Ulises Velázquez Gil
(@Cliobabelis)
En el mundo de la medicina, ha
existido una sana convivencia entre dos tendencias cuya toral misión de cuidar
la salud no se discute ni se negocia. Entre alópatas (que curan lo semejante
con su contrario) y homeópatas (los similares se alivian entre sí), así anda el
juego y cada quien es libre de elegir el remedio que más le acomode. Después de
todo, la salud, como la cultura, es un derecho.
Un bibliófilo por los cuatro costados, Adolfo Castañón
(México, D. F, 1952), a lo largo de más de media vida entregado a las letras
mexicanas, ha sabido administrarnos en pequeñas y grandes dosis sus saberes
encontrados gracias a la lectura, así también con otro tipo de lectura, una que
se conforma por viajes, conversaciones, la vida misma; en ambos casos, llevando
a efecto lo que su padre –hombre de leyes y de libros– decía: para conversar
con él, su interlocutor debía convertirse en libro y, por añadidura, conocerlo
a fondo.
Como todo autor incipiente que se respete, Castañón
comenzó su trayectoria literaria con un volumen de poesía, El reyezuelo, y su travesía editorial con una revista juvenil, Cave Canem, pero su acendrada
francofilia lo ha conducido por los senderos de Michel de Montaigne,
acompañado, desde hace más de treinta años, por una bellísima e inteligente
compañera llamada Marie Boissonnet. (A la sazón, maestra de francés de quien
esto escribe hace un buen rato. C’est la
vie.)
Otra forma de leer el mundo desde la mirada castoñesca, es el trabajo editorial.
Desde la segunda mitad de los años 70, y hasta el comienzo de los dosmiles, Castañón trabajó en una de las
casas editoriales más prestigiadas de México, el Fondo de Cultura Económica,
dictaminando libros y aprendiendo el oficio de la investigación; un preclaro
ejemplo de ello, los quince tomos que componen las Obras Completas de Octavio Paz. Y mientras la mayéutica editorial
hacía de las suyas, aquel editor también preparaba su propia bibliografía,
muestrario de pasiones y obsesiones donde la conversación que buscaba su padre
se lograba a plenitud, con miras a fortalecer tres tipos de experiencia:
vivencial (Los oficios del editor, El
jardín de los eunucos, Recuerdos de Coyoacán, Viaje a México), vicaria (Arbitrario de literatura mexicana, América
Sintáxis, Alfabeto de las esfinges, La gruta tiene dos entradas) y virtual
(A veces prosa). En todos los casos,
un curioso impenitente.
Entre su vastísima bibliografía, que comprende ensayo,
cuento y poesía, hay un autor (o una literatura, si se prefiere) fundamental
para Castañón, cuyo esmero y dedicación se refleja tanto en libros como en
empresas culturales en común. Nos referimos, sin duda, a Alfonso Reyes,
polígrafo y diplomático de tiempo completo, quien formó parte de la Academia
Mexicana de la Lengua desde 1918 –primero, como académico correspondiente, en
1940 ascendió a numerario– hasta su muerte en 1959, ostentando el cargo de
Director general. Medio siglo después, su obra sigue suscitando enorme interés
igual a críticos como a lectores: la edición en siete volúmenes de su Diario, por ejemplo.
El 10 de marzo de 2005, la Academia Mexicana de la Lengua
recibió oficialmente a Adolfo Castañón como académico de número, sexto ocupante
de la silla II, cuidada con anterioridad por Héctor Azar y Francisco Monterde.
Aunque para aquel tiempo la Academia ya se había trasladado a su sede actual en
Liverpool 76, para la ceremonia de Castañón el viejo edificio de Donceles 66
recobró algo de su gloria de antaño.
Su discurso de
ingreso, Trazos para una bibliografía
comentada de Alfonso Reyes, con especial atención a su postergada antología
mexicana: “En busca del alma nacional”, amén de compartir sus gratas
remembranzas del dramaturgo Azar y el crítico Monterde, Castañón recupera una
añeja intentona alfonsina: una antología de textos de y sobre México que el
propio Reyes pensaba realizar, “un proyecto que lo acompañará como tal desde
entonces hasta su muerte: la antología de escritos mexicanos que en ese 1926 se
titulaba: En busca del alma nacional.
[…] El proyecto recibiría otros títulos: el último sería Horizontes mexicanos, como se bautizaría a la selección que en
noviembre de 1959 […] trabaja con el entonces joven editor y escritor Gastón
García Cantú”. Dentro de esa larga y fructífera empresa, obras como Visión de Anáhuac e Ifigenia cruel quedarían intactas, tal y como Reyes las concibió,
mientras que, por otro lado, se le agregarían textos ex profeso, como algunas cartas y varias notas necrológicas sobre
colegas y amigos. Finalmente, Castañón pondera también los libros fundamentales
para adentrarse en ese universo llamado Alfonso Reyes, aunque, está de más
decirlo, la mejor manera de conocerlo es leyéndolo. A guisa de bienvenida, José
Luis Martínez celebró su ingreso con la fraternidad que sólo la admiración por
Alfonso Reyes puede ofrendar. (Los tres, en distintas épocas de la vida, han
hecho de los libros, más que una obligación con la cultura mexicana, un modo de
vida.)
A principios de
este año, la Academia Mexicana de la Lengua le encomendó una gran responsabilidad
al autor de Alfonso Reyes: caballero de
la voz errante: el cargo de Archivero-Bibliotecario, antecedido por Vicente
Quirarte, José G. Moreno de Alba y Andrés Henestrosa. (Para un íntegro hombre
de letras, una prístina misión.)
Por la
peculiar naturaleza de su bibliografía, a Adolfo Castañón podría considerársele
como una especie de boticario,
administrando con sabiduría y franqueza los saberes adquiridos con el tiempo;
para curar la pesadumbre editorial, le inyecta vitalidad a la literatura, plural
en forma y fondo. Sea como sea, Adolfo Castañón sabrá recetarle buenos remedios
a una corporación más que centenaria, con miras hacia la impecable salud de las
letras mexicanas. (Contemos con ello, de verdad.)
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