miércoles, 30 de septiembre de 2009

Au revoir, bolsita de hule...

Hace unas semanas, en la Ciudad de México, se anunció el retiro paulatino de las bolsas de plástico de las tiendas de autoservicio, las cuales se sustituirán por unas de uso rudo, pero benéficas al medio ambiente. (Y, para comodidad del usuario, también podrán adquirirse en la propias tiendas.) Para un adicto al súper (como quien esto escribe), es una excelente noticia, dado que tendrá que lavar su bolsa de mandado o, en su defecto, llevarse alguna de las bolsitas de segunda división que logró rescatar de anteriores excursiones al centro comercial, y así cumplir con la compra del día. No está mal, ¿verdad?
Pero al saber de semejante noticia, me viene una reacción encontrada: ¿cuál será el destino de las bolsitas de hule que dan en las librerías? Afortunadamente, buena parte de aquellas bolsas, al paso del tiempo, se han convertido en improvisados fólders, envolturas emergentes para regalos de cumpleaños, y hasta para proteger de la intemperie el libro en turno que esté leyendo. Así, hasta que el tiempo jubila la bolsita en cuestión y su destino, sin más ni más, es el cesto de la basura. Sin embargo, no todas mis bolsas pasan por lo mismo.
Desde que me volví un irredento caza libros y un junkie de las librerías, alguna de las bolsitas que me dan, y cuyo diseño sea único e irrepetible, un día resolví guardarla. Y la misma suerte corría en las ferias del libro donde me apersonaba. Al paso del tiempo, ya no sabía la manera de mantenerlas a raya, hasta que dispuse guardarlas dentro de un sobre manila tamaño ministro, por si alguna vez las necesitaba. Y sí, cada vez que requería asistir a alguna presentación editorial, una charla con escritores, o simple y sencillamente, ir por lana para salir trasquilado, siempre entraba al quite una de éstas, dejando trunca mi colección informal, y si se quiere, hasta indestructible. (Ni modo, tengo alma de hule, sin que suene a disco de Los Beatles.)
Del Fondo, el pacificador hindú, mis amados Colegios (Nacional y de México), tiendas de discos con nombre prehispánico, y hasta de compañías papeleras que iluminan, todas han aguantado tres pianos y una orquesta completa: lluvias citadinas a mitad de la semana, ventas nocturnas en la Condechi, excursiones al COLMEX en horas pico, y hasta me han servido como caballo de Troya para ingresar a la Biblioteca Vasconcelos sin aduana ni paquetería de por medio. Y siempre vuelven a casa: algo maltrechas, eso sí, pero después de haber cumplido con su deber.
Me imagino que aquella colección de bolsitas de hule, si alguna vez llegara a desaparecer de mis manos, seguramente en unos años, sería expuesta en El Estanquillo en calidad de mexican curious, engrosaría el inventario de una casa de subastas en Londres y Nueva York, o tal vez se reprocesaría químicamente para hacer combustible para nuevos vehículos o para el maquillaje del mañana. La verdad, no lo sé.
De algo sí estoy seguro: que tendremos bolsitas de hule para rato, ahora regidas por un efímero tiempo de uso. Pero aquellas que motivaron estas ociosas líneas, serán mil veces superadas por las bolsas de tela cuya fama, irónicamente, también se debe a las mismas librerías. (Qué cosas, ¿no?)

domingo, 27 de septiembre de 2009

Jorge F. Hernández: la historia tiene prisa

Cuando la Historia y las Letras se encuentran en el camino, siempre hay de dos sopas: una, generar enconadas polémicas, y otra, invitar a su mutuo reconocimiento. Son contados los casos de personas que han hecho lo segundo a cabalidad y hasta sus resultados, como el Cid Campeador, siguen ganando batallas. En este aspecto, suenan algunos nombres como Luis González y González y Jean Meyer; en estos tiempos, habría que añadir al elenco el nombre de Jorge F. Hernández, historiador de formación pero narrador por derecho propio.
Nacido un día como hoy, de 1962, en la Ciudad de México, pero guanajuatense por gusto y origen familiar, Jorge F. Hernández estudió la carrera de Historia, donde contó con el magisterio y la amistad de don Luis González y González, quien supo guiarlo por los caminos de la microhistoria. Ese historiográfico andar derivó en su primer libro: La soledad del silencio. Microhistoria del Santuario de Atotonilco (1991). (Una primera versión, en forma de tesis doctoral, obtuvo en 1987 el Premio Atanasio G. Saravia que otorga Banamex a las mejores investigaciones sobre historia regional.)
Aunque su formación historiográfica lo hacía conducirse bien por los círculos académicos, el talento de Jorge F. Hernández iba más lejos al publicar, por una parte, algunos cuentos en revistas dirigidas a los pasajeros de conocida aerolínea, y por la otra, crónicas y retratos de raigambre historiográfica en suplementos culturales. En ambas, resalta un elemento peculiar de su postrera obra: el desconcierto, sea para pintar las mordaces andanzas de los pasajeros a bordo de un avión, sea para describir los vicios y locuras de una esquizofrénica grey de clionautas. Dichos esfuerzos periodísticos tomaron forma de libro: En las nubes (1997) y Espejo de historias y otros relatos (2000).
Entre una compilación y otra, Jorge F. Hernández demostró también sus cualidades para el ensayo, desde donde rescataría otras historias que merecen contarse: la taurina, con Réquiem taurino (1998), y la literaria, donde preparó un selecto volumen con algunas de las mejores entrevistas realizadas a Carlos Fuentes, bajo el nombre Territorios del tiempo (1999), y con un maravilloso estudio introductorio de su parte. Pero la empresa más grande estaría por venir, cuando en 1999 publica su primera novela, La Emperatriz de Lavapiés, donde cumple una deuda de amor hacia España, país por el que siente un acendrado afecto, cuyo protagonista, Pedro Torres Hinojosa, cumple al final de su vida una travesía allende el Atlántico, hacia un Madrid tan lejos de American Express y tan cerca de su siempre amada Carmen. Y regresaría al redil del ensayo con Signos de admiración (2006), libro donde reuniría algunos retratos de sus filias y fidelidades literarias, que antes tuvieron su foro de expresión en la columna "Agua de azar" que tiene a bien publicar los jueves en el periódico Milenio. Por estos meses, tuvo a bien publicar una segunda novela, Réquiem para un Ángel, donde cumple otra deuda de afecto, pero hacia la Ciudad de México, amada y odiada al unísono; vista desde la mirada cuasi redentora de Ángel Andrade. (Si se me permite el paréntesis, en cierto modo también es deudora de La región más transparente de Fuentes.)
Con todo, Jorge F. Hernández ha sabido salvaguardar todos los momentos de la vida gracias a la literatura, sin dejar de lado su formación como historiador; más bien sabe que la historia tiene prisa por vivir y ello hace posible dicha labor. Paréntesis aparte, es una delicia convivir con un conversador sin igual (que hace poco se destapó como actor gracias a Cabezas, radiodrama producido por Radio Educación, donde interpretó a un Miguel Hidalgo bastante peculiar), que comparte hasta la más recóndita minucia con sus compañeros de mesa, entre becarios de la Fundación para las Letras Mexicanas y colegas de ambas orillas del charco atlántico. Dicho lo anterior, podría decirse, taurinamente, que siempre acaba por partir plaza.
Bajo el pretexto de celebrar su cumpleaños, queda aquí la invitación para acercarse a una obra narrativa y ensayística que siempre busca atrapar el tiempo. Y aquí me detengo.
(¡¡Enhorabuena, Jorge!!)

sábado, 19 de septiembre de 2009

Beatriz Espejo: la casa de las Palabras

El siglo XX, en las letras mexicanas, nos ha regalado muchas plumas que han destacado por los temas que manejan, el dominio de sus personajes e inclusive, lo peculiar de sus vidas, aunque esto acabe por ser más noticia que su obra misma. Y si nos ceñimos al panorama de las mujeres escritoras, no cabe duda que tenemos para dar y prestar.
Además de los nombres de Rosario Castellanos, Elena Garro, Guadalupe Amor, Amparo Dávila, Enriqueta Ochoa, Luisa Josefina Hernández, Esther Seligson, Beatriz Escalante y demás luminarias, hay una autora específica en quien recae el legado de unas y la herencia de otras. Su nombre: Beatriz Espejo, quien hoy celebra un aniversario más de vida. (Que las instancias culturales digan los años que cumple. Yo me reservo ese derecho.)
Nacida en el puerto de Veracruz, en 1939, y en el seno de una familia de conocida prosapia yucateca, Beatriz Espejo Díaz demostró desde muy temprana edad su pasión por las Letras, por hacer de la vida misma una historia que contar; y no es para menos, dado su interés por rescatar los sucesos familiares en el nombre de la memoria. Dicha pasión fue fortalecida cuando ingresó a la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM para estudiar la carrera de Letras Hispánicas y donde compartió un tiempo muy interesante con escritores de la talla de Salvador Elizondo, Raymundo Ramos y José Emilio Pacheco, por decir algunos. Sin embargo, su mayor recompensa fue haber sido digna y aventajada discípula de dos leyendas vivas del cuento contemporáneo: Julio Torri, quien dirigió su brújula hacia lares más académicos, y Juan José Arreola, quien convertía en literatura todo aquello que tocaba. (Gracias a don Julio, Beatriz se tomó muy en serio la docencia universitaria; a Arreola, su inusitado ingreso a las letras mexicanas.)
Mediante el cuidado del juglar de Zapotlán, Beatriz publicó su primer libro, La otra hermana, y a partir de allí, desarrolló una sólida trayectoria como narradora, misma que cerró una etapa con la publicación, en 1979, de Muros de azogue, su primera compilación de cuentos, de trasfondo autobiográfico (producto de aquellas historias de familia, claro está), pero vistos de manera fresca por una autora con mucho camino por recorrer. Aunque ejerza sin tregua el oficio de narradora, entre su primer libro y El cantar del pecador (1993), su segunda compilación, hay una distancia de casi ¡¡quince años!! Y no es para menos, dado si ímpetu autocrítico y porque cada grupo de cuentos requiere caminar por cuenta propia. Mientras llega ese momento, Beatriz Espejo dedica sus fuerzas al ejercicio docente y a la escritura de artículos y ensayos para varias revistas tanto académicas como culturales. (En el aspecto ensayístico, es de sobra conocido su Julio Torri, voyerista desencantado, libro de alcances casi biográficos sobre aquel heterodoxo de las letras mexicanas.) Sin embargo, la pluma de Beatriz no tiene llenadera y queda comprobado con Alta costura (1997), Marilyn en la cama y Todo lo hacemos en familia (2000), sendas compilaciones de cuentos y su única novela, respectivamente. De pilón, el Fondo de Cultura Económica, en su afán por conjuntar las obras de los autores mexicanos vivos, reúne todos sus libros en un solo volumen con el parco título de Cuentos reunidos. Mejor homenaje en vida no puede haber.
En algunos sectores se ha dicho que la literatura de Beatriz Espejo no dice nada. Esto es completamente falso. Precisamente, en su estilo a caballo entre lo intimista y anecdótico, Beatriz ha creado un estilo más que propio. A veces roza los linderos del humor negro, presente en algunos cuentos de Muros de azogue, pero también juega con la vida misma en varias escenas de Todo lo hacemos en familia y Alta costura. (Si me permiten el comentario, el cuento que nombra a este libro, es más que un guiño de ojo a sus antecesoras Rosario Castellanos y Amparo Dávila.) Y si lo queremos más claro, las protagonistas de sus cuentos tienen algo más que decir. Entiendo sobremanera que no todas las sensibilidades son iguales, pero negar que Beatriz Espejo forme parte de una galaxia de maravillosas escritoras mexicanas, es darle de pedradas a un espejo. (Literalmente...)
No cabe duda que Beatriz Espejo hizo de la Literatura (su literatura, recalcan Emmanuel Carballo y René Avilés Fabila) su prístina y sincera casa de las Palabras. Con esto, queda más que evidente mi invitación hacia ustedes para acercarse a su obra; seguro más de uno quedará prendido de alguno de sus cuentos. Y para ti, querida Bety, mi más sincera felicitación por celebrar una vida llena de talento indiscutible, que mañana se verá coronada con la entrega de la Medalla de Oro que otorga el Instituto Nacional de Bellas Artes. El mejor premio para un escritor son sus amigos desconocidos, ya lo dijo Octavio Paz, es decir, sus lectores, y ellos, es verdad, ayudan a que esa casa de Palabras se construya mejor. Así sea.

viernes, 18 de septiembre de 2009

México según Nicolás Alvarado

La sola mención de la palabra México de por sí genera escozor a ciertos sectores de la sociedad mexicana, quienes ven, por un lado, una exhaltación de una identidad, y, por el otro, un vergonzoso resbalón. Ambas partes de la historia tienen razón, pero no toda, desde luego. En las letras mexicanas del siglo XX, Samuel Ramos, Jorge Portilla, Octavio Paz y Jorge Ibargüengoitia, por decir algunos, han colocado al mexicano en una caja de Petri y observado -cada quien sus armas, claro- con detenimiento las cosas que lo conforman. (Aún prosiguen las polémicas desatadas, por si querían saberlo.) Sin embargo, el ingreso a este elenco de Nicolás Alvarado, sólo habría de ponerle la cereza al pastel... o la tachuela en el asiento.
Nicolás Alvarado, de sobra conocido por sus participaciones en programas de T.V. como La dichosa palabra, Suave es la noche, Reverso y su segmento cultural en el noticiario matutino de Carlos Loret de Mola, desde antes ya tenía un buen kilometraje acumulado en lo que periodismo radial y escrito se refiere, pero ningún libro publicado. Gracias a los buenos oficios de la editorial Norma, en 2006, sale a la luz su primera obra: Con M de México. (Alvarado confiesa que la idea, como todo en esta vida, no es original: un volumen semejante sobre cocineros publicado en Estados Unidos motivó esa intención, pero la manera de verlo sí que lo es.)
Con el pretexto del conformar un diccionario con las palabras que generan escozor en buena parte de la sociedad mexicana, en Con M de México. Un alfabeto delirante, Alvarado emplea para ello las artes del ensayo y los artificios de la ficción para pintar un retrato aproximado de México. Eso sí, con algo de humor ácido, guiños autobiográficos, poesía de ocasión y hasta lo más selecto de la cultura popular y, claro, también del jet set. Palabras comunes y corrientes como Asalto, Basura, Compromiso, Chilango, Desconfianza, Erotismo, Familia, Gringa, Hueva, Impuestos, Joto, Kilos, Lunes, Llanto, Marcha, Navidad, Ñero, Ortografía, Política, Quimioterapia, Resaca, Salinas, Televisión, Uniformados, Vecino, W.C., X (a secas), Yo y Zempasúchil, pasan por la pluma de Alvarado y se convierten en ensayos cuasi sociológicos, crónicas desatadas del nuestra nice people de petatiux, enconadas diatribas, poesìa de ocasión y hasta un aforismo totalmente mexicano, como el caso de "Con H de Hueva", que me permito citar de forma íntegra: "Ps... hueva, ¿no?". (Ya ni Monterroso...)
También cabe notar la presencia de un alter ego del autor, Federico Cortés, quien protagoniza a la perfección las situaciones recurrentes del mexicano: las manifestaciones que desquician a una ciudad de por sí desatada, el engorroso acto de pagar los impuestos (para no pagar consecuencias), la diezmada ortografía empleada en los e-mails, los mil y un demonios de la cruda, y hasta el asalto nuestro de cada día. Quien lea cualquiera de los textos dedicados a ello, no evitará identificarse. (Para bien, para mal.)
En innumerables ocasiones, Nicolás Alvarado he declarado que las palabras son el mejor juguete que se pueda tener. En Con M de México, mientras deshace (o lo intenta, según reconoce) algunos mitos del mexicano, ante todo está jugando con el lenguaje. Y entre ese esquizofrénico juego, siempre hay verdades como puños que no se escapan. Y qué decir de su lectura: más de uno se verá retratado, aunque eso -¡auch!- nos duela en el orgullo. En una palabra, un libro que no debemos pasar desapercibido. Si al terminar su lectura, se decide compartirlo, ficharlo o, de plano, mandarlo al bote de la basura, ésa ya es decisión del lector. (Ni modo: o lo amas o lo odias.) No cabe duda que, con este libro, Nicolás Alvarado entró con el pie derecho a las ligas mayores de la literatura mexicana del incipiente siglo XXI.
Cierro estas líneas con una anécdota de Pablo Neruda. Éste, en alguna ocasión, le dijo a un joven Antonio Skármeta una opinión lapidaria sobre su primer libro, El entusiasmo: "Todos los primeros libros de autores jóvenes son buenos. Mejor esperemos el segundo". Y esto viene a cuento porque ya tiene rato que Nicolás Alvarado publicó La ley de Lavoisier, su segunda incursión editorial. Mientras llega el momento de hablar sobre esta obra, queda mi recomendación para acercarse a Con M de México. Puedo asegurarles, queridos lectores, si no una lectura nueva, al menos un motivo para entretenerse por un rato. Sí que sí.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Arno Burkholder: contra la historia (oficial)

Mientras reacomodo las cosas de la Nueva República de Babel, luego de una larga ausencia, me desayuno con una buena noticia: Arno Burkholder, historiador combativo y motivador de gratas controversias y apasionados desaguisados en red (y en persona), celebra hoy su cumpleaños. Y no es para menos, dada la enorme fama que tiene allende la súper carretera de las Informaciones.
Arno Burkholder de la Rosa, de formación comunicólogo, capitalino para más señas y caballero andante del Instituto Mora, llegó a los parajes de la historiografía mexicana contemporánea con una sola finalidad: deshacer mitos y demostrar otra cara de la Historia mexicana. Mientras destaza pieza por pieza el guango andamiaje de las obras de Francisco Martín Moreno, celebra los milagros de las letras mexicanas con poemas de escritores como Rosario Castellanos, Jaime Sabines, Eduardo Lizalde, entre otros. Cuando su mirada cáustica revisa los cacareados festejos bicentenarios, pondera las virtudes de un programa peculiar como Ludens de Canal 22. Y así, hasta tener un espectro bien delimitado de las cosas que sólo pueden verse a través de Clionáutica, el blog que tiene a bien dirigir desde hace buen rato.
Aunque muchos no dejan de sentir las agresiones de Burkholder en el bolsillo, digno es reconocer su mirada crítica hacia el modo de ver la Historia; claro está que la historia oficial no es diosa de su devoción, pero aún demuestra que hasta en toda la basura hecha por sectores público y privado, dedicados a su difusión, siempre hay una perla de mayor atención. Además, varios de sus lectores (presentes, pretéritos y futuros) esperamos con ansiedad su historia del legendario periódico Excélsior, hoy en día avasallado por el imperio de Vázquez Raña. (La Prensa, diario sui generis de nota roja, fue la primera víctima de aquel imperio. Ganó difusión, pero perdió su estilo. Cuestión de enfoques.)
En fin, me faltan palabras para ponderar en su justa dimensión el trabajo de Arno Burkholder en Clionáutica. Simplemente me limitaré a recomendar su oportuna visita a la página (http://clionautica.blogspot.com/) y participar con él en toda polémica que se presente.
Admirado Arno, te mando un fuerte abrazo y mis mejores deseos. ¡¡Felicidades!!

viernes, 4 de septiembre de 2009

La vuelta al Metro en 40 años

Desde hace tiempo, no he dejado de pensar ni de usar una frase muy simpática que un colega mío (book dealer, para más señas) dijo en una ponencia durante los festejos del Día Internacional del Libro: la modernidad se hizo en patines ...de acero. Esto se logró, primero, en la segunda mitad del siglo XIX, con la instrumentación del ferrocarril, y luego, a principios de los años 20, con los tranvías eléctricos. Ya entrados los años sesenta (aunque la idea original ya tenía una década dando lata a las administraciones en curso), México incursionó en un territorio de sobra conocido en las grandes urbes: el uso de un nuevo medio de transporte urbano, de características subterráneas, denominado Sistema de Transporte Colectivo, es decir, el Metro.
Con varios años de trabajo previo, donde se usaron las llamadas cajas de Florencia, mismas que conforman la estructura interna de andenes y pasajes, un día como hoy de 1969, el Metro inició una larga trayectoria, que comenzó en la Línea 1, con pocas estaciones y que en lo sucesivo amplió sus horizontes hasta los extraños parajes de Pantitlán. Luego le siguieron varias líneas que acabaron por unir el agreste Oriente con el idílico Occidente, y el incierto Norte con el acomodaticio Sur, así sucesivamente, hasta hacer circo o una ensalada urbana. (Ahora que el olor de los Centenarios está a la vuelta de la esquina, viene la Línea 12, con su doradito color...)
El Metro, a diferencia de los demás medios de transporte público, conserva la vitalidad del primer viaje. (Lo único que ha cambiado es el precio del boleto: del democrático peso de los sesenta a los devaluados dos tepalcates de hoy.) Cada línea, de las once existentes, ha tomado su propia vida. La línea 2, une a la comunidad chichimeca con los posmodernos, porque a mitad del camino se halla el Zócalo, donde todos los gatos son pardos a cualquier hora del día. Y qué decir de la estación Hidalgo; si Dante Alighieri hubiera vivido en México, no me cabe la menor duda de que la clasificaría como uno de los círculos del Infierno. (¡¡Y hasta le quedaba corta la definición!!) Pero esta línea tiene el consuelo idílico de la estación Bellas Artes.
Otro tramo que merece igual atención es la Línea 3, donde sí se notan las diferencias entre el Norte y el Sur. Como se trata de la línea que lleva a buena parte del estudiantado en la capital (la terminal sur es Universidad), no es gratuito hallar a varios tipos de escolares, como los excéntricos de Humanidades, los soñadores de Medicina, los aferrados de Derecho, y demás fauna unamita que se acumule en la semana. También cabe decir que es la línea de la esperanza, dado que muchas personas tanto en edad laborable como otro tipo de escolares la usan con frecuencia. Para los primeros, su escala íntima se halla en Centro Médico, para los segundos, en Balderas. (Está de más decir porque se denomina "de la esperanza".) Y como la 2, también "comparte" aquella sucursal del Averno ya mencionada líneas arriba. Pero hay otras líneas en el sistema que también cuentan con su propia vida: la 5, la 6 y la 7, muy socorridas cuando las vacaciones se acercan ya; la 8, la 9 y la B, que unen a la infame ciudad con el barrio querido, y la 4, cuya pasividad nos regala una ciudad detenida, una que nos parece irreal.
Este post no intenta convertirse en una efeméride más ni tampoco en contraria diatriba; más bien se trata de una descripción muy parca sobre un medio de transporte que ha resistido de todo, hasta terremotos, suicidios en horas pico y hordas nómadas de vendedores ambulantes que te venden hasta lo que no quieres, ya sea chucherías de ocasión, compilaciones musicales de factura bucanera, revistas dedicadas al arte del ocio, entre otras cosas. Como se trata de un medio colectivo, muchas historias tienen lugar allí. Es más, me atrevería a decir que el Metro es una suerte de ciudad subterránea donde todo está permitido, pero, eso sí, nada es para tanto. (Y que me perdone Óscar de la Borbolla.) Ustedes pongan la idea, y el Metro les dará la respuesta.
Varias de sus virtudes y sus defectos ya han sido descritos por una serie de artistas a lo largo de sus ya cumplidos cuarenta años; desde poetas del calibre de Chava Flores y Rockdrigo González hasta variopintas y surrealistas agrupaciones como Café Tacuba y Los Estrambóticos, hay historias que siguen gestándose en cada uno de los nueve vagones anaranjados. Y en literatura, ¡¡claro!!, no cantamos mal las rancheras ni los boleros. Por ejemplo, Óscar de la Borbolla nos cuenta sus andanzas con "La madre del metro", mientras Marco Aurelio Carballo en "Una triste figura" se topa en Hidalgo a otro más Ingenioso, y qué decir de René Avilés Fabila, cuya fantasía en carrusel se sube en Bellas Artes para luego bajarse en una estación ¡¡del subway en Nueva York!! Pero quienes han sabido sacarle todo el jugo al Metro son, sin temor a decirlo, Fernando Curiel, que acuñó la escritura automática mexicana en Tren subterráneo, y Beatriz Zalce, cuyas estampas metropolitanas (leáse dentro del Metro) son el más fiel retrato de una sociedad urbana, que ama y odia al mismo tiempo a la Ciudad de México.
En fin... el Metro tiene muchas cosas por decir y sus pasajeros también. Ahora que se cumplen cuarenta años de vueltas ininterrumpidas (y una tentativa no tan halagüeña de aumentarle un peso a su tarifa ya entrado el 2010), hago extensa la invitación a ustedes para que piensen un poco y nos cuenten su historia del y con el Metro. Cada quien tiene mucho qué decir, y que a un servidor se le escapa no por falta de memoria, sino por exceso de tiempo, como todo allá afuera.
(¡¡Tururú...!!)