En la mañana de hace diez años, luego de despertarse, tomar su café y mirar por la ventana una bugambilia que se halla afuera de su casa en San Ángel, Jaime Sabines emprendió su último viaje, donde todos los poetas se vuelven eternos. Tanto para su familia como para todo el séquito de lectores que seguimos palabra por palabra su vida poética, fue una pérdida que seguiremos lamentando. Sin embargo, la poesía siempre termina por devolverlo a nosotros, al menos, cada vez que abrimos su Recuento de poemas y regresamos a ese poema favorito una y otra y otra vez.
Jaime Sabines Gutiérrez nace para el mundo el 25 de marzo de 1926, en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas (tierra donde, se dice, levantas una piedra y encuentras un poeta: Rosario Castellanos, Enoch Cansino Casahonda, Rodulfo Figueroa, Roberto López Moreno, el propio Sabines, preclaros ejemplos de ello). Tercer hijo de un militar de ascendencia libanesa, el Mayor Julio Sabines, y de doña Luz Gutiérrez, proveniente de una de las familias pudientes de Tuxtla, el pequeño Jaime tuvo sus primeros acercamientos con las letras, mediante los cuentos de Las mil y una noches y las aventuras de Antar, el poeta guerrero de la literatura árabe, que cada noche el Mayor Sabines le contaba; además, la Biblia (en la traducción Reina-Valera) tuvo también un papel preponderante en su formación, antes que poética, como acendrado lector.
Cuando viajó a la ciudad de México para estudiar Medicina, se dio cuenta que estaba solo, solo. Y como impulso natural, comenzó a escribir; no había ocasión para que no lo hiciera. A los tres años dejó la carrera y volvió a Chiapas. Tanto en la gran ciudad como en la tierra propia, surgieron sus primeros libros: Horal (1950) y Adán y Eva (1952). Consciente de su nueva condición, regresó a la capital y se inscribió en la Facultad de Filosofía y Letras, allá en Mascarones, donde convivió con otras futuras luminarias: Juan José Arreola, Héctor Azar, Otto-Raúl González, Dolores Castro, Ricardo Garibay, Luisa Josefina Hernández, Enriqueta Ochoa y su paisana Rosario Castellanos, entre otros. Al final, la vida acabó llámandolo nuevamente al terruño: sea atendiendo a su padre, el Mayor Sabines, sea atendiendo la tienda de telas que su hermano Juan le encargó dadas sus responsabilidades legislativas.
En aquella tienda de telas, mientras Sabines cortaba y vendía la mercancía, las palabras no podían estarse quietas; cada día, Jaime se impuso la tarea de escribir un soneto diario para no perder el oficio poético. El resultado de aquella proeza fue Tarumba, uno de sus libros más conocidos. Además, era tanta la fama que tenía el poeta en su negocio que nunca le faltaban visitas, entre éstas, un grupo de jóvenes escritores que se hacían llamar La Espiga Amotinada: Eraclio Zepeda, Juan Bañuelos, Óscar Oliva y Jaime Labastida, quienes aprendieron mucho del oficio de poeta en ese inusitado lugar. Más adelante, Jaime y su familia dejaron Chiapas y regresaron a la Ciudad de México; ahora le tocaba al benjamín de los Sabines Gutiérrez atender una fábrica de alimento para animales. Así, durante treinta años.
Entre la vida familiar y el trabajo físico, Sabines siguió escribiendo. Sus temas, a diferencia de sus contemporáneos, no atravesaban los linderos de la experimentación, sino, simplemente, a vivir la vida y la muerte, o al menos, a contarlas. Ahora que lo menciono, ¿quién no recuerda Diario semanario y poemas en prosa? Muchas estampas de la vida diaria bajo la pluma de Sabines alcanzan categoría de poesía pura. En una palabra, celebrando la vida.
De treinta años a hasta su repentina pérdida física (tiempo que lleva reeditándose hasta el hartazgo su Recuento de poemas), Sabines nos regalado su vida y poesía en los innumerables recitales que ha dado, tanto en el Palacio de Bellas Artes como en la Sala Nezahualcóyotl, donde se rebasó y por mucho la expectativa de asistencia; cuestión que ejemplifica la cabal salud de la poesía mexicana del siglo XX. (Otro poeta mayor, Octavio Paz, reconoció el talento de Sabines aún sabiendo que su poesía era, de cierta manera, enemiga de la suya.)
En fin... somos legión los que seguiremos agradeciéndole a Jaime Sabines por toda su poesía. Poetas pretéritos, presentes y futuros; lectores de banqueta y palacio... la lista es larga. Por ahora, la mejor manera de celebrar a Sabines (y, por tanto, a la vida misma) es conociendo su poesía. Y como cada quien tiene su poema favorito, por ahora comparto el mío. ¡¡Gracias, Jaime!!
Me tienes en tus manos...
Me tienes en tus manos
y me lees lo mismo que un libro.
Sabes lo que yo ignoro
y me dices las cosas que no me digo.
Me aprendo en ti más que en mi mismo.
Eres como un milagro de todas horas,como un dolor sin sitio.
Si no fueras mujer fueras mi amigo.
A veces quiero hablarte de mujeres
que a un lado tuyo persigo.
Eres como el perdón
y yo soy como tu hijo.
¿Qué buenos ojos tienes cuando estás conmigo?
¡Qué distante te haces y qué ausente
cuando a la soledad te sacrifico!
Dulce como tu nombre, como un higo,
me esperas en tu amor hasta que arribo.
Tú eres como mi casa,
eres como mi muerte, amor mío.
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