Al confesar lo siguiente, me siento como personaje de Sex and the city: tengo una tremenda debilidad por las bolsas. Pero no por las Louis Vuitton, Cartier y/o Prada, sino por las que venden en las librerías. (Me reservo los nombres.) Y no es para menos, dado mi interés por llevar un mundo y medio en su interior. Más despacio y me explicaré mejor.
En mis años verdes como estudiante preparatoriano, siempre tuve el deseo de tener una bolsa de librería como las que usaban tanto mi maestro de taller literario como mi gran amiga, hoy día metida en política, pero tuvieron que pasar muchos años, hasta que mi trajín por las librerías se volvió escala obligada durante mis primeros años en la carrera de Letras. En una librería de Donceles, luego de hallar el ejemplar que necesitaba para una de mis clases, vi a un costado del mostrador, una flamante bolsa de tela con el logotipo de la librería y cuyo precio estaba bastante bien. Resolví comprarla y así cumplir mis aspiraciones de literato, es decir, llevar los libros que me acompañarían en mis andanzas por la ciudad, además de la libreta y los bolígrafos para plasmar las ideas al vuelo, y, claro, algunos víveres para alegrar el día (y el estómago). Durante varios meses, aquella bolsa de librería casi se volvió mi casa. Una compañera muy querida, al verla, de pronto quiso la suya; resolví encontrarle una igualita, pero no lo logré. Una tarde lluviosa, luego de pasar horas y felices minutos tomando un café y unos churros en El Moro, en un arrebato de generosidad, terminé por obsequiársela.
Pasó un tiempo y, al darme una vuelta por una de las librerías del Pacificador y ver que su precio me ajustaba muy bien, compré otra bolsa, que al poco tiempo corrió con la misma suerte que la primera; en ese momento, un politólogo fue su súbito destinatario. (Para aquel entonces, ya usaba mi portafolios guinda, así que pospuse la adquisición de una tercera.)
Hace unos meses, durante el coloquio Fronteras de tinta, a cada ponente se le obsequió, además de su constancia de participación y un bolígrafo, una flamante bolsa de lona de color azul, que aguantaría, no sólo un mundo y medio, sino hasta dos. (Finalmente, mi espera valió mucho la pena.) Pero eso no impidió que comprara otra, de color café, en el stand de El Colegio de México, durante la pasada Feria del Libro en el Museo de Antropología, y de la que, cabe decirlo, me ha dado bastante batalla. (Aún la uso, por si se me olvidaba mencionarlo.)
Entre tantas cosas, ¿para qué dedico unas líneas a este objeto? Muy sencillo. Se trata de un elemento vital para quienes hacemos de las letras una extensión de la vida o inclusive hasta la vida misma. Las cosas que guardamos en las bolsas de librería, son el reflejo del camino que elegimos, y, si se quiere, todo esto acaba por volverse la vida misma. Aunque cada quien tendrá su propia versión, al final habremos de coincidir que la vida es buena cuando la usamos, pero mucho mejor cuando la llevamos allí dentro. ¿A poco no?
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