Ulises Velázquez Gil
Se dice que cada quien es “hijo de sus
obras”, es decir, por buenas o por malas que éstas hayan sido, sus
consecuencias y resultados asumimos por entero. Para quienes hacemos de la
escritura una forma de confrontarse con el mundo, digno es hacer un alto en el
camino y poner las cosas un poco en orden y así seguir adelante con nuestras
andanzas y maestranzas.
Un atípico escritor
francés (hoy día, flamante Premio Nobel de Literatura), Patrick Modiano se
sumerge en una tarea tan exhaustiva como apasionante a través de la novela:
contar su vida, no con la pretensión de una autobiografía, sino justipreciar su
lugar en el mundo, y esta acción, desde la trinchera de las letras, se vuelve
una interesante empresa.
A lo largo de cinco
partes, Un pedigrí es una novela que
pasa revista a los ambientes donde se dio el nacimiento y ulterior desarrollo
del futuro escritor; a lo largo de la narración, resuenan en la memoria nombres
diversos, escenarios que, a primera vista, no pasarían de la mención
enciclopédica, pero que en la petite
histoire de Modiano son necesarios, diríase que indispensables. Que el lector me disculpe por todos estos
nombres y los que vendrán a continuación. Soy un perro que hace como que tiene
pedigrí. Mi madre y mi padre no pertenecen a ningún ambiente concreto. Tan
llevados de acá para allá, tan inciertos que no me queda más remedio que
esforzarme por encontrar unas cuantas huellas y unas cuantas balizas en estas
arenas movedizas, igual que nos esforzamos por completar con letras medio
borradas una ficha de estado civil o un cuestionario administrativo.
Como en toda vida
digna de contarse, los personajes de Modiano aparecen y desaparecen como
figurantes de un escenario inmenso, a excepción de tres fundamentales: el autor
y sus propios padres, ambos en recíproca relación con el primero, y las
personas que giran en la órbita de cada uno, funcionan a manera de enlaces con
el mundo de allá afuera. Dos mariposas
extraviadas e inconscientes en una ciudad sin mirada. […] Pero qué le voy a hacer, ése es el terruño
–o el estiércol– de donde vengo. Estos retazos de sus vidas que he reunido lo
sé sobre todo por mi madre. Muchos detalles referidos a mi padre se le escaparon,
el turbio mundo de la clandestinidad y del mercado negro donde se movía por la
fuerza de las cosas. Ella no supo casi nada y él se llevó sus secretos consigo.
Dicen que el
infortunio o el grato azar acercan a dos desconocidos, sin importar sus vidas
previas, y doblemente si éstas son tan disímiles y algo fugitivas como el
tiempo mismo. Por un lado, la trayectoria de su padre se conformaba de
claroscuros y pruritos (su condición judía y la mala fama de los apellidos
italianos en la posguerra), viviendo siempre a salto de mata, entre negocios de
dudosa acción. Albert Modiano (o Henri Lagroua) vivía al día, de milagro, en
una suerte de lotería jugada con los mismos números, sin otra ganancia que el
error y la experiencia. Sin embargo, le da a su hijo una importante lección: Una noche […] mi padre me dijo una frase que, sobre la marcha, no entendí demasiado
bien, una de las pocas confidencias que me haya hecho nunca: “Nunca hay que
descuidar los detalles pequeños… Yo, por desgracia, siempre he descuidado los
detalles pequeños…” Pero en donde el señor Modiano era muy enfático era en el
deseo ferviente que su hijo llegara a estudios superiores: A mi padre le habría gustado que fuera ingeniero agrónomo. Opinaba que
era una carrera con futuro. Si le daba tanta importancia a los estudios era
porque él no había estudiado y era hasta cierto punto como esos gángsters que
quieren meter a sus hijas en un internado para que las eduquen las hermanitas.
La vida de su madre,
por otro lado, corría entre bambalinas y extensas giras artísticas por Francia
y el extranjero; como si la propia vida no le bastara, la madre del joven
Patrick buscaba otra manera de vivir todas las vidas imposibles. En enero de 1962 una carta de mi madre […]: “No te he llamado por teléfono esta
semana. No estaba en casa. El viernes por la noche fui al cóctel que dio Litvak
en el plató de su película. También he ido al estreno de la película de
Truffaut Jules et Jim y esta noche
voy a ver la obra de Calderón en el TNP… Me acuerdo de ti y sé que estudias
mucho. Ánimo, querido muchacho. Sigo sin arrepentirme de haber dicho que no a
la obra con Bourvil […]”
Entre las vidas al
límite de sus padres, sobresalen los deseos propios y las inquietudes de hacer
una vida sin tantas complicaciones, pero… ¿qué vida no las tiene?; así como su
padre se embarca en nuevos negocios al margen del tiempo, la ley y hasta la
geografía, y su madre interpreta papeles en escenarios tan disímiles, el joven
Modiano encuentra su pasión por la vida en la literatura, en leerla, primero,
para después escribirla. No es gratuito que a lo largo de la novela haga
revista de todos los libros leídos por obra y gracia del azar, las bibliotecas
de provincia, los amigos de sus padres, el padre Accambray –su profesor de francés
en el liceo– y hasta de los robos a casa habitación por una urgente necesidad
monetaria, hicieron mella en su carácter y lo conducirían por el camino de la
escritura: En cuanto empecé a escribir,
nunca volví a robar nada. También mi madre, pese a su habitual altanería,
birlaba a veces algunos artículos “de lujo” y de marroquinería en las secciones
de La Belle Jardinière o en otras tiendas. Nunca la pillaron con las manos en
la masa. (Si se me permite el símil policial, de la reconstrucción de los
hechos a la vuelta al lugar del crimen las palabras hacen la diferencia.)
Carlos Pellicer, poeta y viajero, expresó en alguno
de sus poemas un deseo juvenil: “Tengo 20 años y creo que el mundo ha nacido
conmigo”. No dudaría por mucho en que el joven protagonista de Un pedigrí suscribiría también esa inquietud, sin embargo, no era tan fácil en
realidad: Estábamos
saliendo de un túnel, pero no sé de qué túnel. […]
¿Era acaso la ilusión de los que tienen veinte años y creen, una generación
tras otra, que el mundo empieza con ellos? Aquella primavera el aire me pareció
más liviano. Y no es para menos, puesto que
otro tiempo menos ajetreado (pero no carente de taras y pruritos) se avecinaba
para el futuro escritor.
¿Por qué leer Un pedigrí? A la primera de cambios, para conocer de primera fuente a un narrador
sin par, en quien la memoria es solamente un instrumento para crear nuevas
historias que nos devuelvan el pasado que se escapó tras una pesada sombra, así
también compartirnos algo del presente y sus sorpresas (como Catherine, niña protagonista de otra novela del escritor francés); una mirada periférica por una época pródiga en breves encuentros y notorias discrepancias,
que por economía del lenguaje llamamos brecha generacional. Y en esos avatares,
Patrick Modiano tiene muchas historias que contar, y ésta es sólo el principio.
(Quede la sugerencia.)
Patrick Modiano. Un
pedigrí. Trad. de María Teresa Gallego Urrutia. 2ª ed. Barcelona, Anagrama,
2014 (Panorama de Narrativas, 684).
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