miércoles, 10 de diciembre de 2014

Oficio de Scherezada

Ulises Velázquez Gil

En la escena final de Blade Runner, Roy Batty, antes de morir, confiesa a su perseguidor Rick Deckard sobre las cosas que ha visto a lo largo de su vida y que los humanos no podrían creerle. En el arduo y proteico oficio de la literatura, aquella profesión de fe del reflexivo replicant también podría quedarnos muy a la medida, por el impulso natural de aplicar en el papel una, otra o varias historias. Para el caso particular del narrador y ensayista Jorge F. Hernández, dicha condición aplica sobremanera de forma satisfactoria, pero las cosas que sus cuentos nos presentan, aunque conocidas, es otra su manera de leerlas. 
Suscribiendo lo dicho por Julio Cortázar acerca del cuento (que éste gana por nocaut, a diferencia de la novela que lo hace por puntos), El álgebra del misterio nos entrega catorce historias que se sustentan en los avatares de la memoria, la del propio Jorge F. Hernández, para ser precisos; cuenta que una vez, una de sus maestras más queridas, Mrs. Grabsky, le sugirió convertir en cuentos todas las “patrañas” dichas en clase. (Y así fue, desde entonces…)
Ante el alud de información que nos embarga el cerebro, tenemos siempre el remanso de los datos aislados, las historias insólitas y las ocurrencias impredecibles. Cuando perdemos, por ejemplo, una credencial, surge una imperiosa necesidad por contarlo, de saber qué se esconde tras ese hecho. Sea como producto de las lecturas o de los encuentros con la vida misma, Jorge F. Hernández se sirve de esas experiencias para hilvanar un cuento. Un “científico” que lo inventó casi todo –hasta una tercera parte del Quijote–, un amigo inventado (“True friendship”) o hasta la hipótesis –y su consecuente confirmación– de cómo los enanos se esfuman del mundo, toda historia tiende a presentar, en lo inusitado de su anécdota, otra forma de ver las cosas; darse, por así decirlo, una oportunidad para vivirlas en carne propia. Y como su inventiva no sólo se queda en el caballete narrativo, varias ocurrencias se vislumbran en el microrrelato; intermedios inexplicables, como él dio en nombrarlos, cuya sola finalidad estriba en presentar “historias” sin fecha de caducidad, es decir, “que emanan de los momentos vacíos, de los deseos apenas formulados y de los anhelos imposibles que sólo necesitan la duración fugaz de una buena sobremesa para volverse eternos”.
Ante el imperio de las amnesias y la muy socorrida práctica de acomodar el pasado según los antojos del presente, tenemos siempre a la mano el escudo de nuestra propia memoria. Cuando su madre tuvo un derrame cerebral, Jorge F. recurrió a un oficio que destila creatividad por los cuatro costados y así devolverle el presente perdido: contar historias. A diferencia de Scherezada o del tusitala Robert Louis Stevenson, no procuraba prolongar el tiempo, sino recobrarlo en su justa dimensión; “Eight seven three” da cuenta de ello, con un cómplice inusitado (hasta para quien esto escribe): los números, soñados por el protagonista, a guisa de una epifanía, como Russell Crowe en A beautiful mind cuando los números se le presentan enfrente de sí, y cada uno origina un nuevo comienzo, entre apuestas en el hipódromo y los ejercicios escolares. Siguiendo con los números, “Siete unos”, que se antoja crónica de cuatro jugadores de dominó, se torna delirante itinerario de recuerdos y charadas, mismos que vuelven una y otra vez al mismo escenario, como una sucesión de números jugados que nunca se repiten. (Paréntesis aparte: cuando se publicó Un montón de piedras, su primera “antología personal”, Jorge F. nos compartió varios cuentos inéditos, como primicia de un próximo libro; cuando se leen por vez primera, se disfrutan sobremanera, y para cuando llega el nuevo volumen a donde pertenecen, la satisfacción de la relectura nos entrega otras respuestas, y, de ser posible, hasta confirma su deleite primigenio. Vivir para ver.)
Ante las ruidosas imposiciones de la falsificación o el engaño, tenemos el silencio de nuestra conciencia. Para “Cabeza fría” (que recoge un horror de nuestros tiempos, las ejecuciones como producto del narco) queda el acto de contar esa historia como una expiación y, si se quiere, hasta un salvoconducto de la realidad desquiciada. Pero es en “Coincidencias inútiles” el lugar del crimen que sustenta esa frase. ¿Qué resulta más inverosímil? ¿Contar la historia de un enfermo mental y su empeño en mandar su cuento a un concurso? ¿Acaso, el no menos sorprendente encuentro entre un lector de Adolfo Bioy Casares y un doble suyo made in Spain? Me inclinaría a pensar que ambos escenarios, por la manera cómo se cuentan; aunque, al final, solamente el narrador tiene en su conciencia el quid de las cosas, la secreta matemática de las palabras.
Con los libros anteriores que Jorge F. Hernández dedicó al cuento (En las nubes, Escenarios del sueño y Seis Cuentos Seis y uno de regalo), se nota una gratísima correspondencia con El álgebra del misterio en presentarnos varias historias que, de no contarse, de seguro acabarían por perderse. Volviendo a Blade Runner, queda sino recibir el testamento que el replicant Roy Batty nos deja en su momento final: Todos estos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. La misión del narrador es hacer que esas historias, sus historias, no se pierdan en el camino, como las lágrimas en la lluvia, claro está.
Finalmente, aquel oficio de Scherezada tiene en Jorge F. Hernández a uno de sus representantes más activos, en estos tiempos donde hemos perdido la capacidad de asombro. Como en todo libro suyo, en El álgebra del misterio también hay una historia que viaja con las alas del sueño, como parte de una historia más grande, que no requiera de tantas explicaciones, pero sí de personajes inolvidables y de misterios meramente sorpresivos. (Así sea.)  

Jorge F. Hernández. El álgebra del misterio. México, Fondo de Cultura Económica, 2011. (Letras Mexicanas)

(17/febrero/2012)

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