misma que reforzó, años más tarde, en
la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, donde realizó estudios de Letras
Clásicas y además logró interesarse por otras lenguas, como el sánscrito, árabe
y hebreo.
Su pasión por las lenguas (aprendió cerca de treinta,
entre vivas y muertas), aparte de consolidar una impecable trayectoria como
perito traductor certificado por la Secretaría de Relaciones Exteriores, lo
llevó por otros senderos: la erudición y la invención. El primero, mediante sus
estudios en torno a las culturas clásicas y orientales, incluyendo su versión
de los Evangelios; y por el otro, una
–brevísima− obra literaria emparentada con la tradición de Borges y Arreola,
evidente en los volúmenes de relatos Las
estratagemas de Dios, Las máquinas espirituales y Mineralogía para intrusos; la novela El indeleble caso de Borelli y el poemario Palabras para el desencuentro. (Paréntesis aparte: gracias al
esmeril de la traducción, De la Peña incursionó en la creación sin picarse de
novedoso; aunque los temas sean los mismos en toda la historia de la humanidad,
el tratamiento es siempre diferente. Vivir para ver.)
Un erudito sin
mancha y un escritor con vocación de acero (que jugaba en varias canchas al
unísono, cabe señalarlo), merecía, por derecho propio, un lugar en la
corporación más insigne de la cultura mexicana: la Academia Mexicana de la
Lengua. Gracias a la excelente propuesta de José Luis Martínez, Manuel Alcalá y
Guido Gómez de Silva (eminentes bibliófilos de caballerosidad intelectual),
Ernesto de la Peña fue electo académico de número.
El 18 de junio de
1993, en la benemérita sede de Donceles 66, el sexto ocupante de la silla XI
leyó su discurso de ingreso: La
obscuridad lírica. Pertenecer, a
partir de ahora, a esta admirable Academia, es una forma, la mejor, de sentirse
en casa. Y que no se me juzgue petulante por tal afirmación, ya que sólo
pretendo recordar, recordar para mí, que a ella pertenecieron dos miembros de
mi familia. El primero en el tiempo, don Rafael Ángel de la Peña, tío
bisabuelo, ocupó, casualmente, la misma silla […] que ahora me corresponde. (Ante todo, la prosapia, y una muy
notable…)
Su disertación en
torno a la poesía, que conoce como lector y domina como creador: Se trata simplemente […] de un divagar por el huerto cerrado de la
poesía y, dentro de este recinto murado, que ojalá siga siendo siempre
impermeable al ruido, a la trivialidad y el neblumo, emitir algunas ideas
acerca de ciertas formas que adopta la poesía para enunciarnos. Tanto la
intuición de las antiguas culturas como los postulados teóricos enunciados por
Roman Jakobson, tuvieron cita en la disertación de De la Peña en una suerte de
encuentro, donde la palabra determina todo, absolutamente todo. (La poesía, arte supremo, tiene su sector de
silencio. Pero es un silencio de tal sonoridad que sólo se equipara con el
ruido inaudible de la nebulosa al explotar o el del insecto que muere: es un
acallamiento total, un conticinio, que diría Sor Juana; una noche oscura; una
rosa que florece en el poema y gracias a él […] o, finalmente, examinar si, por azar, imprimimos algo de nuestra
frugal fisonomía en la noche radical de las galaxias, donde sólo el lugar habrá
tenido lugar.)
Como los sabios de
antaño, entre hebreos y griegos, el poder de la palabra cobra fuerza inusitada
al momento de pronunciarse, suerte de ¡ábrete
sésamo! que permite la apertura de muchas puertas, siempre en aras de asir
el tiempo. En el territorio de la Poesía, una y otra vez esto se realiza, y no
parece tener fin alguno. ¿Dónde funden
sus corrientes las aguas aparentemente mansas del lenguaje popular y los
remolinos de la lengua que, por su peso específico y la misión que el poeta le
asigna, puede llamarse justamente iluminada? ¿Son cotos cercanos los que
habitan poetas tan disímbolos como Homero y Apollinaire, Virgilio y Allen
Ginsberg, Ady y Sabines? (Quede la palabra, de todas formas.)
“Polifacético, se
ha dedicado a enseñar y difundir la cultura, a la crítica literaria y a la obra
de creación e investigación.” Mejores palabras no pudo haber dicho Manuel
Alcalá al momento de recibirlo en la Academia Mexicana de la Lengua, y bien le
quedan después de todo: sus programas de radio en las estaciones del Instituto
Mexicano de la Radio (IMER), su constante participación como integrante de la
Comisión de Lexicografía en la propia academia (desde Donceles 66 hasta
Liverpool 76), así como su faceta como editorialista en diarios de circulación
nacional y como investigador del Centro de Estudios de Ciencias y Humanidades
de la Fundación Telmex, lo demuestran por completo. De igual forma, la gratitud
de la respuesta que recibió como nuevo académico, fue devuelta (y con creces) cuando
Eduardo Lizalde y Fernando del Paso, respectivamente, ingresaron en tiempo y forma,
acompañados por el buen augurio del erudito eminente.
¿Qué
vamos a hacer, luego de su dolorosa partida? En primer lugar, acercarse a sus
obras ya publicadas en cuatro tomos, finamente cuidados por CONACULTA; después,
reunir en otro volumen su participación en entrevistas, programas radiofónicos
y de televisión, y si nos queda algo de tiempo y pericia documental, exhumar
los textos inéditos de los cajones de su escritorio. Sea como sea, la sabiduría como remedio para los males
del tiempo presente, es la mejor herencia que pudo dejarnos Ernesto de la Peña,
a quien refrendamos, desde la trinchera que conforma estas líneas, nuestro más
sincero y completo homenaje. (Hasta siempre, maestro.)
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