Una de las cosas que me agrada sobremanera cuando asisto a una presentación editorial, a un ciclo de conferencias y, claro, a la Feria de Minería cada año, es el momento idóneo cuando me acerco a un escritor -o historiador, según sea el caso- y le pido fervorosamente que estampe su firma sobre un libro suyo o sobre alguna revista donde salió publicado un poema, un artículo, etc. (El consabido autógrafo, a fin de cuentas.) La mayoría de las veces, el autor de marras realiza dicho acto sin premura para agradecerle a aquel lector apasionado, sin más ni más, su preferencia. (Seguro más de uno se dirá "¿y qué tiene eso de especial?" Muy sencillo de explicar es el asunto, pero me tomará unas líneas posteriores para ello. ¿Me permiten?)
Para quienes gozamos el infinito placer de las letras, además de conocer mundos que sólo el ingenio literario produce y de convivir con los personajes que forjaron nuestro pasado y presente, convivir con los autores de aquellos trabajos es una extensión de la vida que sus obras alcanzaron de forma postrera. Me explicaré mejor con dos ejemplos.
En mis años preparatorianos, donde tomé un taller de creación literaria, conocí la obra de Vicente Quirarte, quien se mueve con enorme maestría tanto en la poesía como en la prosa. (Un libro suyo, Enseres para sobrevivir en la ciudad, es uno de mis predilectos y al que vuelvo siempre, cada vez que intento escribir sobre objetos diversos.) No fue sino hasta 2002, durante un coloquio-homenaje al lingüista José G. Moreno de Alba (a la sazón, actual director de la Academia Mexicana de la Lengua), cuando conocí al Dr. Quirarte. Al acercarme a él, casi se va de bruces al ver la cantidad de libros suyos que le llevaba para firmar y, sorprendido, puso manos a la obra. ¡¡Hasta el libro más chico tuvo su rúbrica!! Sin embargo, destacaré la dedicatoria que escribió en mi ejemplar de Enseres...: "Para Ulises, en este otro mar, otra Ítaca". Esas primeras palabras confirmaron mi destino.
A principios del año pasado, asistí a una charla de Javier Garciadiego en la Academia Mexicana de la Historia. Después de una amena plática sobre las Constituciones de México, llegó la hora de los autógrafos. Al llegar mi turno, me saludó muy cordialmente -no era la primera vez que lo veía-, tomó mi ejemplar de Rudos contra científicos y escribió en la página de las dedicatorias las siguientes palabras: "y para Ulises, una esperanza de nuestra historiografía". En ese momento, comprendí aquella señal como la postrera realización de un oficio. (Y varias personas no me dejarán mentir al respecto.)
En realidad, cuando un autor escribe de puño y letra sobre un libro suyo, confirma, propone o, buena parte del tiempo, agradece a un lector apasionado su preferencia por sus obras. Mientras la persona en cuestión comparte con el escritor su experiencia como lector, la respuesta se nota en la sinceridad y concreción de la dedicatoria manuscrita. En un artículo suyo, Enrique Krauze cuenta que alguna vez le llevó a Octavio Paz el primer ejemplar de un nuevo libro. La dedicatoria en letras de imprenta iba dirigida al poeta, pero escribió una manuscrita para reiterarle su admiración: "Para Octavio Paz, que me convirtió a la historia de México". Más claro, ni el cristal.
Finalmente, varias de las dedicatorias que se conservan con cariño y devoción, son las primeras palabras de un insólito, grato y, en ciertos casos, último encuentro con los creadores e investigadores que dieron origen a los libros que forman parte de nuestro universo de lecturas infinitas, a las que regresamos con agrado, y aunque el tiempo pase sin tregua, esas dedicatorias manuscritas seguirán siendo primeras palabras y cada quien tiene sus preferidas. Verdad que sí.
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