miércoles, 5 de febrero de 2014

El arte del silencio

Ulises Velázquez Gil

En una famosa y peculiar entrevista, el pintor colombiano Alejandro Obregón compartió una sentencia lapidaria: “La música es el arte del silencio”. A medida que el tiempo avanza y son otras nuestras lecturas, habremos de coincidir con esta definición, porque su esencia, la mayoría de las veces, hace posible la vida misma.
Para Sandra Lorenzano, melómana por los cuatro costados, esto es muy evidente, puesto que ha sabido “musicalizar” sus emociones insertas a renglón seguido, desde su primera novela hasta su plaquette más reciente, y en la persistencia de esa pasión, nos entrega Fuga en Mí menor, segunda novela suya donde la música pasa de lo incidental a lo presencial. Afinemos poco a poco el instrumento para saberlo muy bien.
A través de una fotografía tomada por su madre y un empeño por elaborar un violonchelo, Leo, protagonista de esta novela, intenta reconstruir una imagen de su padre, a su vez, buscar las razones de su ausencia. A la par de esta empresa, se concentra en recordar la imagen de su madre, Nina, cuya pasión por la fotografía fue la que retuvo al padre en una postura poco familiar, la única que él obtuvo como referente de su memoria, una que se compone de mapas de campaña, libros y revistas sobre la guerra; y del porqué esa fotografía también cruzó el océano en busca de una vida alejada del infortunio. (Sin embargo, ¿Se puede tener nostalgia de lo desconocido?)
En su reconstrucción de la imagen paterna, Leo vive dos historias: la que le pintan su madre y su abuela (cuya voz se escribe con otra tipografía), y que su propia intuición le va develando, que lo enfrenta a una disyuntiva: ¿héroe o traidor?, a la que podríamos agregarle ¿para su familia o para la sociedad?
Mientras configura la (¿verdadera?) figura del padre, una música se digna en ayudarle un poco: los acordes del “Fra Martino” –o “Martinillo”,  en este lado del charco– motivan una fuerte interrogación: ¿acaso hay algo más doloroso que una canción de cuna que se vuelve marcha fúnebre? Para Leo, este indicio lo sumerge aún más en su búsqueda de la música, en especial, del sonido, que se fue con el padre, y que, después de un concierto con su madre y a su abuela, volvió para quedarse con él.    
Hagamos un alto en el camino. Para acercarse remotamente a la figura paterna, Leo aprende a tocar su instrumento, el violonchelo, y que, tiempo después, aprende a construir gracias al cuidado y a la amistad de su amigo Peter Bauer, también migrante como Leo y con una prosapia silenciosa a cuestas, porque del niño músico en una banda familiar al luthier con el corazón de un confesor hay una diferencia abismal: la memoria como salvoconducto para seguir viviendo, porque Bauer era un hombre de pocas palabras, un inmigrante silencioso y tozudo que amaba los instrumentos de cuerda por sobre todas las cosas; y los cuartetos de Bartok, su paisano. Y mientras el trabajo de ambos se sucede en el taller de Bauer, cuando le comparte su interés por Bartok, lo hace con un dejo de heroísmo, de adalid de la resistencia ante los embates de la guerra. Para Leo esa figura digna de admiración se concentra sobremanera en Bach, en las Suites para violonchelo que habrían de remitirlo, sin decir agua va, al recuerdo de Giulio: su padre ponía siempre música en casa. Ella [su madre] disfrutaba la complicidad que se creaba así entre los dos. Era un científico brillante, pero sin ningún talento musical. La falta de talento la suplía con pasión. (Ahora se puede presentir por qué Leo eligió el silencio después de la partida de su padre.)  
Otra de las representaciones del silencio como forma del arte es la fotografía; fuera del lugar común “una imagen vale más que mil palabras”, para Leo ésta se arraiga por partida doble. Su madre, Nina, maravillada por el trabajo del checo Josef Sudek, se hace de una cámara Leica y detiene los instantes familiares en una imagen que busca reconstruir el tiempo: “¿Qué hubiera pasado […] si Nina no hubiera sido una devota seguidora del checo? ¿Tendría yo una foto de verdad de mi padre en lugar de la imagen de una sombra?” […] La belleza de las fotografías a veces le parece insuficiente para entender la pasión de su madre. (Si atendemos esa máxima de Susan Sontag, “toda fotografía es un memento mori” Nina quizás ya intuía lo que habría de pasarle a Giulio, una vez que la realidad de su país motivara su decisión definitiva de luchar por la libertad, de conseguir un lugar mejor para su esposa y su hijo.)
Por otro lado, el hijo mayor de Leo, Julio, a quien su abuela Nina llamaba con el nombre del gran ausente, heredó de ésta la misma pasión fotográfica, y la comunicación entre ambos se traduce no sólo en una arraigada y hasta demodé costumbre epistolar, sino también en compartir los enigmas que sus propias fotos resguardan a la vera del propio silencio. Por ejemplo, una foto que Julio le envía a su padre, sobre dos personas que tilda de “suicidas”, luego de haber unido varias de las piezas sueltas y con miras a reconstruir esa imagen paterna, descubre finalmente que el padre buscado hasta el hartazgo no es más que un recuerdo, compuesto por una vieja maleta guardada en un closet, y un libro de Cesare Pavese, con las palabras subrayadas a manera de rosario para las horas difíciles. El joven autor de Lavorare stanca que mi padre admiraba al grado de elegir su libro como compañía de los solitarios días de caminata. Yo leía y releía esos poemas buscando en ellos la huella de Giulio. “Algún antepasado nuestro debió estar muy solo/ –un gran hombre entre idiotas o un pobre loco–/ para enseñar a los suyos tanto silencio”.  
En esa travesía interior a la busca del padre, Leo pasa de la palabra a la mudez –la partida sin regreso de Giulio–, luego de la mudez al sonido –recobra el habla después de un concierto, milagro que su madre y su abuela presencian–, y del sonido al silencio definitivo –su enorme pasión por la música es tan evidente que además de interpretarla, consigue plasmarla en el papel pautado: Componer para llegar al silencio. Sabía que era casi un contrasentido lo que se proponía. Y sin embargo, había algo de eso desde siempre en su propuesta. Algo que buscaba el silencio de sus partituras. Sin embargo, en esa búsqueda del silencio absoluto, el vértigo habría de cobrarse una parte de su talento, disminuyéndole la capacidad auditiva. (Si la verdad duele, sus consecuencias, doblemente, según se vea.)
Con todo, Fuga en Mí menor se empeña en una prístina empresa: buscar los elementos que componen y/o distinguen al silencio; un arte en sí, suscribiendo las palabras de Alejandro Obregón. El abandono del padre, el exilio de la familia, la lejanía del hijo, pero sobre todo, los arcanos que encierra una fotografía o una partitura, inclusive la elaboración de un violonchelo, son figuraciones en las cuales el silencio nos muestra una enseñanza avocada a recobrar nuestra propia ración de memoria; aunque, en cierta forma, el camino hacia ello no sea el más halagüeño de todos. Dicho sea de paso, también puede leerse de dos formas: una, en absoluto silencio por parte del lector, con miras a la empatía (inclusive la dispatía) con Leo, y dos, alternando, a manera de música de fondo, las obras que aparecen en la novela. (Y aunque Bach y Mahler pinten al unísono los escenarios y predicamentos de Leo –y si Sandra Lorenzano me permite la sugerencia–, en algunos casos la música de Eleni Karaindrou para La mirada de Ulises consigue el mismo efecto: si las cuerdas son una forma de la poesía, éstas se regocijan hasta con su propia nostalgia.)
Después de todo, habremos de suscribir aquellos versos de Raymundo Ramos, con los que, supongo, resumiríamos esta novela: Música, ven a lavarme el alma colmada de silencios. (Y que el resto se vaya con su ruido a otra parte. Así sea.)

Sandra Lorenzano. Fuga en Mí menor. México, Tusquets, 2012. (Andanzas)

(25/junio/2012)

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