viernes, 30 de agosto de 2013

La flor verdadera

Ulises Velázquez Gil

Entre los artículos de pulpa académica y los manuales con pretensión de directorio telefónico, de todas las definiciones dadas al arte de la poesía hay una muy original de Rubén Bonifaz Nuño que me agrada mucho: “la poesía es como echar relajo, es decir, para ser libre, para gozar la vida”. En una palabra, un ajuste de cuentas con las cosas que la propia vida ofrece a cada instante.
En aras de vivir a flor de piel cada instante de las palabras, Roberto López Moreno regresa al redil de la poesía con una compilación que destella vitalidad que conocimiento, gratitud y constancia. Se trata de Xóchitl Uchitelnitza, poemario que celebra la vida a cada instante, porque cuando se trata de plasmar el resplandeciente paso de ésta, todo verso se sirve del tiempo para cumplirlo a cabalidad; condición endémica en López Moreno, por nacer en una tierra poética por excelencia, Chiapas, donde refulgen dos diamantes llamados Jaime Sabines y Enoch Cancino Casahonda.
Xóchitl Uchitelnitza se compone por 61 poemas repartidos en tres secciones; el primero y el tercero son complementarios, respectivamente, donde se nota a leguas un destino con cierto sentido: compartir o develar qué hay detrás del horizonte, lleno de flores, como cantos y alabanzas en loor de la vida. Esa misión recae de forma directa en el poeta, gaviero del tiempo, a quien se le agradecerá siempre anunciarnos lo que venga. Gracias, poeta que puedes construir con los reflejos/ la simetría volátil del ensueño./ Aquí, el resplandor de tu diseño:/ sobre el viento oriente/ hay un lago de ondas lejanías/ en donde habitan leyendas galateas/ danzando acuáticos velámenes. (O como diría Carlos Pellicer: ¡lo que diga el poeta!)  
Ahora bien, ¿en qué se distingue el paisaje poético de México respecto al de otros lares? En las flores ¡¡por supuesto!! Desde tiempos inmemoriales, la poesía (in xochitl in cuicatl) ha sido un tópico esencial en la vida diaria de este lado del mundo, a la vera de inscribir en la memoria alguna ración de paraíso. Desde el título mismo, Roberto López Moreno se suma a esta búsqueda; aunque, cabe mencionarlo, es sólo una transfiguración de su búsqueda poética, o mejor dicho, de la poesía misma. Del poemural al verso laconista, en este ramillete su ábrara late a corazón batiente: Flor en aura de aroma, en los templos del tiempo,/ en alta función de prima vera,/ primera verdad desde tu siembra,/ de mies xochitlreparto,/ tierra de propia luz estremecida,/ tierna así la tu guerra, misión cumplida.
¡¡Ábrara sésamo!! En aras de nombrar la flor, se desarrollan mundos minúsculos en apariencia, que rebosan de vida y sin importar su brevísima presencia en la tierra, la poesía permite una segunda oportunidad para lograr su persistencia en los siguientes testamentos: pétalo que nos instruye en el amor y el tiempo (“Xóchitl Uchitelinitza”); El conocimiento es la flor/ y nos habita a través del pétalo/ −somos simetría−./ La eternidad tocamos. (“El conocimiento es la flor”); ¿Y si es cierto que Dios existe, flor maestra? (“De veneraciones”); Pero queda la flor maestra,/ Ahí. Aquí./ Para iniciar horarios. (“Desconocimiento”), o éste que cierra el libro: Xóchitl uchitelnitza/ flor maestra/ belleza y enseñanza/ por encima y encima de la muerte/ fuerte/ siempre/ Vida. (A final de cuentas, emisarias del tiempo que, como la rosa de Borges, tienen asilo y estancia en su palabra misma.)
Quien destella un acendrado amor por las flores, tiene a su cuidado un jardín secreto donde viven y crecen las más cercanas a su matria fraternal; ese lugar discrónico reside en la segunda sección del libro, “Suplemento dominical”, compuesto por diecinueve flores suyas, de alegría floreciente; pétalos de Coyoacán, cerros de Milpa Alta, versos desde Querétaro y Belén, conviven en franca cordialidad con la calidez de una canción, destinada para Valentina (La mañana clara y alta/ tiene sonrisa de niña), Blanca (Fui bajando hasta el río,/ mi niña Blanca…/ te compuse este canto/ con cuerdas de agua), Encarnación (que cante/ tu voz de tiempo,/ que los niños que fuimos/ seguimos siendo) o Nandiumé (Una canción cantaba/ y la cantaré/ a la risa encantada/ de Nandiumé), que no requieren exageraciones terrenales para descubrir en ellas un jardín interior, donde la vida se descubre por sí sola.
Como en “El gigante egoísta” de Oscar Wilde, la inocencia y el encanto de un niño siembra una semilla de fe y esperanza en el jardín marchito de un taciturno gigante, así también la poesía logra este milagro, celebrando una vida en espera de mejores días. El jardín secreto de Roberto López Moreno simplemente funciona como ese territorio a prueba de tiempo, donde crecen las mejores flores, a salvo del sufrimiento y del sinsabor del diario acontecer; aunque también, cabe decirlo, las mejores flores se fertilizan con sangre y con lágrimas, y ello no las exime de su belleza ni de su encanto.
A final de cuentas, con Xóchitl Uchitelnitza cumple Roberto López Moreno una deuda con su propia poética, donde su descubrimiento de la prístina partícula llamada ábrara encuentra en las flores una inusitada manera de sentirse vivo, y como sus epígonos mexicas, comparte verso a verso su visión de la flor verdadera, ésa que nos permite ser libres con la vida. Después de todo, xochitl citlali uchitelnitza,/ instrúyenos/ en tu renovado nacimiento. (Lo demás es mera exageración. De verdad.)

Roberto López Moreno. Xóchitl Uchitelnitza. México, Ediciones del Ermitaño, 2013 (Minimalia. La furia del pez, 11)

miércoles, 28 de agosto de 2013

La fraternidad constante

Ulises Velázquez Gil

En Signos de admiración, Jorge F. Hernández pasa revista a todos aquellos autores que, de alguna forma, han sido su tabla de salvación ante los sinsabores del mundo ancho y ajeno circundante. Hay autores que nos ayudan a salir del paso, pero hay otros que su compañía nos hace ver mejor las cosas presentes; los primeros cumplen con el solaz, los otros, comparten lecciones de vida. Cada uno sabrá encontrar el suyo, sin importar época ni pensamiento. Si me permiten el paréntesis personal, quien esto escribe encuentra la segunda condición en las obras de un escritor, que al pasar por los sinsabores del mundo, nos entrega –mediante los senderos de la literatura –una brújula necesaria para aquellos que comienzan su curso propio. Hablo, con franqueza, del colombiano Álvaro Mutis. 
Poeta desde sus inicios literarios y novelista en tiempos recientes, Mutis ha sabido aprovechar los tiempos que corren para consolidar una obra propia, que se ha nutrido constantemente por su estancia en compañías petroleras, agencias de publicidad, venta de películas y hasta una escala en Lecumberri, comprobando así que en la cárcel y en la trinchera se conoce a los amigos, hasta los inventados, si se quiere ver así. Producto de esos avatares fue Maqroll el gaviero, cuya vida siempre se encuentra a merced de los sinsabores y decepciones de la vida. Pese  que toda empresa acaba por salirle mal, acepta las consecuencias y luego de sumirse en cierta depresión, sigue adelante. Las aventuras de Maqroll han merecido siete novelas, en las que se afirma ese ir y venir de la vida; de todas estas, La última escala del tramp steamer, es la más impersonal, puesto que Maqroll no aparece en forma, pero algo suyo se asoma en el horizonte.
El narrador (un Mutis apenas disimulado) tiene un encuentro constante no con Maqroll o con Abdul Bashur, protagonistas de sus respectivas novelas, ¡sino con un barco!, un buque de carga denominado tramp steamer, que, a diferencia de los usuales, tiene dificultades para tocar puerto y su travesía depende de la carga previamente acordada. Sus encuentros con el Alción lo llevan a pensar sobre las coincidencias y avatares vividos, a merced del infortunio y el desconcierto, donde, finalmente superados esos trances, se sigue viviendo.
La vida hace, a menudo, ciertos ajustes de cuentas que no es aconsejable pasar por alto. Son como balances que nos ofrece para que no nos perdamos muy adentro en el mundo de los sueños y de la fantasía y sepamos volver a la cálida y cotidiana secuencia del tiempo en donde en verdad sucede nuestro destino. Entre esas correrías, Mutis también nos cuenta la historia de Jon Iturri, euskera que se relaciona intrínsecamente con el barco en cuestión, pero más en concreto con una mujer excepcional y rara para los ambientes donde suele moverse: Warda Bashur, libanesa de fuerte prosapia naviera, y a la sazón, hermana de Abdul, amigo de Maqroll. (Paréntesis aparte: Iturri comparte con el narrador un encuentro fundamental en su vida naviera; cuando conoce a “un libanés, medio armador y medio comerciante, […] y su socio y amigo, un hombre de nacionalidad indefinida”, con quienes acaba por asociarse para las travesías del tramp steamer, pese a que esa nave, el Alción, se halla al borde del desastre.)
El azar es siempre sospechoso, son muchas las máscaras que lo imitan. En esta novela, de las siete que componen la saga del Gaviero, se resumen todas las circunstancias, o por lo menos, los ambientes que distinguen a todas, como las dificultades en el comercio, la precaria condición del transporte empleado –un tramp steamer a merced de la destrucción, a punto de irse a pique en cualquier momento; sin embargo, Iturri no cede en aprovechar el sentimiento que lo une con Warda Bashur y lo lleva hasta las últimas consecuencias. Una vez completada la misión de transportar la carga del Alción, decide retomar “su vida de antes”, sabiendo que ya nada ni nadie puede serlo del todo. Y aunque pase el tiempo y otros sean los sueños, Jon Iturri (o en su defecto, hasta el propio narrador) acaba por encontrarse con el barco de sus andanzas, en un lugar insospechado, igual de extraño como la coincidencia misma.
Con todo, La última escala del tramp steamer es una novela que mejor resume los ambientes predominantes en la obra narrativa de Álvaro Mutis; además de travesías y navegaciones con dudosos resultados, de jugarse la vida a cada paso, y de hallar una brevísima felicidad (o la noción de ésta, si se permite el término). Un tópico fundamental en la obra de Mutis es la fraternidad constante: un sentimiento genuino que nos motiva sobremanera unas ganas de seguir viviendo, contra viento y marea, aún si las cosas pintan a nuestro favor. El optimismo de Maqroll –leáse también Mutis– no peca de ingenuidad, sino de aprendizaje continuo, al encarar cualquier cosa sin importar sus resultados. Dicho esto, confirmo sin tapujos, igual que Jorge F. Hernández, que Álvaro Mutis es un autor grato al leerse, pero fraternal por acompañarnos en nuestras propias empresas y tribulaciones, a la vera del camino y sin límite de tiempo. (El resto, sobra decirlo, viene por añadidura. Así sea.)       

Álvaro Mutis. La última escala del tramp steamer. México, El Equilibrista, 1988.
(12/diciembre/2011)

lunes, 26 de agosto de 2013

Ventanas hacia la memoria

Ulises Velázquez Gil

Se dice que los ojos son el espejo del alma, y cuando observan una imagen entrañable, más que un espejo es un pasaje en el tiempo; acto que se repite una y otra vez cuando dicha imagen reaparece con la misma fuerza con que se presentó por vez primera. Para varias generaciones de mexicanos, esa imagen “ideal” se asocia de inmediato con una misión cultural y educativa que hoy en día sigue cosechando gloriosos resultados. Me refiero, sin duda, a “La Patria” de Jorge González Camarena, emblema paradigmático de los libros de texto gratuitos.  
Una historiadora sin mancha, de nombre Bertha Hernández, nos entrega en “Así eran mis libros…” el largo camino que lleva recorrido el libro de texto gratuito como estandarte de la educación en México; concretamente, por medio de las imágenes que ilustraron sus portadas a lo largo de 50 años. ¿Qué puede disparar el caudal de recuerdos, qué atrae la memoria de otros tiempos? […] Cualquier cosa puede activar la memoria, despertar el eco de viejas alegrías, de amores pasados, de la primera escuela. (Para la mayoría de todos nosotros, ésta se asocia con los primeros libros que llegaron a nuestras manos: aquellos que nos acompañaron durante la primaria, a la par de los juegos y refrigerios a la hora del recreo.)
Para esta generosa revisión, Bertha Hernández nos propone tres fases: una, donde la cruzada educativa de Martín Luis Guzmán consiguió el apoyo de grandes pintores para realizar las portadas de unos libros en busca de su destino; otra, donde la idea del libro se asociara al juego de sus portadas, y una tercera, retomando el espíritu prístino de la primera, pero con nuevos protagonistas de la plástica mexicana. En todos los casos, una sola frase funciona a manera de ritornelo narrativo: “Así eran mis libros...”
Los héroes patrios (Hidalgo, Juárez, Madero) vistos desde el pincel de David Alfaro Siqueiros, Raúl Anguiano, José Chávez Morado y Alfredo Zalce, por mencionar otros, incentivaron un sentido muy marcado de patriotismo, que tuvo como principal vehículo la distribución de estos incipientes libros de texto gratuito. Para unos ojos –siempre hay ojos que nos miran, muy a la distancia− significó llegar a los lugares menos beneficiados por el progreso de la Revolución mexicana por el apostolado acendrado de la educación, mientras que para otros, con la sola inclusión de Hidalgo, Juárez y Madero en aquellas portadas, veían un cierto atisbo de uniformidad, es decir, de imponer –bajita la mano− una historia oficial. Aún así, la reacción de los verdaderos destinatarios, es decir, los niños y sus maestros, era la más importante: ¡Qué hermosos libros!
La segunda fase del libro de texto gratuito, desarrollada en los años 70, tuvo dos peculiaridades: el acendrado interés por los temas de actualidad y los cambios suscitados hasta ese momento, y la frescura y espontaneidad respecto a la creación de las nuevas portadas, a cargo del diseñador Juan Ramón Arana, quien tuvo la novedosa idea de plasmar en éstas otro importante referente infantil: los juguetes tradicionales. A la par del aprendizaje y del juego, aparece en escena una idea revolucionaria que hoy goza de cabal salud: el material recortable, mediante el cual el alumno pasaría de espectador−lector a participante activo en el proceso de aprendizaje. (Invitación al juego, a la búsqueda en el interior del libro. Fueron tiempos de letra script, del cambio a los cuadernos de cuadrícula chica, o grande; se abandonaron los ejercicios de caligrafía Palmer; los usuarios de estos nuevos libros no aprenderían a escribir con “letra manuscrita”. Sí, la educación cambiaba; y los compañeros constantes de la vida escolar, también.) De pilón, digno es de resaltar la presencia de una historiadora combativa e inteligente, Josefina Zoraida Vázquez, cuya principal asesoría en el libro de Ciencias Sociales sirvió como puente principal entre una generosa tradición y un mundo en constante crecimiento; en una palabra, que los niños de entonces fueran, dicho en palabras de Octavio Paz, “contemporáneos de todos los hombres”.    
Y en la tercera ola de la historia del libro de texto gratuito, merece especial atención la presencia de Javier Wimer, diplomático ilustrado de los que ya no hay, en cuya administración se le dio un segundo aire a la prístina empresa de Martín Luis Guzmán al reunir a los pintores consagrados del momento para diseñar las portadas de los libros de texto; al llamado de Wimer acudieron Manuel Felguérez, Brian Nissen, Leonora Carrington, Arnold Belkin, José Luis Cuevas, Alberto Gironella, Arnaldo Coen, Elvira Gascón, por mencionar algunos. Además, en la tercera de forros se colocaron el nombre del artista y el año de producción de la obra, para que los niños conocieran algunos datos sobre quién diseñó la portada de su libro favorito.   
A título personal, cuando tuve estos libros, de tercero a sexto año de primaria, quedé sorprendido con la calidez de las portadas, que me invitaban a seguir la huella de sus creadores; recuerdo que me intrigó toda la vida la frase “Esto es gallo” de mi libro de sexto año –Gironella, el culpable−, mientras que el cuervo negro de Leonora Carrington acompañó muchas de mis tribulaciones como niño y como educando. Sin embargo, en mi patria del corazón tienen un lugar especial “los gatitos” de Brian Nissen. Hoy, que nuevamente veo esas portadas, el niño que buscaba en ese tiempo su propio camino de sueños y de letras, aún sigue presente. (Aquí y ahora, muchas gracias.)
De todas las pinturas que la CONALITEG resguarda como parte de su memoria histórica (desde las encargadas por Guzmán hasta las aprobadas por Wimer), hay una que resume por entero toda una vida de trabajo y de constantes esfuerzos por llevar los libros de texto hasta los rincones más apartados del país, y que, hasta la fecha, se volvió su emblema indiscutible. Me refiero, sin duda, a “La Patria” de Jorge González Camarena, ni más ni menos. Entre la pesquisa detectivesca y una historia digna de Scherezada, Bertha Hernández nos cuenta su historia secreta: de cómo una pintura, nacida por influjo del encanto femenino, adquirió en las manos de su creador inmortalidad para la modelo (cuya vida se volvió un misterio sin resolver) e identidad para una nación, porque en ella se vinculan muchas cosas: la entereza, la fortaleza, la seguridad de que, en toda circunstancia, por difícil que éstas sean, la Patria, con mayúsculas, es protectora y maternal, pero al mismo tiempo valiente y decidida, y son esas cualidades las que le permiten mirar hacia adelante con algo en los ojos que se parece a la esperanza, segura y cobijada, como alguna vez dijera José María Morelos de Leona Vicario, “por las alas del águila mexicana”.
De 1962 a 1972 cubrió las ilusiones y esperanzas de muchas generaciones de niños mexicanos –mis padres, por ejemplo−, pero desde entonces ya era “la madre protectora”, que se encontró conmigo, con mi generación, gracias a Mi libro de Historia de México, allá por 1992; y aunque la vida me alejara de mi ejemplar único e irrepetible –al que debo mi pasión por la historia mexicana, sólo refrendada por Socorro Sarabia García, mi inolvidable maestra de sexto año−, nuevamente la vida me recompensó con otro similar, que ahora guardo con cariño y devoción en mi biblioteca.
Hay muchas cosas pendientes de decir sobre la historia de los libros de texto gratuito, y aún más acerca de la expresión plástica en sus portadas. Con “Así eran mis libros…”, Bertha Hernández ya “nos hizo la tarea” (como diría mi siempre recordada Rosalía Velázquez Estrada) al compartirnos una generosa ración de historia por medio de este libro maravilloso, entrañable y erudito a todas luces, cuyo esfuerzo es apenas el comienzo de una historia en vías de justipreciarse mejor, que no sólo las personas detrás de la CONALITEG  puedan contar por sí solas, sino que también sus destinatarios principales, es decir, los niños de ayer y de hoy, quienes recibieron en esos primeros libros aprendizaje y entusiasmo, conocimiento y compañía; a final de cuentas, ventanas hacia la memoria que se abren de par en par a la vera de conciliar sueños y esperanzas infantiles de entonces con el admirable oficio de aprender nuevas cosas que delimiten nuestro porvenir como “contemporáneos de todos los hombres”. (De verdad, que así será.)

Bertha Hernández G. “Así eran mis libros…” La colección pictórica de la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos. México, Comisión Nacional de los Libros de Texto Gratuito, 2011.

sábado, 24 de agosto de 2013

Paréntesis aparte...

Hace algunas semanas, platicaba con una compañera de viaje hebdomadario (de reciente ingreso al facebook, por cierto) sobre el futuro incierto de nuestro espacio en línea, el cual, sobra decirlo, sufrió el ataque de una plétora de hackers sin oficio ni beneficio. "Eras el único que salió bailando, aún sin tener vela en el entierro", me dijo, "la verdad que lo siento mucho". Le dije que no se preocupara, que sabré arreglármelas, porque quien escribe una vez, puede hacerlo una segunda, o todas las veces que se pueda. 

El domingo pasado tuve el privilegio de anunciarles el regreso de mi columna "La marcha de las Letras", que cada lunes y viernes habrá de publicarse con puntualidad, y para el 9 de septiembre abrirle el camino a textos nuevos. Ahora bien, y atendiendo a las peticiones de varias colegas mías sobre la "reposición" de algunos artículos de épocas pasadas, a partir del miércoles 28 de agosto, aparecerá una nueva columna, quincenal, a guisa de puerto de llegada para viejos conocidos nuestros: Paréntesis aparte... 

A primera vista muchos de estos textos ya tendrán su camino recorrido (para bien, para mal), pero al publicarlos nuevamente, aparte de quitarles el polvo, confío que suscitarán nuevas lecturas y acendadas relecturas, porque, como aseguraba irónicamente E. M. Cioran, sólo existen los autores que son releídos. (Cuestión de enfoques.) De cualquier manera, confiaré en su decisión, queridos lectores.

En espera de contar con su siempre grata lectura, y de suscitar buenas impresiones y maravillosos recuerdos, queda este "paréntesis aparte" para ser libre con la vida. (O por lo menos, eso espero...) Nos vemos hasta la quincena siguiente.

¡¡Muchas gracias a ustedes!! 

viernes, 23 de agosto de 2013

“Se non è vero, è ben trovato”

Ulises Velázquez Gil

En la cocina, el baile, la moda y la literatura, una cosa es meramente primordial: el ritmo. Cada autor, protagonista o ejecutante tiene su propia manera de hacer las cosas, pero si no cuenta con una línea digna de seguir y se deja llevar por los caprichos del tiempo, más que ritmo, sus movimientos serán, hasta cierto punto, autómatas. Y los que siguen las reglas de forma exageradamente obsesa, igual sucumbirán por carencia de ritmo.
Ante sendas formas de la exageración (en particular, dentro de los terrenos de la literatura), Sandra Lorenzano nos propone en Pasiones y obsesiones otras formas de decir de otro modo lo mismo, pero con una peculiaridad: darle la palabra a quienes hacen de primera fuente el oficio literario, es decir, a los escritores mismos. Treinta y seis perspectivas sobre dos temas capitales en la literatura como en la vida: las pasiones y las obsesiones; resultado definitivo, cabe señalar, del IV Encuentro de Escritores Latinoamericanos, cuya temática principal se concentró en aquellos temas, a guisa de homenaje a Octavio Paz. Era el año 2008 y se cumplían diez años de la muerte de Octavio Paz, por eso quisimos dedicar el Encuentro a su memoria, con la certeza de que no hay mejor forma de homenajear a un poeta, a un enamorado de la palabra como lo era Paz, que propiciando la reflexión sobre la literatura, las complicidades entre escritores y las confesiones en torno a los secretos del oficio de escritura.
A diferencia de varias compilaciones en torno al oficio de escribir que reúnen la poética personal de autores consagrados del orbe europeo y estadounidense, Pasiones y obsesiones se distingue de las demás por cederle la palabra a los escritores latinoamericanos; concretamente, a los más recientes, nacidos entre 1945 y 1977 (de Ignacio Solares a Tryno Maldonado, pasando por Anamari Gomís, Adolfo Castañón, Myriam Moscona, Pablo Boullosa, entre otros) que compartieron con el público asistente lo poco que saben, o mejor dicho, transmitirles algunas enseñanzas provenientes de su encuentro con la zarza ardiente.
Para Daniela Abade, no fueron las palabras sino el poder ejercido con ellas las que asentaron su pasión por la literatura, al igual por su obsesión por la trashumancia, es decir, un constante estado de extranjería; en el caso de Eduardo Antonio Parra, el poder por el poder mismo es una de las formas de la pasión y, por tanto, de la obsesión; mientras que Anamari Gomís recurre a su propio cuerpo para buscar el sentido de unas y el destino de otras.
Ahora bien, qué nos pregunta Sandra Lorenzano al respecto: Y ¿cuáles son las pasiones de los escritores? ¿De qué se enamoran perdidamente, peligrosamente, violentamente? ¿Qué odian? ¿A qué le temen? ¿Son diferentes sus pasiones que las del resto de los mortales? Claro que la pasión corre el riesgo siempre de volverse amenazante, peligrosa, ¿quién no corre el riesgo de volverse peligroso?
Darío Jaramillo, en su afán grafómano, reconoce que llamarle a su madre todos los días a las 7 p.m., la puntualidad y un equipo de futbol de Medellín forman parte de su móvil de escritura, y que las historias de Karen Carpenter, Rafael Medina Flores, los hermanos Collyer y Juan García Ponce –es decir, sus obsesas vidas al límite− sean materia prima digna del cuento más inverosímil urdido por Julieta García González; y qué decir del inventario físico-matemágico de Jorge Volpi. Ellos, al igual que sus demás colegas, tiene sus propias pasiones y obsesiones, sólo que para buscar las propias, es preciso reflejarse en las ajenas, porque después de todo, qué es la literatura sino una casa de los espejos: cóncavos y convexos, descarnadamente honestos o descaradamente ilusorios.    
Mientras que la mayoría de los convidados al encuentro hablan de su aldea para describir al mundo, muy pocos dedicaron su intervención en hablar del ilustre homenajeado, Octavio Paz; tal es el caso de Ignacio Solares, quien declara en su favor lo siguiente: Escribir sobre Octavio Paz con un lenguaje que no sea el de la pasión resulta contradictorio. Para Octavio los poderes de la palabra no eran distintos a los de la pasión, y ésta, en su forma más alta y tensa, no era sino poesía. Y como la poesía era el mero mole de Paz, una de sus obras emblemáticas recibe de Adolfo Castañón su mejor homenaje, una crítica acertada, generosa e inteligente: […] Pasado en claro representa limpiamente al Octavio Paz más próximo a la melancolía de Saturno que al ímpetu guerrero del que sólo ve las armas del verano o las silvestres y lunares calamidades y milagros, para jugar con sus títulos. Pasado en claro sigue siendo un poema habitado por dioses, pero éstos son dioses taciturnos, cuando no melancólicos, dioses que vienen de vuelta.   
(Paréntesis aparte: quien esto escribe tuvo la dicha de asistir, hace cinco años exactamente, al Claustro de Sor Juana en ocasión de aquel encuentro; hacia donde volteara la mirada, me parecía escuchar la voz de Octavio Paz, y a medida que caminaba por los pasillos del Claustro, esa voz se volvía irrepetible, como si en el momento menos esperado me dijera las siguientes palabras: “Soy hombre: duro poco y es enorme la noche.” Y como en aquel lugar también estuvo Sor Juana Inés de la Cruz, nunca dudé que en algún descuido de mi parte, ella y Paz se me acercarían para conversar conmigo. Hasta la fecha, no he saldado esa deuda...)
A final de cuentas, cada quien tiene sus propias Pasiones y obsesiones que describen de forma gradual el oficio de escribir, encargado de pintarnos de cuerpo entero, o en aras de develarnos algo primordial de nuestro mundo. Así como el ritmo lleva la batuta en cuanto a la moda, el baile y la cocina, también la tiene dentro de la literatura misma, donde digno es de contar cómo nos fue en la feria, es decir, de qué manera escribimos.
Sin duda alguna, esta compilación, sabia y generosa como la propia Sandra Lorenzano, será un maravilloso incentivo para que jóvenes autores encuentren su camino literario y los lectores en lista de espera conozcan otra manera de vivir con y para la literatura, y en este sentido, los clásicos nunca se equivocan: “Se non è vero, è ben trovato”. (¿Qué otra cosa podemos ya decir?)

Sandra Lorenzano (comp). Pasiones y obsesiones. Secretos del oficio de escribir. México, Fondo de Cultura Económica / Universidad del Claustro de Sor Juana, 2012 (Lengua y Estudios Literarios).

lunes, 19 de agosto de 2013

Vidas que se desvanecen

Ulises Velázquez Gil

En la literatura como en la vida es posible vivir dos historias iguales, o tres, o cuatro… las que el azar y la lectura nos permitan conocer. Sin embargo, cuando estos dos mundos se contraponen, es inevitable que los ecos de uno se introduzcan en los sonidos de otro. Y viceversa. (Aún así, se disfrutan ambas experiencias...)
Para Beatriz Rivas esta dicotomía se antoja apasionante en cada novela que nos entrega con puntualidad; para el caso de Todas mis vidas posibles, el reto es aún mayor: un nombre, a manera de deíctico, nos lleva por ambientes que, si obramos acorde a las leyes de la lógica, nos parecerían, hasta cierto punto, imposibles, pero como en la página escrita se permite todo, vayamos por partes.
Una Beatriz (la autora, para más señas) recibe una carta de un lector inverosímil hasta para ella misma: un condenado a muerte, quien luego de leer La hora sin diosas (que en este año cumple su primera década de publicación) resolvió escribirle a la autora para agradecerle haberla escrito y a manera de aliciente para las horas contadas. (¿Cómo llegó este pedazo de Beatriz a las manos de un asesino, de un hombre que aguarda su muerte sin una cita fija en el calendario?) Y ella, en el afán de descubrir que cosas hay detrás de esta peculiar coincidencia, se permite otra búsqueda colateral: ¿cuántas mujeres comparten su mismo nombre? Mejor dicho, ¿acaso hay en el mundo varias Beatriz Rivas en espera de contarse? (Ya veremos…)
El nombre es destino, dicen, y hay quien afirma que nombrar algo equivale a fijar la referencia de aquello que se nombra. Beatriz tiene su origen en el latín y significa bienaventurada, la que da felicidad […] El nombre no se elige, como tampoco el signo zodiacal, la carta astral, las líneas de la mano, el código genético ni la familia en que nacemos. ¿Podrá escoger en cuál Beatriz ha de encarnar algún día? Como en la lotería o el melate, el resultado ganador es uno, pero las posibilidades de compartirlo son diversas; así sucede con los nombres, a la vera de contar su propia historia, y para muestra, la primera en tiempo y en derecho: la de Dante, por supuesto. Dice: […] eres la más famosa de todas, la más antigua también. Has sido citada múltiples veces. La humanidad te conoce o imagina. Te hemos dado cientos de rostros y voces, Posees un nombre noble y milenario. Se habla de ti ahora como se ha hablado siempre: con respeto […] Pero, ¿escondes algún secreto?
En efecto, la Beatriz más famosa tiene enormes razones para demostrar la perspectiva exagerada con que Dante Alighieri la inscribió en los anales de la literatura, cuando en realidad ella vivió una existencia mesurada, sin tantas complicaciones, y las palabras del poeta, más que inmerecidas, son, de cierta forma, falsas. (Al final, cabrá la resignación.) Solamente quédame creer en el enorme poder de la literatura. Soy quien soy porque Dante Alighieri me ha nombrado y no puedo remediarlo. […] Sus poemas cantan el amor que tuvo por mí y, sin embargo, son un monumento que me aprisiona, paraliza y repele.
Paréntesis aparte: al tiempo que leía Todas mis vidas posibles, escuché una canción de Laura Pausini, en cuya letra se me reveló la siguiente epifanía: “una vida entera a mí no me vale/ porque no se viven dos historias iguales”. No exactamente de la misa forma, pero la intensidad sí es una sola. En la Beatriz epistolar y la agente viajera (madre e hija, por cierto) es la develación de una vida secreta, no tan halagüeña, pero única pese a todo. Me dediqué con tanto esfuerzo a ser tu enemiga y, sin embargo, te extraño. ¿Cómo no extrañar a alguien que fue la modelo para encontrar mi forma de ser? Exactamente la contraria.
Del apasionamiento prematuro de su madre al arrebatado proceder de la hija, existe un solo paso de distancia, el odio, que, a fuerza de reconocimiento, se transforma en aceptación. Poco a poco me había dado cuenta de que mi pasión por el movimiento no era más que un escape de mí misma. ¿Pero acaso uno puede huir de quien realmente es? […] finalmente soy quien soy y ya es hora de encontrarme.    
Para el caso de dos Beatrices más (igualmente, madre e hija), es el silencio quien definirá su jugada maestra. A la hija –periodista en Ciudad Juárez− la vuelve prisionera de la violencia y víctima de la impunidad, mientras que a la madre, le tiene reservada la más dolorosa de las cárceles: un cuerpo que ya no le responde; aunque en ambas, el compromiso con la muerte es ineludible: […] le pedí a mamá que me asegurara que moriríamos al mismo tiempo para no sufrir su ausencia. Yo le hice idéntica promesa. Juramos morir al mismo tiempo, el mismo día, en idéntico segundo. (Dos historias iguales, en verdad, donde la muerte del cuerpo –por presencia y por permanencia− se hace notar. Lamentablemente.)   
Una migrante hispano-africana, una manicurista oniromante y un personaje creado por Carlos Ruiz Zafón, se unen a esta asamblea de homónimas contando su propia historia, pero en la vida de las otras, son sólo un pie de página, o la sensación de un “tal vez te vi” o del “¿te conozco de algún lado?” Sea como sea, en todas se aplican las tres formas de la experiencia literaria: vivencial (Beatriz Rivas Diouf, hija de un español recalcitrante y una centroafricana pletórica de maravillas en la lengua), vicaria (Bety, la manicurista, cuyos sueños encierran los deseos realizados de sus clientes) y virtual (Beatriz Aguilar, personaje de La sombra del viento de Ruiz Zafón, con una vida posible y prolongada después del punto final). Ellas, de algún modo, se “cuelan” en el entramado de sus contemporáneas como pequeña pieza en el engranaje cotidiano, pero primordiales en su movimiento.
Ahora bien, mientras estas vidas siguen su curso, o buscan el momento idóneo para salir a escena o hacer mutis, digno es resaltar la presencia de Beatriz, la autora, en plena lucha con el ángel que la cuida y además le cuestiona sus obsesiones: un compañero escritor (y su pasado tras la espalda), los viajes en común, las lecturas hechas, pero ante todo, sus manías de escritora. Entre la vida que se va y la realidad despiadada, quedan los enormes y mágicos poderes de la ficción, la mejor de todas las mentiras y, por ende, la más certera de todas.
Respecto a su encuentro con aquel condenado a muerte, Beatriz autora finalmente consolida su face to face con aquel inusitado lector; una vez que se consuma esa curiosidad, queda, después de todo, vivir la vida, donde, si hacemos caso a Álvaro Mutis, “casi todo es otra cosa”. Luego de su anagnórisis nominal, […] ha transformado la visión que tiene de sí misma. No lo había notado hasta ese momento: se ha reconciliado con su nombre. Ha comprendido lo que al principio parecía incomprensible: no puede seguir huyendo de la vida cotidiana, hundiéndose en el mundo de la culpa y rechazando sus deseos.
A final de cuentas, Todas mis vidas posibles de Beatriz Rivas nos recuerda que hay historias diferentes o similares desarrollándose a distancia de nosotros, en espera de insertarse en el cotidiano instante de la vida, sujeta a la experiencia virtual, vicaria y vivencial que elegimos; vidas que se desvanecen en un osario de arena, un pasaporte binacional, un cuerpo aprisionado en recuerdos, en los terrenos volátiles de la literatura, o simple y sencillamente, detrás de un nombre que lleva a cuentas, digno es denotarlo, todos los nombres. (¿A poco no?)

Beatriz Rivas. Todas mis vidas posibles. México, Alfaguara, 2009.

domingo, 18 de agosto de 2013

Retomando la marcha... de las Letras

Hace varios meses, la revista en línea donde quien esto escribe tenía una columna sobre libros, Flor y Látigo, por obra y (des)gracia de una punta de fascinerosos informáticos, mandó al garete una nutrida producción de artículos, producidos a lo largo de dos años de constancia semanal. (Mis compañeros de aquel espacio en línea todavía siguen en pie de guerra para recobrar su legítimo espacio y también para regresar con renovadas fuerzas en uno de mejor aguante cibernético. Mis mejores deseos, de verdad.)

Mientras se arreglan las cosas con respecto a la página donde residía mi columna de nombre "La marcha de las Letras", queda el espacio virtual de un servidor para publicar los subsecuentes artículos. Del 19 de agosto al 6 de septiembre, se publicarán de nueva cuenta las últimas seis notas que todavía alcanzaron a salir en Flor y Látigo, como antesala de nuevos textos en espera de autores, pero sobre todo, de lectores devotamente críticos.

Cada lunes y viernes, como siempre ha sido desde julio de 2011, espero contar con ustedes.
¡¡Muchas gracias!!