jueves, 27 de febrero de 2014

Respuesta feisbuquiana en torno a Juan Villoro

Hace algunas horas, mientras revisaba la página que El Colegio Nacional tiene en Facebook, descubrí el siguiente comentario que me dejó impresionado, y cuyo contexto se desenvuelve en el ingreso de Juan Villoro como nuevo integrante de El Colegio Nacional. Cito: 

"Villoro debería ser también académico de la lengua para darle realce y seriedad a esa institución. Muchos de los que han ingresado en los últimos años me parecen menos que mediocres como intelectuales y peores aún como estudiosos de la lengua: Fernando Serrano Migallón, Julieta Fierro, Jesús Silva-Herzog Márquez, etc. ad nauseam."

Mi respuesta (palabras más, palabras menos) fue la siguiente:

Estimado VMM, tiene usted razón, pero no toda la razón. Y déjeme decirle por qué: 

1) No confunda la Academia Mexicana de la Lengua con El Colegio Nacional; ambas instituciones tienen su razón de ser y bien merecen tratarse con la debida distancia. (La historia de la AML tiene más de 130 años, mientras que El Colegio Nacional acaba de cumplir sus primeros 70 años; o lo que es lo mismo, no confunda gimnasia con magnesia.)

2) La AML, según usted, ha perdido seriedad. No lo creo. De hecho, dicha institución ha sabido renovarse muy a tiempo: por ejemplo, la nómina de indigenistas en su interior aumentó en los últimos cinco años (además de Miguel León-Portilla, hoy se encuentran Patrick Johansson, Leopoldo Valiñas, Ascensión Hernández Triviño, Concepción Company y, próximamente, Yolanda Lastra: todos, investigadores de alto nivel), en una corporación con una engorrosa fama de hispanista in extremo, y como en toda renovación que se respete, se necesita la perspectiva de la ciencia, el derecho, el análisis político, la historiografía, etc. Por ello, la inclusión de personajes (que usted considera faltos de ética, chambones en lo público y en lo privado) es más que necesaria. Sea cual sea el tamaño de su aportación, tanto filólogos y lingüistas no estarán solos en esa apasionante tarea de fortificar el español de México, que si me permite decirlo, más ha hecho la AML en los últimos años que la Real Academia Española en tres siglos de rancio abolengo. 

3) A usted le gustaría que Juan Villoro ingrese a la AML ¿no es así? (Piénselo mejor... y no se equivoque.) En su lugar, yo le aplicaría esa lapidaria respuesta de Julio Camba cuando lo propusieron para ocupar una silla en la Real Academia Española: Si la Academia es una distinción, mejor distinción es no ser de la Academia
Eso sí, me alegra sobremanera que Juan Villoro sea, desde el martes 25 de febrero, nuevo integrante de El Colegio Nacional, cuya principal divisa, Libertad por el saber, bien ha sabido ejercerla gracias a su personal estilo de narrar. Además, no estará solo en cuestiones humanísticas, dado que su padre, el filósofo Luis Villoro, es integrante del recinto de Luis González Obregón 23 desde hace más de treinta años. Sin contar los futuros enlaces con luminarias de calibre humanista como Miguel León-Portilla, Ruy Pérez Tamayo, Fernando del Paso, Pablo Rudomín, Enrique Krauze, Luis Fernando Lara, o Diego Valadés, por mencionar algunos de los integrantes del Colegio.

4) Por último, no se precipite en sus impresiones; recuerde que "el que se enoja, pierde". Lo invito a que revise con sumo cuidado la historia de ambas instituciones y justiprecie mejor el ingreso y exclusión de x o y personas, en el contexto donde se desarrollaron aquellas propuestas y elecciones. (Y como dice el dicho, "para el santo que es, con pocos repiques basta...")

[Y hasta aquí mi respuesta feisbuquiana reloaded.]

Si desean conocer mi humilde punto de vista sobre dichas instituciones -inclusive la Academia Mexicana de la Historia-, estoy con todo gusto a sus órdenes. Me dará mucho gusto conocer sus puntos de vista; favorables, adversos, intermedios, no importa. (Cuenten con ello.)

¡¡Muchas gracias!!

miércoles, 19 de febrero de 2014

La imaginación y la experiencia

Ulises Velázquez Gil

Seamos realistas, pidamos lo imposible. Esta frase, acuñada por los entusiastas jóvenes del ’68 (igualmente aplicable para sus indignados y recientes epígonos del #YoSoy132), se sustenta en dos elementos que, por separado, mueven y transforman al mundo, pero juntas logran milagros. Me refiero a la imaginación y a la experiencia. Y un personaje que supo reunir sendas cualidades, fue Napoleón Bonaparte: figura igualmente vituperada que seriamente estudiada.
            Una novelista de la nueva ola, Beatriz Rivas, admiradora desde antaño de la figura napoleónica, después de La hora sin diosas y antes de esa tentadora serie de Amores adúlteros, nos entrega una novela donde se expresan a cabalidad las cualidades antes descritas: Viento amargo.
            Robert Graves decía que sólo existe una historia en la literatura: la de “la búsqueda”, y para Rivas ésta se inserta en torno a ese personaje atractivo y ominoso, tratado hasta el hartazgo por películas y series de TV, sin olvidarnos de la portentosa biografía escrita por Romain Rolland. Ante el alud de publicaciones en torno suyo (entre la verdad y la ficción), la autora se concentra en contarnos una historia sencilla: el exilio del estratega en la isla de Santa Elena –lugar común en la historia con mayúsculas− y su relación con Elisabeth Balcombe, Betsy, hija de un militar inglés residente en la isla, quien pasa largo rato conversando con Napoleón, cuyas enseñanzas jamás eludirá, pese a que el exilio y las normas de seguridad dicten otra cosa. (Aún así, Betsy, con la curiosidad a flor de piel, intenta sacarle una sonrisa a su peculiar vecino, aunque, a veces, el precio a pagar se mida con disgustos… o hasta con lágrimas.)
            Compuesta por ocho capítulos, Viento amargo cuenta con dos factores primordiales expresados en el nombre de cada episodio: el seguimiento cronológico de los hechos principales en la trayectoria militar de Napoleón Bonaparte, y la preceptiva que el veterano estratega aplica en la joven Betsy. Para muestra, un botón: en el capítulo 2, “La victoria de Marengo (o de los deseos)”, Rivas presenta a un Bonaparte descontento con su exilio y cuya solar distracción es soñar despierto, es decir, deja libre rienda suelta a la imaginación y comparte con su joven vecina sus castillos en el aire. Sin embargo, una ráfaga de viento le devuelve el sentido de la realidad para luego recordar con nostalgia sus días de gloria en el frente de batalla, y la experiencia, al respecto, escribe palabras como las siguientes: Un día, en la campaña de Italia, en medio de un terrible espectáculo de hombres y caballos heridos, mutilados, vi a un perro muy parecido a Sambo. […] Yo había ordenado, sin la menor emoción, batallas y batallas; había visto, impávido, ejecutar maniobras que suponían la pérdida de una porción de nuestros hombres y, sin embargo, bastaron los aullidos y el dolor de un perro para conmoverme y sacudirme. (Hasta los más fuertes en el campo de batalla reconocen su condición humana ¿no creen?)
            El recurso que distingue a Viento amargo de cualquier novelita edulcorada, es el diálogo y la conversación que Napoleón y Betsy tienen a lo largo de la historia, suerte de mayéutica para exiliados, donde las preguntas que hace la joven británica remueven dos que tres venas sensibles del corso en desgracia. Ante la duda sobre su futuro, ella recibe una respuesta que, si me corretean, de tan contundente bien le quedaría a la medida al estratega en turno: No busque la felicidad; el esposo y los hijos llegarán solos… busque la gloria. Cuide y alimente su imaginación. La vida no es más que imaginación y el universo le pertenece a los fabricantes de milagros. (Aunque, a decir verdad, no sabemos con certeza quién es el aprendiz y quién el preceptor. Me inclinaría por ambos, pero eso es otro cantar…)
            Y ya que hablamos de imaginación, en algún momento del relato, la voz del narrador (Beatriz Rivas, por supuesto) se hace presente, contando también su petite histoire, es decir, todos los vericuetos que componen el proceso de trabajo de su novela. En las primeras notas, por ejemplo, predomina un amor al detalle cuando se esmera en desdibujar a la verdadera Elisabeth Balcombe, que, si me permiten el comentario, emplea de forma interpósita para acercarse a su personaje favorito, que se complementa, en las segundas notas, con su experiencia en París, recorriendo las calles y rodeándose de los objetos cercanos al monarca: […] mi viaje resulta en un torrente de recuerdos ajenos que poco a poco se adhieren a mi cuerpo hasta hacerse míos. La mayoría de las calles, esquinas, edificios, paisajes o monumentos huelen y saben a Napoleón. Es lógico que un novelista, para urdir su obra en curso debe vivirlo a plenitud y no permitir que la vida real (la del novelista, entiéndase) se entrometa y cambie el sentido original, pero en las terceras notas, un concierto de jazz que acompaña a la escritora, se permiten ciertas dudas: Las frustraciones de un escritor se hacen presentes en el concierto. ¿Cómo encontrar la palabra correcta, el adjetivo preciso? ¿De qué manera darle voz a los personajes, hacerlos hablar, vivir, moverse en los diversos escenarios? ¿Cómo construir una novela si lo único que tengo a mi disposición son palabras? ¿En dónde quedan los olores, sabores, sonidos, colores, texturas, sensaciones? Antes que con el lector, la autora tiene consigo misma responderse aquellas interrogantes.
(Paréntesis aparte: en algún momento de mi lectura, escuchaba una canción “Devant soi”, éxito de la cantante francesa Mylène Farmer, que, sin tener relación alguna con la época descrita en la novela, se tornó el soundtrack ideal para el ánimo de Betsy y las esperanzas de Napoleón. Caprichos del azar.)
Para leer Viento amargo no hace falta conseguir todas las obras de y sobre Napoleón Bonaparte (la biografía de Rolland, el épico filme de Abel Gance y hasta una pegajosa canción del grupo español Mecano, quizás entrarían al quite en cuanto a la curiosidad suscitada), sino dejarse llevar por un estilo desenfadado y a su vez cuidadoso en la narrativa. Además de ese amor al detalle –parte elemental en las escenas donde Betsy y Bonaparte conversan y aprenden las estrategias para vivir mejor, sea en la imaginación que mueve los actos de ella (adolescente de forma, mas no incipiente en el fondo), sea en la experiencia de él (estratega hasta en sus propias corazonadas). Juntas, ya lo comprobamos a cabalidad, lograrán grandes cosas -¡¡hasta pedir lo imposible, si se quiere!!−, y eso lo sabían sobremanera Napoleón Bonaparte, Elisabeth Balcombe y hasta Beatriz Rivas, cuya novela siempre ameritará una grata y dedicada lectura. (Así sea, de verdad.)

Beatriz Rivas. Viento amargo. México, Alfaguara, 2006.

(8/junio/2012)

miércoles, 5 de febrero de 2014

El arte del silencio

Ulises Velázquez Gil

En una famosa y peculiar entrevista, el pintor colombiano Alejandro Obregón compartió una sentencia lapidaria: “La música es el arte del silencio”. A medida que el tiempo avanza y son otras nuestras lecturas, habremos de coincidir con esta definición, porque su esencia, la mayoría de las veces, hace posible la vida misma.
Para Sandra Lorenzano, melómana por los cuatro costados, esto es muy evidente, puesto que ha sabido “musicalizar” sus emociones insertas a renglón seguido, desde su primera novela hasta su plaquette más reciente, y en la persistencia de esa pasión, nos entrega Fuga en Mí menor, segunda novela suya donde la música pasa de lo incidental a lo presencial. Afinemos poco a poco el instrumento para saberlo muy bien.
A través de una fotografía tomada por su madre y un empeño por elaborar un violonchelo, Leo, protagonista de esta novela, intenta reconstruir una imagen de su padre, a su vez, buscar las razones de su ausencia. A la par de esta empresa, se concentra en recordar la imagen de su madre, Nina, cuya pasión por la fotografía fue la que retuvo al padre en una postura poco familiar, la única que él obtuvo como referente de su memoria, una que se compone de mapas de campaña, libros y revistas sobre la guerra; y del porqué esa fotografía también cruzó el océano en busca de una vida alejada del infortunio. (Sin embargo, ¿Se puede tener nostalgia de lo desconocido?)
En su reconstrucción de la imagen paterna, Leo vive dos historias: la que le pintan su madre y su abuela (cuya voz se escribe con otra tipografía), y que su propia intuición le va develando, que lo enfrenta a una disyuntiva: ¿héroe o traidor?, a la que podríamos agregarle ¿para su familia o para la sociedad?
Mientras configura la (¿verdadera?) figura del padre, una música se digna en ayudarle un poco: los acordes del “Fra Martino” –o “Martinillo”,  en este lado del charco– motivan una fuerte interrogación: ¿acaso hay algo más doloroso que una canción de cuna que se vuelve marcha fúnebre? Para Leo, este indicio lo sumerge aún más en su búsqueda de la música, en especial, del sonido, que se fue con el padre, y que, después de un concierto con su madre y a su abuela, volvió para quedarse con él.    
Hagamos un alto en el camino. Para acercarse remotamente a la figura paterna, Leo aprende a tocar su instrumento, el violonchelo, y que, tiempo después, aprende a construir gracias al cuidado y a la amistad de su amigo Peter Bauer, también migrante como Leo y con una prosapia silenciosa a cuestas, porque del niño músico en una banda familiar al luthier con el corazón de un confesor hay una diferencia abismal: la memoria como salvoconducto para seguir viviendo, porque Bauer era un hombre de pocas palabras, un inmigrante silencioso y tozudo que amaba los instrumentos de cuerda por sobre todas las cosas; y los cuartetos de Bartok, su paisano. Y mientras el trabajo de ambos se sucede en el taller de Bauer, cuando le comparte su interés por Bartok, lo hace con un dejo de heroísmo, de adalid de la resistencia ante los embates de la guerra. Para Leo esa figura digna de admiración se concentra sobremanera en Bach, en las Suites para violonchelo que habrían de remitirlo, sin decir agua va, al recuerdo de Giulio: su padre ponía siempre música en casa. Ella [su madre] disfrutaba la complicidad que se creaba así entre los dos. Era un científico brillante, pero sin ningún talento musical. La falta de talento la suplía con pasión. (Ahora se puede presentir por qué Leo eligió el silencio después de la partida de su padre.)  
Otra de las representaciones del silencio como forma del arte es la fotografía; fuera del lugar común “una imagen vale más que mil palabras”, para Leo ésta se arraiga por partida doble. Su madre, Nina, maravillada por el trabajo del checo Josef Sudek, se hace de una cámara Leica y detiene los instantes familiares en una imagen que busca reconstruir el tiempo: “¿Qué hubiera pasado […] si Nina no hubiera sido una devota seguidora del checo? ¿Tendría yo una foto de verdad de mi padre en lugar de la imagen de una sombra?” […] La belleza de las fotografías a veces le parece insuficiente para entender la pasión de su madre. (Si atendemos esa máxima de Susan Sontag, “toda fotografía es un memento mori” Nina quizás ya intuía lo que habría de pasarle a Giulio, una vez que la realidad de su país motivara su decisión definitiva de luchar por la libertad, de conseguir un lugar mejor para su esposa y su hijo.)
Por otro lado, el hijo mayor de Leo, Julio, a quien su abuela Nina llamaba con el nombre del gran ausente, heredó de ésta la misma pasión fotográfica, y la comunicación entre ambos se traduce no sólo en una arraigada y hasta demodé costumbre epistolar, sino también en compartir los enigmas que sus propias fotos resguardan a la vera del propio silencio. Por ejemplo, una foto que Julio le envía a su padre, sobre dos personas que tilda de “suicidas”, luego de haber unido varias de las piezas sueltas y con miras a reconstruir esa imagen paterna, descubre finalmente que el padre buscado hasta el hartazgo no es más que un recuerdo, compuesto por una vieja maleta guardada en un closet, y un libro de Cesare Pavese, con las palabras subrayadas a manera de rosario para las horas difíciles. El joven autor de Lavorare stanca que mi padre admiraba al grado de elegir su libro como compañía de los solitarios días de caminata. Yo leía y releía esos poemas buscando en ellos la huella de Giulio. “Algún antepasado nuestro debió estar muy solo/ –un gran hombre entre idiotas o un pobre loco–/ para enseñar a los suyos tanto silencio”.  
En esa travesía interior a la busca del padre, Leo pasa de la palabra a la mudez –la partida sin regreso de Giulio–, luego de la mudez al sonido –recobra el habla después de un concierto, milagro que su madre y su abuela presencian–, y del sonido al silencio definitivo –su enorme pasión por la música es tan evidente que además de interpretarla, consigue plasmarla en el papel pautado: Componer para llegar al silencio. Sabía que era casi un contrasentido lo que se proponía. Y sin embargo, había algo de eso desde siempre en su propuesta. Algo que buscaba el silencio de sus partituras. Sin embargo, en esa búsqueda del silencio absoluto, el vértigo habría de cobrarse una parte de su talento, disminuyéndole la capacidad auditiva. (Si la verdad duele, sus consecuencias, doblemente, según se vea.)
Con todo, Fuga en Mí menor se empeña en una prístina empresa: buscar los elementos que componen y/o distinguen al silencio; un arte en sí, suscribiendo las palabras de Alejandro Obregón. El abandono del padre, el exilio de la familia, la lejanía del hijo, pero sobre todo, los arcanos que encierra una fotografía o una partitura, inclusive la elaboración de un violonchelo, son figuraciones en las cuales el silencio nos muestra una enseñanza avocada a recobrar nuestra propia ración de memoria; aunque, en cierta forma, el camino hacia ello no sea el más halagüeño de todos. Dicho sea de paso, también puede leerse de dos formas: una, en absoluto silencio por parte del lector, con miras a la empatía (inclusive la dispatía) con Leo, y dos, alternando, a manera de música de fondo, las obras que aparecen en la novela. (Y aunque Bach y Mahler pinten al unísono los escenarios y predicamentos de Leo –y si Sandra Lorenzano me permite la sugerencia–, en algunos casos la música de Eleni Karaindrou para La mirada de Ulises consigue el mismo efecto: si las cuerdas son una forma de la poesía, éstas se regocijan hasta con su propia nostalgia.)
Después de todo, habremos de suscribir aquellos versos de Raymundo Ramos, con los que, supongo, resumiríamos esta novela: Música, ven a lavarme el alma colmada de silencios. (Y que el resto se vaya con su ruido a otra parte. Así sea.)

Sandra Lorenzano. Fuga en Mí menor. México, Tusquets, 2012. (Andanzas)

(25/junio/2012)