miércoles, 22 de enero de 2014

Permanencia y persistencia

Ulises Velázquez Gil

E. M. Cioran, ese avinagrado pensador recién llegado al centenario, resumió en uno de sus aforismos su relación con el mundo: Todo el mundo me exaspera, pero me gusta reír. Y no me gusta reír solo. Cuando se trata de pasarla bien en este mundo cruel y despiadado, uno se vale de todo para ello, sin nada que perder al fin de cuentas, aunque, a decir verdad, de la mera intentona no pasamos. Sin embargo, una joven novelista mexicana, Brenda Lozano, se toma muy a fondo ese desafío y el resultado de ello será su carta de presentación, amén de su visión del juego. 
            Todo nada, su primera novela, cuenta dos historias: una, la del gastroenterólogo Emilio Nassar, médico de trayectoria impecable en cuanto a la investigación científica y consumado lector; y la de Emilia, su nieta, eterna estudiante de Letras y coleccionista de desconciertos amorosos, a la sazón, nieta del primero. La relación entre ambos se desarrolla durante el último año de vida del abuelo, cuando éste elige terminar su vida en pleno uso de sus facultades mentales y con la plena convicción de hacer, hasta el último suspiro, lo que le entre en gana, incluso morirse. En esa trayectoria, su nieta también vive una historia similar: la de su relación con el novio en turno y sus respectivas consecuencias.
            Mientras Emilio Nassar repasa su vida y se enfrasca en hacer lo que dicte su voluntad, como dejarse morir de hambre, con una dieta a base de café con leche, Emilia reconocerá muchas cosas, entre éstas el cambio de carácter de su abuelo hacia ella; ante la ausencia de su padre, su abuelo médico hizo las veces de éste, dándole consejos y lecturas, reclamos y rutinas. Con todas las veces que insistes en los mismos temas, nadie duda de tu edad. Porque siempre tenemos pocos temas, […] en la vejez no hay otra cosas que repetirlos, dice Emilio Nassar a su nieta sobre los individuos de su condición, pero en una de ésas, hasta podría endosárselo a los coetáneos de Emilia; mientras el médico toma chinchón, goza de la amistad de su colega Óscar, escucha El Fonógrafo y se queja de los melodramas de tres pesos que exhiben en el cine y la televisión, la incipiente lectora y sus amigos toman vodka y cubas, presumen fobias y traumas, y, claro, se desviven en relaciones peligrosas, cuyo trofeos o premios de consolación van desde los puñetazos en la pared hasta las llaves de un departamento. En los dos escenarios, prima la reincidencia. (Si el doctor Nassar hubiera conocido a Ana María Domínguez, flamante locutora de El Fonógrafo y coetánea de su nieta, ¿se habría ido de espaldas? Quién sabe…)     
            Tienes que aprender a negociar, sobre todo contigo. No estamos aquí para dormir angustiados: hemos venido a pasarla bien. Estas palabras, junto con una pluma fuente y una servilleta con su nombre escrito en ésta, son la herencia que deja Emilio Nassar a su nieta; su programada partida le deja muchas señales acerca de su vida. Además de la muerte de su abuelo, otra pérdida persiste en Emilia: su ruptura amorosa con José. Ante dichas circunstancias, la única salida factible es contarlas, hasta que el fregadazo deje de sentirse en su totalidad.
            Volviendo a E. M. Cioran, cuando determinada persona le caía en la punta del hígado, solía escribir repetidamente en un cuaderno su odio o animadversión hacia ésta, hasta que en algún momento ya no le pesara tanto y el arrebato iracundo muriera de pereza. En el caso de Brenda Lozano, contar la historia de un anciano “valemadrista”, incluyendo sus propias simpatías y dispatías (empleando dos términos de Alfonso Reyes), es la manera prístina de mantenerlo vivo, donde también, a su vez, se proyecta en la narradora el sufrimiento de dicha pérdida. Volvemos a contar lo que ya hemos contado. Quizá porque no importa lo que pasó sino que volvemos contarlo. Contar una desdicha une, eso lo sabe hasta una lagartija.   
            Con todo, encuentro en Brenda Lozano a una consumada narradora, que se empeña en contar los altibajos y las taras de dos personajes obstinados en la permanencia (del recuerdo particular y familiar) y en la persistencia (de sus errores, aciertos y rutinas); no dudaría en decir que Emilia Nassar, de estar en el lugar de su gastroenterólogo abuelo, haría las mismas cosas, porque, de cierta manera, tanto los viejos como los jóvenes cojean del mismo pie; ya lo decía doña Ofelia Guilmáin, “la juventud no se lleva puesta, se ejerce”.
Por su naturaleza novel, Todo nada aún tiene mucho que esperar, pero el estilo mesurado y franco de Brenda Lozano demuestra un consumado aprendizaje, digno de una Josefina Vicens, o del José Emilio Pacheco de Las batallas en el desierto. En pocas palabras, una narradora sin nada que perder, y de quien esperamos con gusto su Parque hundido, hasta que el tiempo se digne a hacerlo. (Después de todo, a nadie le disgusta reír solo, ¿verdad?)

Brenda Lozano. Todo nada. México, Tusquets, 2009. (Andanzas)

(20/enero/2012)

miércoles, 8 de enero de 2014

Incipiente y experimentada

Ulises Velázquez Gil

En su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua, Salvador Elizondo lanzó una sentencia bastante lapidaria para todo autor que se respete: Nada ilustra la vocación de un escritor que la vida de su primer libro. Para unos, resulta gratificante recordarlo, como consecuencia natural de un talento innato, mientras que, para otros, suena engorroso acordarse de ello, por los yerros allí expuestos. Sin embargo, cuando el primer libro de un novel autor alcanza un reconocimiento inesperado, la duda sobre persistir o declinar en el camino se vuelve una constante de vida.
En las letras mexicanas son contados los casos de jóvenes autores que se aventaron al mundo editorial, a sabiendas de pasar desapercibidos, o también, proclives a una extraña sobrevaloración por parte de sus lectores. Algunos –muy pocos, claro– han sabido crecer (y crecerse) con gracia e ingenio, cuyas poéticas, es decir, los engranajes de su creación literaria, ahora nos resultan obvias y hasta recurrentes. A este elenco de noveles autores en México, ahora se inscribe un nombre doblemente atípico: Andrea Chapela, quien aparece en la escena literaria con su primera novela, La heredera.
Compuesta por 24 capítulos (como las horas del día), Andrea Chapela nos cuenta dos historias: una, la de Irene, una joven que tiende a aislarse del mundo conocido, de sus compañeros de escuela, amigos y hasta de su familia, y la segunda, acerca de una región fantástica de proporciones míticas llamada Vâudïz, mundo fantástico creado por Irene. Dos mundos, en apariencia opuestos, que conviven en diplomática distancia, se ven involucrados con la presencia de otro personaje fundamental, Erick, a la sazón compañero de clase de Irene en el colegio, quien se adentra paulatinamente en su mundo.
Vâudïz también tiene a su propia protagonista: la princesa Nannerl, hija menor de la casa real, quien se debate entre tomar su lugar en la sucesión del trono (amedrentada por su hermana Samanta) o buscar su propio camino. Entre las persecuciones y la traición por parte de su hermana, Nannerl se refugia en el Bosque de Medianoche, donde conoce a los niños sin sombra, quienes la reciben con afecto en su morada, y después, llamada por el destino, se integra al grupo de las guerreras nocturnas, aprendiendo toda serie de enseñanzas, entre los conocimientos de la magia y el arte de batirse a duelo. Todos estos sucesos influirán en el reconocimiento gradual de su destino.
Volvamos con Irene; sus problemas con la familia, sus compañeros de escuela y ante la duda de saber si se siente correspondida por Erick, ella se refugia en Vâudïz, donde nunca se sentirá sola. De cierta forma, coincide con Nannerl, el refugiarse en sí misma, pero hay un elemento que nuevamente las hermana: el aprendizaje y el reconocimiento de su destino. Para que la maldad desaparezca del mítico reino, debe reconocerse como la heredera de su reino, en quien todas las cosas habrán de equilibrarse; Irene, por el contrario, para que Vâudïz no se involucre con el “mundo real” (el de su abuela, el de sus amigas) debe compartir su mundo con Erick.
Ante este panorama, me atrevo a decir que La heredera es una novela de aprendizaje, tanto en quien narra la historia como en quien la vive. (Y viceversa.) Si seguimos en este curso, Andrea Chapela tiene una deuda de honor (y de amor a la lectura, por supuesto) hacia sus clásicos, es decir, aquellos libros que conformaron su camino narrativo; Harry Potter, Las crónicas de Narnia y la famosísima saga de J. R. R. Tolkien resuenan en su historia, y no dudaría también que Michael Ende y hasta el Italo Calvino de Si una noche de invierno un viajero o de la trilogía de Nuestros antepasados, se filtren en su prosapia literaria. Si en autores primerizos, las influencias se notan a la primera lectura, para el caso de Andrea Chapela esto no suele verse como defecto, sino como una virtud indiscutible. Al contarnos una historia diferente, siempre estará la impresión de recorrer los mismos lares, de navegar hacia viejos puertos, donde el viaje –la lectura– se renueva constantemente.
Vâudïz existía en algún lugar más allá de su mente. Tal vez había existido antes de que ella lo imaginara. Se dice que un autor no elige sus temas, sino que éstos lo eligen, y para el caso de Andrea Chapela queda muy a la medida, dado que ya hacía falta conocer este tipo de historias, restringidas solamente para la tradición europea. Sin embargo, en el árbol genealógico de las letras mexicanas, escritores como Angelina Muñiz-Huberman, Hugo Hiriart, Esther Seligson y hasta el León Krauze de El vuelo de Eluán, vean en ella a una digna recipiendaria de sus invenciones e intenciones, joven en edad, pero consumada en intuiciones narrativas.
Finalmente, La heredera (primera novela de una tetralogía, a la que seguirán El creador, La cuentista y El cuento) muestra la postrer vocación de una novel escritora, incipiente y experimentada, cuyas mejores líneas aún buscan un lugar hacia donde dirigirse. No cabe duda que estamos ante un caso extraordinario en las letras mexicanas, en espera de volverse tan universales como la Tierra Media, Fantasía o Narnia. Pero esa historia… todavía queda por contarse. (¿Por Andrea, Irene o Nannerl? Esperemos entonces…)

Andrea Chapela. La heredera. Barcelona, Puck, 2008.

(9/enero/2012)

lunes, 6 de enero de 2014

Cartas de navegación

Ulises Velázquez Gil

En alguna entrevista (de las pocas que se permitió conceder), el escritor rumano E. M. Cioran declaró a los cuatro vientos que sólo existen los autores que son releídos; razón no le faltaba –al menos, en parte– porque al releer a los autores que suelen acompañarnos a lo largo de una vida, les regalamos una ración de vida para que su presencia sea notoria y no exenta de sorpresas ante nuestros ojos. (Sucede igual con los biógrafos: al adentrarse aún más en el universo de sus biografiados, éstos recuperan fuerza y prosiguen si vida, sin presentarle cuentas a nadie.) 
En el caso de las antologías literarias (como en los Best Of en la música), suele darse el mismo caso: viejos conocidos aparecen ante nuestros ojos para contarnos, nuevamente, su historia. Tal es el caso de Un montón de piedras de Jorge F. Hernández, volumen que consigna por partida doble una constancia en el oficio de Scherezada, y una selección de sus mejores cuentos, aquellos que han resistido la prueba del tiempo, y cuya lectura sigue siendo la primera de todas. Habrá quienes se preocupan por hacer cuentas, cuadrarlas y sumarlas; el escritor, por el contrario, se ocupa en hacer cuentos, encuadrarlos y restarlos… Habrá quienes viven la realidad en constante ajuste de cuentas; el escritor rinde cuentos y, al hacerlo, intenta otra realidad. (Como quien dice, un “corte de caja”.)
Para los viajeros frecuentes de la narrativa de Jorge F. Hernández, resulta francamente familiar encontrarse con viejos conocidos como el pasajero transatlántico de “El huevo de Colón”, donde un vuelo en clase turista se convierte en una comedia delirante en business class; o aquella travesía en el nostálgico blanco y negro de dos pasajeros que suman a su manda épica a un piloto de tierra firme, cuya sustancia –de la que, me imagino, están hechos los sueños– conforma “En las nubes”. (Paréntesis aparte: esos extraños viajeros, parecidos a sendos personajes de la película Casablanca, son un guiño de ojo a la pasión cinematográfica del autor; por cierto, en su primera novela, La Emperatriz de Lavapiés, el protagonista es parecido al Marcello Mastroianni de Sostiene Pereira. Si “el cine es mejor que la vida”, como decía Emilio García Riera, la vida es el mejor de todos los cuentos.)
En este desfile de luminarias, Rosendo Rebolledo, Patrimonio Balvanera, Wang Feng y el dichoso Avellaneda, viajeros del pretérito, conjugan aquellas formas de escribir la historia según el ilustre vecino de la Rue Broca, Pierre Gripari: la historia con hache mayúscula –materia prima de académicos y gambusinos del pasado– y con hache minúscula, restringida a las charlas de sobremesa o al anecdotario familiar. Aún así... Lejos de la pretensión y el acartonamiento, el oficio de historiar ofrece viajes ilimitados y sus circunstancias, aunque registrables y narrables, son alimento ideal de la imaginación y del ensueño.
Por otro lado, cabe resaltar tres cuentos que tienen como hilo conductor a la noche, donde otras historias se dejan fluir y la sorpresa es cosa de esperarse: una delirante vivencia de la ciudad expuesta en “Noche de ronda”; el aprendizaje de unos tránsfugas de la realidad en su empeño por convertirse en glorias del toreo (“Un farol en la noche”), o la deuda de amor de un maestro hacia el autor en espera de su alternativa literaria en “De regalo”: […] siempre he creido… Creo… que no hay mejor universidad que los libros y no te confundas: uno se juega la vida tanto o más que con escribir que con andar toreando… Lo dicho: escribir es torear. […].
Otro cuento digno de resaltar es “True friendship”, donde un hombre que justifique toda omisión y/o ausencia inoportuna, detona en la historia secreta de un fantasma que, luego de muchos artificios, aparece ante el individuo que lo conjuró, para bien, para mal. (Si uno nunca sabe de la amistad verdadera hasta no conocer a Bill Burton, bien diría que el agua de azar –materia prima de todos sus textos– no funciona a la perfección sin la presencia de Jorge F. Hernández.)
El deseo de volverse enano, una partida fantasmal de dominó o una extraña liturgia que desaparece las urnas de una votación, son sólo algunas de las maravillas encontradas en este volumen, que por igual reúne fantasmas entañables (Ángela, hermana del autor), viajes conjurados a la vera del sueño (“El fuego clásico”) y hasta objetos que encierran una historia de amor (“Un romance antiguo”).
Para quienes seguimos con suma devoción la obra de Jorge F. Hernández, esta antología es un glorioso regreso a territorios ya conocidos, así también una incursión por los primeros pasos de un narrador sin par; producto de muchas lecturas (homenajes) de los autores que lo acompañan cada día de su vida. Un sendero de maestros, augurio para una nueva forma de contar una historia.
Un montón de piedras funciona como el remedio que Bastian Baltazar Bux le dio a Fantasía, como la travesía del Rey Mono hacia el Oeste, o como la Ítaca de Constantino Cavafis: un viaje y un destino. (El primero, permitido por gracia de la lectura; el segundo, la experiencia obtenida, es decir, una historia por contar.) Sea como sea, ya no vemos la vida igual después de leer alguno de los cuentos de esta antología. Según el autor, esto obedece a una decisión personal, pero luego que el lector de a pie logra reconocerse, se vuelve un tópico estrictamente personal. Quien lea estas páginas decide si merecen olvido o contarse o contagiarse y compartirse en voz alta en el diálogo del silencio… como hacemos con los recuerdos.  
En suma, esta maravillosa antología de cuentos escritos por Jorge F. Hernández, es apenas una mínima muestra de una consumada maestría en el oficio de contar historias (con hache mayúscula y minúscula, por supuesto); cartas de navegación a la espera de un viaje interior, donde sus lectores asiduos continuamos acumulando millas de viajero frecuente (otras historias en espera de contarse) y para que los nuevos pasajeros conozcan “el mejor de los mundos imposibles” –Abel Quezada dixit– que sólo la imaginación, o el mero afán de compartir una historia, puede otorgar en esta vida. Para todo lo demás, queda la lectura. (Así sea.)  

Jorge F. Hernández. Un montón de piedras. Antología de cuentos. México, Alfaguara, 2012.