Ulises Velázquez Gil
En uno de sus poemas autobiográficos que
conforman sus Reincidencias, Carlos
Pellicer hace la siguiente invocación: “¡Ay de nosotros/ si no fuera por la
Poesía!”, y es verdad, qué vida sería la misma sin su presencia, porque como
aseguraba otro poeta de largo aliento, Rubén Bonifaz Nuño, hacer poesía es como
echar relajo, es decir, para ser libre con la vida (…según lo que diga el poeta
en turno, claro).
Incipiente
y experimentada en el misterioso sendero de la poesía, María de Guerra (cuyo
nombre, en sí, ya es una reminiscencia de cantares antiguos y lejanos) nos
entrega en Fervores algunos de sus
trabajos por asir el tiempo: 45 poemas repartidos en dos secciones, que dan fe
de un quehacer constante sin el asedio de modas ni tendencias en turno.
La
primera sección, homónima del libro, se ocupa de los hallazgos que el oficio
poético confiere a los objetos y a las imágenes que cada día le entrega a su
paso. Ella nos da, de primera fuente, su razón primordial: Mis intentos para explicar/ cuáles pies son dignos para secarlos con
mis cabellos,/ mis cavilaciones para atrapar significados de incienso,/ son
también/ artificios de la lengua./ Estos y aquellos trabajos/ son fervores.
Si hacemos caso al diccionario, la palabra fervor
tiene dos acepciones: entusiasmo y devoción. El esmeril de la primera ha
esculpido versos como éstos: Soy quien
hace cantar a las más violentas fragancias./ Soy de una humedad que casi flota,
desciende, se posa./ La más discreta agua dulce, la más pequeña,/ la que en los
campos deja escarchado todo/ para protestar por la torpeza de los que ignoran/
que diciembre ha llegado.
Respecto a la segunda, la
encontramos cuando se constriñe a una mínima expresión poética, casi cercana al
epigrama, como en “Felicidad” (Anda de
paso en los hoteles de lujo/ y se da de lujo en los hoteles de paso.),
“Oaxaca” (Oaxaca arde como un bordado./
En su mole negro, se adivina el futuro de un país.) y “Hierbabuena” (Hoja bonita/ que a falta de flor/ tirita.).
De cualquier manera, otros serán los alcances que permita la poesía cuando
llegue tanto su lector idóneo como su circunstancia propicia (o ¿debería decir
propiciatoria?).
Para “Derrama solar”, el
sendero poético de María de Guerra conduce hacia un territorio donde al poeta
se le confiere una prístina labor: erigirse en cronista de colores y formas, en
escultora de sonidos e imágenes, suerte de vicaría solar que, al intentar la
descripción de todo su mundo, al final acabará por inventarlo. Tengo noticias de un Sol que está cantando
como nunca./ Cierro los ojos para escucharlo: sol sostenido, dice,/ como todas las estrellas,/ pero es mi astro, y lo
oigo claro, alto y claro. Y en otro lado, confirmar su expectativa: Tibieza que refulge como una orden de
adoración.
También su poesía se viste de
paisajista cuando, después del sol, enfoca su mirada en otros lares, y así
compartirnos su paleta solar: Esas nubes
pueden ser las gasas/ del vestido de una ajana recién violada./ Los volcanes
tienen escalofríos./ […] La luz se
reparte a cuchilladas.); para después volver al capricho del pequeño dios: Me gusta vestirme del gris para los días
nubosos./ Una revolución sucede en las mañanas de mitad de mayo/ donde el aire
cargado de lluvia/ destrona a los días de calor.
En la literatura, no es raro
encontrar diversos homenajes al arte de la pintura, desde textos para catálogos
hasta poemas de largo aliento. En la poesía de María de Guerra podemos
encontrar algunos de ellos, donde cada pintor cuenta con sus propios colores;
aún en la sobriedad o en un exagerado colorido, la deuda de admiración allí
persiste. Mientras que al Dr. Atl le
recuerda sus dones (¿Pero en qué peyote o
promiscua retina encontraste/ tan ácidos paisajes que me entibian rostro y
pecho?/ Son magnéticos celajes, a los que se si logro entrar de lleno,/
quemarían mis cejas, boca/ y toda labia.), a Picasso define con lapidaria
admiración (Es el tiempo un cristal
estrellado;/ que separa la embestida del pintor,/ […] Antes del óleo hubo un silbido desde las alturas,/ una explosión.),
pero es El Greco quien acentúa su devoción contemplativa: Es buena la solemnidad, sólo si viene del pincel de El Greco./ No es
suplicio, pero duele, y En este
paisaje gris ominoso,/ la luz más insidiosa anuncia tormenta negra.
[Si en buena parte de Fervores abunda la luz, no faltan los
claroscuros que engrosan, por fortuna y por desgracia, toda biografía de un
poeta. Tanto el 11 de septiembre en Nueva York (Frágil, lunar y lunática […]
Anda por instinto para sobrevivir en el caos) como el 15 de marzo en Madrid
(Supimos de Atocha donde murió en
espantoso retumbo la paz) incurren de alguna forma en su poesía.]
Con
todo, Fervores de María de Guerra es
la muestra fehaciente de la constante construcción de una geografía poética
propia, destacando un oficio consumado que una intuición prístina. A medida que nos adentramos en su
lectura, salen a nuestro encuentro ecos de Góngora y Lorca, y si me corretean
un poco, hasta de Carlos Pellicer. Si hubiera que hacer una genealogía poética,
no dudaría en colocar a Fervores entre
Deshielo de Claudia Hernández de
Valle-Arizpe y Babia de Karen Villeda,
aunque cada libro obedezca su propia autonomía, blindada para toda
clasificación.
A final de cuentas, resaltarán
el entusiasmo y la devoción por ceñir el recuerdo con la palabra, empresa bien
lograda en este libro, que merece no una, sino varias lecturas, cuyos presagios
siempre habrán de sorprendernos. (Así sea.)
María de Guerra. Fervores. México, Consejo Nacional para
la Cultura y las Artes, 2011. (Práctica Mortal)
(28/diciembre/2012)
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