lunes, 31 de marzo de 2014

Octavio Paz en sus antologías

Ulises Velázquez Gil

Hay autores que, luego de no leerlos en mucho tiempo, cuando llega a nuestras manos una obra suya (sin la pretensión alcahueta de un Best Of), sentimos la necesidad de leerla por completo y cuando la abrimos al azar, este factor aleatorio nos orilla a proseguir la lectura, sin importar el antes ni el después de aquella página. En mi caso personal, ocurre esto con las obras de Octavio Paz (1914-1998), a quien leo con cierta devoción desde hace varios años.
A Octavio Paz le ocurre, en últimas fechas, el mismo caso que con Alfonso Reyes: una vez conjuntas todas sus obras en varios volúmenes (Reyes, 26; Paz, 15), todavía siguen encontrándose textos suyos, en espera de hallar su justo lugar entre las obras completas. Esta cuestión no genera mayor espanto, dado que nunca se deja de publicar libros de, sobre y contra los autores de marras: prueba fehaciente de la buena salud de las letras mexicanas. Sin embargo, en aras de difundir su obra, críticos y editores se han dado a la tarea de publicar varias antologías al alcance del lector de a pie. Para el caso de Paz, en vida suya sólo se han hecho tres compilaciones: La Centena (1969), El fuego de cada día (1989) y Claridad errante (1996) –esta última, gracias a la maestría y buen tino de Jorge F. Hernández, entonces coordinador de la colección Fondo 2000 del Fondo de Cultura Económica, y reeditada con algunas adiciones con motivo del Día Nacional del Libro en 2010–, como ejemplo de la maestría de Paz, generalmente en el campo de la Poesía y otras latitudes. 
            Las palabras y los días (Consejo Nacional para la Cultura y las Artes / Fondo de Cultura Económica, 2008) se trata de una antología introductoria, según Ricardo Cayuela Gally –compilador y prologuista–, integrada por 14 ensayos, 44 poemas y cinco prosemas provenientes del ¿Águila o Sol?, presentando lo más significativo de la obra paciana hacia los jóvenes en particular. El propósito fundamental de este florilegio “quiere ayudar a disipar algunos […] errores de apreciación con los mejores argumentos, los propios poemas y ensayos de Octavio Paz”. Y no es para menos, dada la mala fama endilgada hacia un polemista sin concesiones, cuya profundidad en el tratamiento del tema en turno –arte, política, poesía, preceptiva literaria, hasta la coyuntura del momento– más que convencer, convierte. Otro propósito que sustenta a la presente antología, es el objetivo de introducirse de buena manera hacia las Obras completas (cuyos quince gruesos pero imprescindibles volúmenes amedrentarían a cualquiera), suerte de salvoconducto de gran ayuda hasta para el más evidente de sus conversos. Además, su naturaleza asequible, desde su módico precio hasta el impecable diseño tipográfico, reafirma, claro está, el regocijo que origina su lectura.
            Un sol más vivo (Era / El Colegio Nacional, 2008), por otro lado, se enfoca en particular a la poesía de Octavio Paz, desde las primeras incursiones de su Libertad bajo palabra, pasando por los parajes de experimentación visual de Blanco y la cacería de los sueños de Ladera este, hasta los últimos poemas publicados en la revista Vuelta, cálida marginalia poética en sus años restantes de vida. Como resulta difícil preparar una nutrida selección de poemas, a sabiendas de reclamar, por ende, ciertas inclusiones y extrañas omisiones, los editores de esta antología creyeron pertinente que otro poeta –lector acucioso de Paz, naturalmente– se encargara de aquella empresa; el elegido para ello fue, con todo y sorpresa incluida, Antonio Deltoro, cuya obra poética debe mucho a la preceptiva paciana y, claro, a la de sus coevos más cercanos. Afortunadamente, Un sol más vivo, a semejanza de Las palabras y los días, también cumple con la finalidad de llevar la obra de Paz a viejos y nuevos lectores.
            Pasado y presente en claro (Consejo Nacional para la Cultura y las Artes / Fondo de Cultura Económica, 2010) aprovecha el vigésimo aniversario de la entrega del Premio Nobel a Octavio Paz, y nos entrega, además del discurso de recepción, un texto inédito que data de los años 60, “México, ciudad del agua y del fuego”, publicado en la versión en español de la revista Life, pero que el propio Paz olvidó incluir en su obra completa; el crítico Enrico Mario Santí, encargado de la edición, resalta la importancia de este texto sobre la ciudad de México, que, a casi medio siglo de su escritura, aún suscita asombro hasta en los pacianos de pura cepa. 
         Ante todo esto, ¿qué importancia tienen estas antologías de Octavio Paz? La misma respecto de Alfonso Reyes: acercarnos de primera fuente con las obras del autor, aunque la diferencia toral sería la siguiente: mientras que a Reyes se le puede perdonar todo (hasta lo dicho en su Diario, de publicación por entregas), para el caso de Paz esto aún se ve muy lejano. Algunos siguen sin perdonarle sus apreciaciones políticas, mientras que otros no saben por dónde ingresar a sus obras, dada la dimensión de su obra completa. De algo sí podemos estar seguros: de las buenas intenciones de sus antólogos; tanto Ricardo Cayuela Gally y Antonio Deltoro como Enrico Mario Santí deben estar orgullosos porque las obras de Paz ahora llegarán hacia más personas, pero esto no los conlleva a dormirse en sus laureles. Este ingente esfuerzo de divulgación apenas tiene a sus primeros guías, cuya propuesta antológica de un autor imprescindible en sí ya es la mayor recompensa. (Después de todo, no serán las primeras ni las últimas antologías que se hagan al respecto ¿verdad?)

miércoles, 19 de marzo de 2014

Ciudades que se llevan puestas

Ulises Velázquez Gil

No hallarás otras tierras, no hallarás otro mar. La ciudad habrá de seguirte. ¡Cuánta razón tenía Constantino Cavafis cuando urdió este verso!, emblemático de su poema “La ciudad”. Entre la aspiración del poeta a que un solo verso suyo quede inscrito en la memoria colectiva de las ciudades, han quedado para lectura nuestra varios poemarios en las letras mexicanas, prueba fehaciente del trato que la ciudad nos otorga. Sin olvidarnos de narradores nones como Agustín Yánez, Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco, Vicente Quirarte o Jorge F. Hernández, es la poesía el campo de batalla donde se pone a prueba la resistencia del viajero (flâneur), metido a cronista de sus días; Rubén Bonifaz Nuño, dos Efraínes (Huerta y Bartolomé), y los ya mencionados Pacheco y Quirarte, luego de conocer su bajofondo, no sólo se armaron de valor en describir la ciudad, sino plasmar en sus obras la agreste respuesta que ésta les dio.
Cuando una mujer (Eurídice a la inversa) se introduce en esos infiernos, quizás esperaríamos una respuesta menos alentadora, pero no es así. Y aunque Elva Macías lograra primero esa empresa en Ciudad contra el cielo, quien se tomara muy en serio esa intentona es una joven poeta que no creció dentro de una ciudad, sino que lo hizo a la par suya. Claudina Domingo, poeta con muchas millas de vuelo acumuladas, nos entrega un poemario lacónicamente llamado Tránsito, crónica en instantes de una urbe descarnada y a veces intolerable.
Veinticuatro poemas (como las horas del día) de largo, mediano y corto aliento conforman esta bitácora o guía desde, hacia y contra la Ciudad de México, que igualmente es un alegato por la ciudad que nos queda enfrente, una urbe que nos juega sucio a cada instante, escondida en la notoriedad del Eje Central, pródiga en quimeras y en milagros, imagen que insinúa evidente en la portada del libro. Nada lacónicas, la extensión y la forma de cada uno, que obedece al cambio de humor de la amanuense mientras se enfrasca en el engorroso trajín por la Ciudad de México; claro está que el desconcierto escribe buena parte de sus versos, pero al final queda una perla (o un garbanzo de a libra) donde se revele un prístino instante, primero de muchos pasos a la caza del tiempo: lo mejor de estar oscuro es transcurrir (tragaluz o enchufe) medio iluminado súbitamente prendido (consideré) [“Meztli”]
En su lectura de la ciudad, Claudina Domingo guarda sus mejores fuerzas en develar (silenciosamente) el ruido de la ciudad: se empeña en manejar su voltaje, a semejanza de un empleado de Luz y Fuerza, sustantivos que resumen la materia prima de la poesía, y como su similar laboral, se niegan a desaparecer: mientras haya luz, habrá fuerza, y estando ambas, la palabra siempre nos podrá de pie, sin importar qué tan agreste puede ser una ciudad.
(el poeta mira la calle) se inspira “es un decir” toma aire (toma vuelo) poesía (llena de nada) (el poeta) no es lo que cree ¿cree en lo que ve? (y llueve) no hay tropo que posponga este descalabro [“Aéreo”] Cuando Bernardo de Balbuena y Francisco Cervantes de Salazar escribieron La Grandeza mexicana y México en 1554, respectivamente, nunca pensaron que sendas obras inaugurarían una tendencia literaria muy presente en las letras mexicanas de hoy y siempre: tomar a la Muy Noble y Real Ciudad de México como tema de escritura. Empresa muy loable, a fin de cuentas; sin embargo, el tiempo (que sabe retocar muy bien sus cuadros) siempre acaba por hacer de las suyas y la ciudad idílica que plasmaron aquellos novohispanos nones y algunos caballeros andantes del siglo XIX, se tornaría una urbe odiosa, desesperante y voluble a partir del siglo XX. Desde el primer poema hasta el último, Claudina Domingo no hace otra cosa que sólo despertarla de su sueño de polen para traerla a un silencio reverberante donde las palabras (larvas) se agitan pero no florecen. Empresa nada nueva, dado que un colega suyo, Ramón López Velarde, se le adelantó por un siglo. Me imagino que mientras Claudina guardaba en su cuaderno las astillas de los lugares visitados y las cosas vistas al vuelo, el fantasma del zacatecano simplemente la veía gustoso y hasta cómplice en varias de sus andanzas. (A cada quién su santo ¿no?)
Con todo, el Tránsito poético de Claudina Domingo es apenas el primer movimiento de una larga obra, que, pese a estar estrechamente emparentada con los autores arriba mencionados, ella sabe muy bien cómo enfrentarse tanto a los desconciertos de la ciudad como a la página en blanco, a semejanza de la mítica Penélope; hoy en día, si seguimos a Vicente Quirarte, Penélope no se queda en casa. Antes bien, ocupa su sitio en la batalla. Lo ocupa y lo gana. Cuando regresa a casa, ordena sus armas y hace pacto de amor con el espejo. Y Claudina, cabe decirlo, lo cumple letra por letra, porque, a final de cuentas, las palabras son ciudades que se llevan puestas. (Quede en ustedes, estimados lectores, comprobarlo.)    

Claudina Domingo. Tránsito. México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2011. (Tierra Adentro, 429)

(5/diciembre/2011)

miércoles, 5 de marzo de 2014

El entusiasmo y la devoción

Ulises Velázquez Gil

En uno de sus poemas autobiográficos que conforman sus Reincidencias, Carlos Pellicer hace la siguiente invocación: “¡Ay de nosotros/ si no fuera por la Poesía!”, y es verdad, qué vida sería la misma sin su presencia, porque como aseguraba otro poeta de largo aliento, Rubén Bonifaz Nuño, hacer poesía es como echar relajo, es decir, para ser libre con la vida (…según lo que diga el poeta en turno, claro).  
            Incipiente y experimentada en el misterioso sendero de la poesía, María de Guerra (cuyo nombre, en sí, ya es una reminiscencia de cantares antiguos y lejanos) nos entrega en Fervores algunos de sus trabajos por asir el tiempo: 45 poemas repartidos en dos secciones, que dan fe de un quehacer constante sin el asedio de modas ni tendencias en turno.
            La primera sección, homónima del libro, se ocupa de los hallazgos que el oficio poético confiere a los objetos y a las imágenes que cada día le entrega a su paso. Ella nos da, de primera fuente, su razón primordial: Mis intentos para explicar/ cuáles pies son dignos para secarlos con mis cabellos,/ mis cavilaciones para atrapar significados de incienso,/ son también/ artificios de la lengua./ Estos y aquellos trabajos/ son fervores. Si hacemos caso al diccionario, la palabra fervor tiene dos acepciones: entusiasmo y devoción. El esmeril de la primera ha esculpido versos como éstos: Soy quien hace cantar a las más violentas fragancias./ Soy de una humedad que casi flota, desciende, se posa./ La más discreta agua dulce, la más pequeña,/ la que en los campos deja escarchado todo/ para protestar por la torpeza de los que ignoran/ que diciembre ha llegado.
Respecto a la segunda, la encontramos cuando se constriñe a una mínima expresión poética, casi cercana al epigrama, como en “Felicidad” (Anda de paso en los hoteles de lujo/ y se da de lujo en los hoteles de paso.), “Oaxaca” (Oaxaca arde como un bordado./ En su mole negro, se adivina el futuro de un país.) y “Hierbabuena” (Hoja bonita/ que a falta de flor/ tirita.). De cualquier manera, otros serán los alcances que permita la poesía cuando llegue tanto su lector idóneo como su circunstancia propicia (o ¿debería decir propiciatoria?).
Para “Derrama solar”, el sendero poético de María de Guerra conduce hacia un territorio donde al poeta se le confiere una prístina labor: erigirse en cronista de colores y formas, en escultora de sonidos e imágenes, suerte de vicaría solar que, al intentar la descripción de todo su mundo, al final acabará por inventarlo. Tengo noticias de un Sol que está cantando como nunca./ Cierro los ojos para escucharlo: sol sostenido, dice,/ como todas las estrellas,/ pero es mi astro, y lo oigo claro, alto y claro. Y en otro lado, confirmar su expectativa: Tibieza que refulge como una orden de adoración.
También su poesía se viste de paisajista cuando, después del sol, enfoca su mirada en otros lares, y así compartirnos su paleta solar: Esas nubes pueden ser las gasas/ del vestido de una ajana recién violada./ Los volcanes tienen escalofríos./ […] La luz se reparte a cuchilladas.); para después volver al capricho del pequeño dios: Me gusta vestirme del gris para los días nubosos./ Una revolución sucede en las mañanas de mitad de mayo/ donde el aire cargado de lluvia/ destrona a los días de calor.
En la literatura, no es raro encontrar diversos homenajes al arte de la pintura, desde textos para catálogos hasta poemas de largo aliento. En la poesía de María de Guerra podemos encontrar algunos de ellos, donde cada pintor cuenta con sus propios colores; aún en la sobriedad o en un exagerado colorido, la deuda de admiración allí persiste. Mientras que al Dr. Atl le recuerda sus dones (¿Pero en qué peyote o promiscua retina encontraste/ tan ácidos paisajes que me entibian rostro y pecho?/ Son magnéticos celajes, a los que se si logro entrar de lleno,/ quemarían mis cejas, boca/ y toda labia.), a Picasso define con lapidaria admiración (Es el tiempo un cristal estrellado;/ que separa la embestida del pintor,/ […] Antes del óleo hubo un silbido desde las alturas,/ una explosión.), pero es El Greco quien acentúa su devoción contemplativa: Es buena la solemnidad, sólo si viene del pincel de El Greco./ No es suplicio, pero duele, y En este paisaje gris ominoso,/ la luz más insidiosa anuncia tormenta negra.
[Si en buena parte de Fervores abunda la luz, no faltan los claroscuros que engrosan, por fortuna y por desgracia, toda biografía de un poeta. Tanto el 11 de septiembre en Nueva York (Frágil, lunar y lunática […] Anda por instinto para sobrevivir en el caos) como el 15 de marzo en Madrid (Supimos de Atocha donde murió en espantoso retumbo la paz) incurren de alguna forma en su poesía.]       
            Con todo, Fervores de María de Guerra es la muestra fehaciente de la constante construcción de una geografía poética propia, destacando un oficio consumado que una intuición  prístina. A medida que nos adentramos en su lectura, salen a nuestro encuentro ecos de Góngora y Lorca, y si me corretean un poco, hasta de Carlos Pellicer. Si hubiera que hacer una genealogía poética, no dudaría en colocar a Fervores entre Deshielo de Claudia Hernández de Valle-Arizpe y Babia de Karen Villeda, aunque cada libro obedezca su propia autonomía, blindada para toda clasificación.
A final de cuentas, resaltarán el entusiasmo y la devoción por ceñir el recuerdo con la palabra, empresa bien lograda en este libro, que merece no una, sino varias lecturas, cuyos presagios siempre habrán de sorprendernos. (Así sea.)     

María de Guerra. Fervores. México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2011. (Práctica Mortal)

(28/diciembre/2012)