Ulises Velázquez Gil
En la escena final de Blade Runner, Roy Batty,
antes de morir, confiesa a su perseguidor Rick Deckard sobre las cosas que ha
visto a lo largo de su vida y que los humanos no podrían creerle. En el arduo y
proteico oficio de la literatura, aquella profesión de fe del reflexivo replicant también podría
quedarnos muy a la medida, por el impulso natural de aplicar en el papel una,
otra o varias historias. Para el caso particular del narrador y ensayista Jorge
F. Hernández, dicha condición aplica sobremanera de forma satisfactoria, pero
las cosas que sus cuentos nos presentan, aunque conocidas, es otra su manera de
leerlas.
Suscribiendo lo dicho por
Julio Cortázar acerca del cuento (que éste gana por nocaut, a diferencia de la
novela que lo hace por puntos), El
álgebra del misterio nos entrega catorce historias que se sustentan
en los avatares de la memoria, la del propio Jorge F. Hernández, para ser
precisos; cuenta que una vez, una de sus maestras más queridas, Mrs. Grabsky,
le sugirió convertir en cuentos todas las “patrañas” dichas en clase. (Y así
fue, desde entonces…)
Ante el alud de
información que nos embarga el cerebro, tenemos siempre el remanso de los datos
aislados, las historias insólitas y las ocurrencias impredecibles. Cuando perdemos, por ejemplo, una
credencial, surge una imperiosa necesidad por contarlo, de saber qué se esconde
tras ese hecho. Sea como producto de las lecturas o de los encuentros con la
vida misma, Jorge F. Hernández se sirve de esas experiencias para hilvanar un
cuento. Un “científico” que lo inventó casi
todo –hasta una tercera parte del Quijote–,
un amigo inventado (“True
friendship”) o hasta la hipótesis –y su consecuente confirmación–
de cómo los enanos se esfuman del mundo, toda historia tiende a presentar, en
lo inusitado de su anécdota, otra forma de ver las cosas; darse, por así
decirlo, una oportunidad para vivirlas en carne propia. Y como su inventiva no
sólo se queda en el caballete narrativo, varias ocurrencias se vislumbran en el
microrrelato; intermedios
inexplicables, como él dio en nombrarlos, cuya sola finalidad
estriba en presentar “historias” sin fecha de caducidad, es decir, “que emanan
de los momentos vacíos, de los deseos apenas formulados y de los anhelos
imposibles que sólo necesitan la duración fugaz de una buena sobremesa para
volverse eternos”.
Ante el imperio de las
amnesias y la muy socorrida práctica de acomodar el pasado según los antojos
del presente, tenemos siempre a la mano el escudo de nuestra propia memoria. Cuando su madre tuvo un derrame
cerebral, Jorge F. recurrió a un oficio que destila creatividad por los cuatro
costados y así devolverle el presente perdido: contar historias. A diferencia
de Scherezada o del tusitala
Robert Louis Stevenson, no procuraba prolongar el tiempo, sino recobrarlo en su
justa dimensión; “Eight seven
three” da cuenta de ello, con un cómplice inusitado (hasta para
quien esto escribe): los números, soñados por el protagonista, a guisa de una
epifanía, como Russell Crowe en A
beautiful mind cuando los números se le presentan enfrente de sí, y
cada uno origina un nuevo comienzo, entre apuestas en el hipódromo y los
ejercicios escolares. Siguiendo con los números, “Siete unos”, que se antoja
crónica de cuatro jugadores de dominó, se torna delirante itinerario de
recuerdos y charadas, mismos que vuelven una y otra vez al mismo escenario,
como una sucesión de números jugados que nunca se repiten. (Paréntesis aparte:
cuando se publicó Un montón de
piedras, su primera “antología personal”, Jorge F. nos compartió
varios cuentos inéditos, como primicia de un próximo libro; cuando se leen por
vez primera, se disfrutan sobremanera, y para cuando llega el nuevo volumen a
donde pertenecen, la satisfacción de la relectura nos entrega otras respuestas,
y, de ser posible, hasta confirma su deleite primigenio. Vivir para ver.)
Ante las ruidosas
imposiciones de la falsificación o el engaño, tenemos el silencio de nuestra
conciencia. Para
“Cabeza fría” (que recoge un horror de nuestros tiempos, las ejecuciones como
producto del narco)
queda el acto de contar esa historia como una expiación y, si se quiere, hasta
un salvoconducto de la realidad desquiciada. Pero es en “Coincidencias
inútiles” el lugar del crimen que sustenta esa frase. ¿Qué resulta más
inverosímil? ¿Contar la historia de un enfermo mental y su empeño en mandar su
cuento a un concurso? ¿Acaso, el no menos sorprendente encuentro entre un
lector de Adolfo Bioy Casares y un doble suyo made in Spain? Me inclinaría a pensar que ambos
escenarios, por la manera cómo se cuentan; aunque, al final, solamente el
narrador tiene en su conciencia el quid de las cosas, la secreta matemática de las
palabras.
Con los libros anteriores que
Jorge F. Hernández dedicó al cuento (En
las nubes, Escenarios
del sueño y Seis
Cuentos Seis y uno de regalo), se nota una gratísima
correspondencia con El álgebra
del misterio en presentarnos varias historias que, de no contarse,
de seguro acabarían por perderse. Volviendo a Blade Runner, queda sino recibir el testamento que el replicant
Roy Batty nos deja en su momento final: Todos
estos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. La misión del narrador es hacer que esas historias, sus historias, no se
pierdan en el camino, como las lágrimas en la lluvia, claro está.
Finalmente, aquel oficio de Scherezada tiene en
Jorge F. Hernández a uno de sus representantes más activos, en estos tiempos
donde hemos perdido la capacidad de asombro. Como en todo libro suyo, en El álgebra del misterio
también hay una historia que viaja con las alas del sueño, como parte de una
historia más grande, que no requiera de tantas explicaciones, pero sí de
personajes inolvidables y de misterios meramente sorpresivos. (Así sea.)
Jorge
F. Hernández. El álgebra del
misterio. México, Fondo de Cultura Económica, 2011. (Letras
Mexicanas)
(17/febrero/2012)
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