Hay personajes que hacen llevadera la estancia y la vida en esta delirante ciudad de México, aquélla que amamos y odiamos todos los días, y cuya solar presencia la llena de vitalidad. Desde los organilleros en marginalia del Centro Histórico, pasando por los dueños de la noche citadina, hasta aquellas personas que se ganan el bofe a fuerza de fregadazos. Todos ellos han pasado por la mirada proteica, incluyente y estupefacta de los numerosos cronistas que ha tenido esta ciudad. Uno de ellos, Gabriel Vargas, cuyo ingenio creó a la familia más aventada de la Ciudad de México, La Familia Burrón, falleció hace algunas semanas. Hoy por la mañana, uno de aquellos personajes, el escritor, periodista y defensor de las causas perdidas, Carlos Monsiváis, ha partido en silencio y nos deja su ausencia un nudo en la garganta. (Decíamos de él que andaba en todas partes, que encarnaba en sí mismo una virtud sólo exclusiva de los dioses, la ubiciudad. Después de hoy, quedará bien asentado.)
Carlos Monsiváis Aceves, nacido el 4 de mayo de 1938 en la legendaria colonia Portales, fue desde temprana edad, un ser atípico. En su inverosimil infancia ya formaba parte del andamiaje de la memoria: un Niño catedrático, como aquellos que sonaban por las frecuencias de la XEW; por su formación religiosa en el protestantismo metodista, se sabía La Biblia de memoria, y, claro, al acercarse al primero de todos los libros, su vida fue, literalmente, libresca y libraria. Cuenta la leyenda que había veces en que se saltaba las tres comidas para irse al cine, donde se aventaba ¡¡hasta cinco películas de un tirón!! Por añadidura a su condición lectora, se dio valor para escribir su propia bibliografía, empezando por la poesía, género que no era el suyo como creador, pero sí como crítico. Monsiváis, desde entonces, sería un hombre de ideas.
Su paso por las Facultades de Economía, primero, y de Filosofía y Letras, después, no le impidió seguir con una vida dedicada a la cultura, de altovuelo, mediocampo y bajofondo. Es decir, no había tema que se le escapara de su peculiar mirada. Y con el compañerismo y la amistad de otros seres de letras, llámense Fernando Benítez, José Emilio Pacheco, Sergio Pitol, Elena Poniatowska, más los que se acumulen en el camino, destinado a figurar en letras de imprenta. El escenario para ello: el legendario suplemento cultural México en la cultura y su heredero fiel, La Cultura en México, centerfold de la también legendaria revista Siempre!
Su acendrado interés por hacer la crónica de la ciudad de México, y que sustenta su perenne ubicuidad, digamos que nació por la década de los '50, cuando participó en una marcha en apoyo a la pintora Frida Kahlo, y, poco después, asistió a un concierto del inverosímil Bola de Nieve. En una palabra, su interés por los hechos de la cultura popular, por las manifestaciones sociales lo volvieron un personaje imprescindible. O, al menos, inusitadamente omnipresente. Prueba de ello, sus primeros libros de crónicas: Días de guardar (1970) y Amor perdido (1976).
Los caminos de la crónica que decidió seguir Monsi, con su particular estilo, mordaz, sarcástico y punzante, revivieron aquel estilo que sólo Salvador Novo había expresado a lo largo de su vida, solamente que la irreverencia y el desconcierto era el pan de todos los días. (Si Novo hubiera llegado con vida a los albores del siglo XXI, le hubiera dejado completa la chamba a Monsi.) A ustedes les consta (1980), Entrada libre (1988) y Los rituales del caos (1995), surgidos de su particular pluma, se han vuelto todos unos clásicos. Y a la par de su crónica de la cultura popular y de su crítica a las letras mexicanas, dedicó muchas de sus fuerzas y grandes textos en pro de las causas sociales: el feminismo, la comunidad lésbico-gay, el neo-zapatismo, entre otras banderas que se junten en el trayecto. Y, por añadidura, atacaba con sólida congruencia a los sectarios, mochos, politicastros de quinta, y también a aquellos que atentaran contra los derechos de los animales. Tanto era su amor por ellos, que bastaba sólo una llamada suya para que detuvieran el sacrificio de algún perro callejero; y qué decir de su pasión por los gatos, quienes lo acompañaron en todo momento, como Fetiche de peluche, Mito genial, Fray Gatolomé de las Bardas, Nananina Richi, Chocorrol, entre otros felinos, sus trece caballeros de Santiago.
Entre toda la gama de crónicas que conforman el universo Monsiváis, cabe destacar su única incursión en la narrativa: Nuevo catecismo para indios remisos (1982), donde la religiosidad y las "buenas costumbres" eran hechas pomada por su crítica y mordacidad. Ediciones ulteriores de este garbanzo de a libra, fueron ilustradas por Francisco Toledo, pintor non que, además de contar con su amistad, también recibió unas buenas líneas de su parte. No por nada, también fue un maravilloso crítico de arte y un coleccionista de altos vuelos. (El Museo del Estanquillo es el lugar donde habita aquella pasión.)
Tanta era la fama de Carlos Monsiváis que hasta su presencia en la ficción pura era evidente. Gabriel Vargas no dudó en incluirlo, con todo y gatos, en alguna aventura de La familia Burrón, y hasta derivó en personaje de Chanoc: el sabio Monsiváis. Y las parodias, claro, no se hicieron esperar: Miguel Galván, la Tartamuda, hizo de Carlos Monchivais un personaje igualmente grato. (Hasta para el propio Monsiváis...)
Creo que se pueden decir más cosas acerca de Carlos Monsiváis (¡¡y las que faltan!!), pero no quiero engrosar más el alud de artículos, ensayos, obituarios y demás cosas por el estilo; de eso ya se encargan los periódicos, la televisión, la radio, y hasta el mismo internet. Mas sí deseo compartirles mis veintiúnicos encuentros con Monsiváis.
Hace cinco años, y a finales de mayo, tuve la fortuna de asistir a la presentación de un libro sobre Rogelio Naranjo en el MUCA, y cuyos presentadores eran Elena Poniatowska y el mismo Monsiváis. Al final de la presentación, mientras todos se arremolinaban para obtener la firma de la Poni, quien esto escribe fue el primer parroquiano que se acercó a Monsi. Al verme llegar con mis ejemplares, me pidió que esperara unos cinco minutos; al desocuparse, no sin antes disculparse conmigo por la espera, se sentó de nuevo y comenzó a firmarlos, y después de rubricar el último, de inmediato se le lanzaron todos los asistentes, con sendos libros suyos. Mi segundo encuentro fue en el Centro Cultural de España, en la presentación de la más reciente novela de Juan Goytisolo, con Adolfo Castañón también presente. Ya no llevaba libros para firmar, sino varios ejemplares de la revista Letras Libres, en los cuales pedí que me firmara sus artículos. Después, al momento de revisar la dedicatoria, me di cuenta de algo muy extraño: en uno de los ejemplares, en vez del nombre de un servidor, ¡¡me había puesto Antonio!! (Cosas que pasan...) Y del tercer encuentro (si es que así se le puede llamar), fue aquella noche del 4 de mayo de 2008, en el Palacio de Bellas Artes, donde le fue entregada la Medalla Bellas Artes, en suerte de homenaje por sus 70 años. Al momento de pasar a la terraza a tomarme un buen vino, una amiga mía, factótum del INBA por aquellos días, me preguntó muy de banquetazo: "¿No traes libros para que te los firme?" Le dije que no, que no era momento para firmas, fotos ni autógrafos. Y tuve razón, por lo menos esa noche: al son de "Amor perdido", interpretada por un trío invitado, Monsiváis no paraba de firmar libros ni de tomarse fotos con los asistentes. Me limité a tomarme una copa a su salud, muy bien acompañado por Maribel Báez y el buen Carlos Domínguez, a la cacería de buenas fotos. Y hasta ahí.
Me pregunto ¿qué será de la ciudad de México sin ti? Ya no tendremos tus artículos punzantes de La Jornada, El Universal y esa sección de perlas polacas, de nombre "Por mi madre, bohemios". (Nos queda leer toda tu obra, más la que se acumule en la semana...) Ya no especularemos sobre tu omnipresencia en cualquier lugar, ni mucho menos encontrarnos a tu doble, aquel santa clós borracho que inmortalizaran Los Caifanes. Sin embargo, sé que, en algún momento, en alguna de sus casas editoras, saldrá una crónica sobre tu propia muerte. Y firmada, claro, por ti.
¡¡Adiós, Monsi!!
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