viernes, 7 de agosto de 2009

Rosario Castellanos: poesía sí eres tú

Hace 35 años, una luz, al rozar otra luz, se extingió de este planeta para inscribirse en las grecas de la eternidad. Dicho de otro manera, una poetisa singular, Rosario Castellanos, falleció un día como hoy en la ciudad de Tel-Aviv. Israel.
Rosario Castellanos Calderón nace el 25 de mayo de 1925 en la Ciudad de México, pero desde muy pequeña residió en Comitán de Domínguez, en Chiapas, donde vivió hasta su adolescencia y que habría de regalarle algunos de los grandes temas de su postrera obra. De vuelta en la Ciudad de México, estudió en la Facultad de Filosofía y Letras, en aquel entonces localizada en el legendario edificio de Mascarones. Algunos de sus compañeros de generación pintaban para convertirse, igual que ella, en incipientes luminarias de las Letras: Rubén Bonifaz Nuño, Jaime Sabines, Otto-Raúl González, Luisa Josefina Hernández, Dolores Castro (a la postre, su gran amiga), Héctor Azar, por decir otros. Su pasión por la literatura lo mismo la llevó a colaborar en varias de las revistas culturales más famosas del momento (como América, dirigida por su maestro y amigo Efrén Hernández) que a realizar estudios de posgrado en importantes universidades españolas, de donde regresó llena de nuevos bríos para la docencia en la UNAM y, claro, para las letras.
En 1948 publica su primer libro de poemas, Trayectoria del polvo, pero no se queda encasillada en un solo género. También practicó la novela (Balún Canán, Oficio de tinieblas), el cuento (Ciudad Real, Los convidados de agosto, Álbum de familia), el ensayo (Mujer que sabe latín, Juicios sumarios) y hasta el artículo periodístico (El mar y sus pescaditos), el cual ejerció durante muchos años en el diario Excélsior. Entre toda esa avalancha creativa, siguió escribiendo poemas hasta que en 1972, reunió todas sus plaquettes bajo el título Poesía no eres tú (1948-1971).
Entre la creación literaria, la investigación y la docencia, Rosario estuvo ligada muchos años con su colega Ricardo Guerra, filósofo de formación, con quien tuvo a Gabriel, su único hijo. Fue una historia llena de muchos contrastes (eso sí, con una pasión a flor de piel) que se puede ver en las cartas que ella le mandaba, las cuales, cabe decir, se encuentran reunidas en Cartas a Ricardo, volumen publicado hace algunos años. A sabiendas del trato que recibía de su marido, a Rosario no le quedaba otra salida que sumergirse en la creación literaria. (Paréntesis aparte: para varias de las escritoras mexicanas del siglo XX, la literatura fue su mejor medio de expresión. Elena Garro y la propia Rosario son señeros ejemplos.)
Sin embargo, los afanes de Rosario Castellanos no sólo se hallaban en las letras y la docencia, sino también en la promoción de la cultura; durante varios años ejerció dicho sacerdocio en varias instituciones de Chiapas, siempre a favor de las comunidades indígenas. Esa impecable trayectoria tuvo como corolario su nombramiento como Embajadora de México en Israel, a la par de su estancia como profesora visitante en la Universidad Hebrea de Jerusalén. (El resto de ese capítulo, de sobra lo conocemos...)
La intención de estas líneas, como he dicho en varias ocasiones, no es hacer un obituario postergado, sino invitar al lector para que se acerque a su vida, obra y milagros. En este caso particular, la obra de Rosario Castellanos tiene para dar y prestar, sea cual sea nuestra preferencia. Sus ensayos gozan de una frescura inusitada, a pesar de haberse escrito hace ya cuarenta años; sus novelas siguen siendo objeto de estudio, además de literario, hasta antropológico. Sin embargo, su obra poética es de las mejores que se han producido en el siglo XX mexicano. Su "Lamentación de Dido" es una preclara muestra de ello.
No cabe duda, querida Rosario, que poesía sí eres tú -aunque digas lo contrario y así me quede con el verso de Becquer-, porque una obra como la tuya siempre tiene dotes poéticos por donde quiera que se vea. (Además, el tiempo ha sido más clemente contigo que con algunos de tus coetáneos, ¿no crees?) Finalmente, cierro estas líneas con el poema que más me gusta de tu obra, a sabiendas de suscitar una que otra polémica, pero, bueno, cada quien tiene su peculiar manera de ver a una mujer sin par, ¿no es así?


La casa vacía

Yo recuerdo una casa que he dejado.
Ahora está vacía.
Las cortinas se mecen con el viento,
golpean las maderas tercamente
contra los muros viejos.
En el jardín, donde la hierba empieza
a derramar su imperio,
en las salas de muebles enfundados,
en espejos desiertos
camina, se desliza la soledad calzada
de silencioso y blando terciopelo.

Aquí donde su pie marca la huella,
en este corredor profundo y apagado
crecía una muchacha, levantaba
su cuerpo de ciprés esbelto y triste.

(A su espalda crecían sus dos trenzas
igual que dos gemelos ángeles de la guarda.
Sus manos nunca hicieron otra cosa
más que cerrar ventanas.)

Adolescencia gris con vocación de sombra,
con destino de muerte:
las escaleras duermen, se derrumba
la casa que no supo detenerte.

2 comentarios:

Eleutheria Lekona dijo...

Rosario Castellanos, de quien pienso, no se le han hecho los suficientes homenajes y reconocimientos. Por más que escuelas y avenidas lleven su nombre, Rosario seguirá siendo Rosario sólo en la medida en que su obra llegue a los lectores y en la medida en que se reconozca en esta mujer a uno de los próceres literarios del siglo que acabó.

Gracias por este recordatorio lleno de lucidez.

Anónimo dijo...

Es raro. Rosario Castellanos era prima hermana de mi abuelo y me desespera leerla. Sufría demasiado.