El siglo XX, en las letras mexicanas, nos ha regalado muchas plumas que han destacado por los temas que manejan, el dominio de sus personajes e inclusive, lo peculiar de sus vidas, aunque esto acabe por ser más noticia que su obra misma. Y si nos ceñimos al panorama de las mujeres escritoras, no cabe duda que tenemos para dar y prestar.
Además de los nombres de Rosario Castellanos, Elena Garro, Guadalupe Amor, Amparo Dávila, Enriqueta Ochoa, Luisa Josefina Hernández, Esther Seligson, Beatriz Escalante y demás luminarias, hay una autora específica en quien recae el legado de unas y la herencia de otras. Su nombre: Beatriz Espejo, quien hoy celebra un aniversario más de vida. (Que las instancias culturales digan los años que cumple. Yo me reservo ese derecho.)
Nacida en el puerto de Veracruz, en 1939, y en el seno de una familia de conocida prosapia yucateca, Beatriz Espejo Díaz demostró desde muy temprana edad su pasión por las Letras, por hacer de la vida misma una historia que contar; y no es para menos, dado su interés por rescatar los sucesos familiares en el nombre de la memoria. Dicha pasión fue fortalecida cuando ingresó a la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM para estudiar la carrera de Letras Hispánicas y donde compartió un tiempo muy interesante con escritores de la talla de Salvador Elizondo, Raymundo Ramos y José Emilio Pacheco, por decir algunos. Sin embargo, su mayor recompensa fue haber sido digna y aventajada discípula de dos leyendas vivas del cuento contemporáneo: Julio Torri, quien dirigió su brújula hacia lares más académicos, y Juan José Arreola, quien convertía en literatura todo aquello que tocaba. (Gracias a don Julio, Beatriz se tomó muy en serio la docencia universitaria; a Arreola, su inusitado ingreso a las letras mexicanas.)
Mediante el cuidado del juglar de Zapotlán, Beatriz publicó su primer libro, La otra hermana, y a partir de allí, desarrolló una sólida trayectoria como narradora, misma que cerró una etapa con la publicación, en 1979, de Muros de azogue, su primera compilación de cuentos, de trasfondo autobiográfico (producto de aquellas historias de familia, claro está), pero vistos de manera fresca por una autora con mucho camino por recorrer. Aunque ejerza sin tregua el oficio de narradora, entre su primer libro y El cantar del pecador (1993), su segunda compilación, hay una distancia de casi ¡¡quince años!! Y no es para menos, dado si ímpetu autocrítico y porque cada grupo de cuentos requiere caminar por cuenta propia. Mientras llega ese momento, Beatriz Espejo dedica sus fuerzas al ejercicio docente y a la escritura de artículos y ensayos para varias revistas tanto académicas como culturales. (En el aspecto ensayístico, es de sobra conocido su Julio Torri, voyerista desencantado, libro de alcances casi biográficos sobre aquel heterodoxo de las letras mexicanas.) Sin embargo, la pluma de Beatriz no tiene llenadera y queda comprobado con Alta costura (1997), Marilyn en la cama y Todo lo hacemos en familia (2000), sendas compilaciones de cuentos y su única novela, respectivamente. De pilón, el Fondo de Cultura Económica, en su afán por conjuntar las obras de los autores mexicanos vivos, reúne todos sus libros en un solo volumen con el parco título de Cuentos reunidos. Mejor homenaje en vida no puede haber.
En algunos sectores se ha dicho que la literatura de Beatriz Espejo no dice nada. Esto es completamente falso. Precisamente, en su estilo a caballo entre lo intimista y anecdótico, Beatriz ha creado un estilo más que propio. A veces roza los linderos del humor negro, presente en algunos cuentos de Muros de azogue, pero también juega con la vida misma en varias escenas de Todo lo hacemos en familia y Alta costura. (Si me permiten el comentario, el cuento que nombra a este libro, es más que un guiño de ojo a sus antecesoras Rosario Castellanos y Amparo Dávila.) Y si lo queremos más claro, las protagonistas de sus cuentos tienen algo más que decir. Entiendo sobremanera que no todas las sensibilidades son iguales, pero negar que Beatriz Espejo forme parte de una galaxia de maravillosas escritoras mexicanas, es darle de pedradas a un espejo. (Literalmente...)
No cabe duda que Beatriz Espejo hizo de la Literatura (su literatura, recalcan Emmanuel Carballo y René Avilés Fabila) su prístina y sincera casa de las Palabras. Con esto, queda más que evidente mi invitación hacia ustedes para acercarse a su obra; seguro más de uno quedará prendido de alguno de sus cuentos. Y para ti, querida Bety, mi más sincera felicitación por celebrar una vida llena de talento indiscutible, que mañana se verá coronada con la entrega de la Medalla de Oro que otorga el Instituto Nacional de Bellas Artes. El mejor premio para un escritor son sus amigos desconocidos, ya lo dijo Octavio Paz, es decir, sus lectores, y ellos, es verdad, ayudan a que esa casa de Palabras se construya mejor. Así sea.
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