Ulises Velázquez Gil
En su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua, Salvador
Elizondo dijo lo siguiente: “Nada ilustra mejor la vocación de un escritor que
la vida de su primer libro”. Para los escritores de largo trayecto y bibliografía
consumada, es un recordatorio de la vida que asumieron desde el momento en que
llenaron una página, y para quienes navegamos por el mar de la opera prima, es
apenas el aviso de un destino venidero.
Ante esa circunstancia, son
contados los casos de escritores noveles cuya primera incursión en las letras
denota originalidad y oficio consumado; tal es el caso de Diana Ramírez Luna y
su primer libro, A hurtadillas, donde
se evidencia una búsqueda constante por ceñir y posponer el tiempo mediante el
artilugio más eficaz del cual se puede valer un escritor: la palabra.
A hurtadillas se compone por diez cuentos que nos conducen por ambientes
nostálgicos, donde un amor lejano –en todos los sentidos– se decanta a medida
que avanzamos en su lectura; es la imperiosa necesidad de asir el tiempo para
mantenerlo a raya lo que lleva a esta incipiente y experimentada narradora a
cuestionarse muchas cosas: ¿Quién
diría que aquella imagen, la misma que in día irradió tanta luz, ahora nos
haría palidecer?
En siete de los diez textos de A hurtadillas, Diana se esmera en convertir un sentimiento avasallador en una imagen
inmune a toda espera y susceptible a toda esperanza (incluso un “lugar de las
apariciones”, recordando aquel minicuento de Juan José Arreola), donde relucen
perlas como ésta: Nos
acostumbramos a ti, a mí, a esa fotografía que sin querer construimos. Al
recuerdo aquel, el más bello, el más lúcido, el único que vale la pena: el del
momento que nuca vivimos. […] Y retornar definitivamente a nosotros,
recobrar un atisbo de voluntad perdida, atarnos de nuevo a lo real. Morir de la
muerte para recordar su brevedad, y volver a la vida (“Breve muerte”). Y aunque nos parezca hallar párrafos similares en los
seis restantes, el empeño de decir de otro modo lo mismo persiste para
demostrarnos lo contrario: […] En
cada momento, en cada paso. Sé que te estoy olvidando. Sé que hoy te recuerdo
un poco menos que ayer. Sé que hoy tengo menos archivos nuestros. […] Ya te
recuerdo menos, sobre todo cuando cierro los ojos y veo tu rostro tan claro.,
Sé que te estoy olvidando (“Te olvido”).
Digno es de notar lo siguiente: los siete cuentos
de Ramírez Luna, por la peculiaridad del lenguaje empleado, rayan territorios
del poema en prosa; incluso se diría que hay una poeta en potencia escondida
tras la forma del cuento, en espera de tomar por asalto el silencio. En este
sentido, encuentro gratas coincidencias con –y hasta en mayor medida– con
Esther Seligson, quien navegara por todos los géneros justo en ese afán de asir
el tiempo. Y si dejara fluir su pluma y sus corazonadas mediante la poesía,
seguramente Dolores Castro, Rosario Castellanos y Enriqueta Ochoa guiarían sus
pasos, o, por lo menos, suscribirían algunas de sus angustias e incertidumbres.
En A hurtadillas hay dos cuentos que merecen especial mención: “Casita
musical” y “El espejo”. En el primero, el tópico del “lugar de las apariciones”
se sucede continuamente hasta el grado de entregarnos un cuento redondo en
fondo como en forma, pues la historia del encuentro de dos jóvenes atraídos por
fuerzas difíciles de explicar, cuya música de fondo se vuelve una morada en el
tiempo: […] Un par de besos no bastaron,
la música subía de volumen al grado de ensordecer y hacer perder la cordura. Lo
buscaron, pero no hallaron interruptor que sirviera para apagarla y sus pieles
se erizaban más con cada goce. Las manos frías ya de un hombre en una espalda
desnuda, en unos pechos más grandes y en unas nalgas ya de mujer no bastaron.
El simple contacto no bastó. […] Y
aunque para dos cuerpos tan débiles la de aquella casita sea música imposible
de ignorar, quizás las noches de estertores, manos y cigarrillos no vuelvan.
Respecto al “El espejo”, éste
debe leerse en clave autobiográfica, a guisa de explicarse una vida entre
líneas. La protagonista, Mariana Villagrán Ortiz, en la inmensidad (o
intensidad, ¿por qué no?) de su cuarto es viajera e inquilina de sus propias
creaciones, con una vida propia, deshaciéndose de toda noción de tiempo, donde
la única realidad sólo esté hecha de palabras. (Era sencillo, escribir, dejar lo mejor de mis palabras en este mundo e
irme…) Y como las palabras nunca osarán dejarnos a la deriva, solamente
suscribiendo el espíritu que las mueve, el olvido, la nostalgia o el propio
tiempo inclusive, persistirá nuestra pasión por la escritura.
De los diez cuentos, hay uno
que, a la primera de cambios, “desentona” por su temática, “El pequeño de los
ojos grandes”, relato casi costumbrista de no ser por dos cosas: el silencio y
la secrecía de sus personajes, empezando por el niño del título, susurrando a los oídos de las personas
palabras que apenas se escuchaban, y la presencia, subrepticia, de la
propia autora como testigo de estas historias fugitivas. La joven de al lado, de unos diecisiete años, era la última que había
abordado el tren y la única que prestaba atención a lo que ocurría. Observaba a
la gente imaginando historias acerca de qué era lo que cada una de esas
personas pensaba.
En suma, A hurtadillas es un libro doblemente notable, por su manera de buscar
en el silencio de las cosas y de los recuerdos un lugar a salvo de la vida y de
sus altibajos; secreto y corazonada
donde las mejores historias habrán de sucederse y en el afán de contarse, toda
angustia no desaparece por completo, pero se afronta al fin. No cabe duda que
en este primer libro, Diana Ramírez Luna tiene muy bien asumida su vocación,
ahora sólo queda confirmarla a diario, con prudencia e imaginación, a la vera
de otras historias, y sobre todo, Observar
cada cosa en espionaje, si atendemos al señero verso de Raymundo Ramos, y
así ganar de antemano todas las batallas posibles: a hurtadillas, si se
permite. (Verdad que sí…)
Diana
Ramírez Luna. A hurtadillas.
México, Sediento ediciones, 2013. (Agave, 9)
(11/marzo/2015)
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