En mi Arcadia personal (tal y como solía entenderla Guillermo Cabrera Infante, es decir, respecto al mundo del cine), siempre es grato regresar a esas películas, hechas por aquellos cineastas que hacen más llevadero el grato oficio del cinéfilo, y cuya prìstina mirada nos devuelve el tiempo y, si me apuran, hasta la vida misma. De la extensa nómina de directores, sin importar nacionalidad, tendencia estilística y hasta temática, digno es resaltar la presencia de uno, que sigue suscitando nuevas y apasionadas polémicas; hablo del griego Theo Angelopoulos, a quien celebramos hoy en su cumpleaños 76.
Nacido en Atenas, Grecia, en 1935, y en el seno de una familia acomodada, Theodoros Angelopoulos siempre sintió una enorme predilección por el cine, en especial el estadounidense. mismo que veía (una y otra vez) con verdadera fruición, al grado que comenzó su carrera fílmica de buena forma: como crítico de cine. Más adelante, a principios de los años 60, viajó a París para hacer estudios de Leyes, para después para ingresar al IDHEC y así convertirse en director de cine. De aquella época, misma que se distinguió por una continua convivencia con sus compatriotas, entre escritores y cinéfilos, realizó varios trabajos, algunos inconclusos; su primera película, I Ekpombi (El espectáculo) en 1968, cortometraje de pátina experimental, para, dos años después, estrenar su opera prima: Anaparastassi (Reconstrucción).
Sin embargo, su naciente vena cinematográfica lo motivó a interesarse por la historia reciente de su país, entre migraciones, dictaduras y golpes de estado, a la par de sus obsesiones artísticas, al grado que, sin siquiera proponérselo, ingresaría por partida triple en la historia del cine griego. En 1972 filma Mérès tou 36 (Días del '36), primera de la llamada Trilogía de los Militares, a la que seguirían O Thiasos (El viaje de los comediantes, 1975) y I Kynighi (Los cazadores, 1977), donde repasa la historia de Grecia, antes, durante y después de la Segunda Guerra. Respecto a El viaje de los comediantes, aquí se develarían varias de las peculiaridades del cine de Angelopoulos, tales como la errancia de sus personajes (actores y familias) y la nostalgia y postrer vuelta hacia la casa paterna. En una palabra, una puesta al día del sino homérico. Otra constante digna de mencionar es que Angelopoulos plasma cada una de sus películas a manera de un enorme mural -como en las obras de Bertolt Brecht, por ejemplo- donde estén representadas todas las expresiones humanas, de la tristeza a la alegría, pasando por la nostalgia misma. Y como la Historia (así, con hache mayúscula) es ya un tópico recurrente en sus obras, para 1980 realiza su versión decimonónica de Megaléxandros (Alejandro Magno), bien recibida por la crítica de su tiempo.
Aunque ya contaba con una trilogía fílmica en su haber, y sin proponérselo en un principio, durante la década de los 80 emprende el rodaje de la llamada Trilogía del Silencio, conformada por Taxidi sta Kythira (Viaje a Citeria, 1984), O Melissókomos (El apicultor, 1986) y Topio stin omichli (Paisaje en la niebla, 1988). En Viaje a Citeria descubrimos el silencio de la Historia, cuando Spiros, antiguo militante socialista, luego de un largo exilio en la URSS regresa a Grecia para descubrir que las causas que antaño había defendido a hierro y sangre ya no tenían razón de ser. En El apicultor, el silencio del Amor, donde otro Spiros, protagonizado por Marcello Mastroianni, viaja hacia el sur y se debate entre el rescoldo sentimental hacia su ex-esposa y el joven amor que una lolita punk puede entregarle mientras realiza su último viaje. Y en Paisaje en la niebla, el silencio de Dios, cuando dos hermanos, Voula y Alexandros, viajan hacia Alemania en busca de su padre... que nunca existió, a la vera de las cosas, es decir, dejados de la mano de Dios, uno que quizás no existe pero que los sostiene en pie. Para Angelopoulos este tríptico representó, no sólo el summum de su búsqueda fílmica, sino también su afán en pintar la Grecia de los años ochenta, a caballo entre la modernidad y la tradición. Pero sus mejores obras aún estaban por venir...
Después de la Trilogía del Silencio y de filmar To metéoro to víma tou pelargou (El paso suspendido de la cigüeña, 1991) junto a Gregory Karr, Jeanne Moreau y el propio Mastroianni, Angelopoulos presentó en el Festival de Cannes en 1995 su película más ambiciosa hasta ese entonces: To vlémma tou Odyssea (La mirada de Ulises), una muy peculiar manera de celebrar el primer centenario del cinematógrafo, contándonos la historia de A. (suerte de alter ego del director, protagonizado por el proteico Harvey Keitel), cineasta que luego de vivir exiliado en Estados Unidos, regresa a Grecia para presentar su última película y luego lanzarse en busca de los negativos de la primera película filmada en los Balcanes; de Florina a Sarajevo, pasando por Skopje, Bucarest y Belgrado, la odisea de A. (sí, como la de Ulises) lo confronta con la realidad balcánica ante la caída del sistema socialista y, por ende, las migraciones y la Guerra en Sarajevo, pero también ponte ante sí un espejo, cuyo imagen ahí reflejada es apenas una mínima parte de su destino. Para las intenciones del jurado en Cannes, pudo más el humor negro de Emir Kusturica en Underground que los empeños homéricos de Angelopoulos, quien, tres años después, obtuvo la Palma de Oro con Mia aioniotita kai mia mera (La eternidad y un día), dejando en el camino a La vita è bella de Roberto Benigni. La eternidad..., a semejanza de La mirada..., nos cuenta la historia de otro Ulises, un escritor en fase terminal (encarnado por Bruno Ganz, y cuyo personaje fue escrito inicialmente para Marcello Mastroianni), quien abandona todo para terminar un poema inconcluso del siglo XIX, y recobrar, aunque sólo sea por un día, el recuerdo de su fallecida esposa. Tanto en La mirada de Ulises como en La eternidad y un día, Angelopoulos insiste en recobrar el tiempo e incluso detenerlo, para hacernos partícipes de ese milagro; el cine y la escritura son dos maneras de ver el mundo -si se me permite el lugar común- pero también nos conceden la fortuna de volver al punto de partida, al origen, e inscribir -¡¡qué encomiable tarea!!- las palabras de sus personajes en nuestro sucedáneo proceder. Para quienes descubran el mundo de Theo Angelopoulos a través de estas dos películas, su vida nunca más será la misma.
Con un rotundo éxito en festivales de La mirada... y La eternidad..., Angelopoulos regresa al set y se enfrasca en la realización de otra trilogía donde pasa revista a la historia de Grecia en el siglo XX. To livádi pou dakryzei (El prado en llanto, 2004) e I skoni tou hronou (El polvo del tiempo, 2008) son apenas las dos entregas de aquella empresa, donde, como los buenos directores, hace un guiño de ojo a sus obras anteriores; en El prado en llanto, como en El viaje de los comediantes, cuenta las peripecias de una familia, mientras que en El polvo del tiempo, otro cineasta (encarnado por Willem Dafoe), a semejanza de A. en La mirada de Ulises, vive su propia odisea, pero ninguna tiene la misma invención.
Con todo, la obra fílmica de Theo Angelopoulos es una manera prístina de detener el tiempo, donde cada quien vive su propio viaje, lleno de sinsabores, pero también de gratas enseñanzas. No nos ayuda a hacer las paces con la Historia, pero sí a llevarla de mejor manera; descubre ante nuestros ojos la razón de la esperanza, pero igualmente lo hace con la nostalgia, y, por si fuera poco, nos ayuda a detener el tiempo en aras de reconocerlo y reconocernos dentro de sí. (A título personal, luego de haber visto La eternidad y un día, entendí que tan importante es el oficio de las palabras, que compramos con la vida misma; y después de ver La mirada de Ulises, saber que el viaje interior es mucho más importante que el exterior. Ni modo, en el nombre llevo la penitencia.) Hoy, además de celebrar la vida, obra y milagros de un cineasta único en el mundo del cine, también lo hago hacia una manera de ver el mundo, un tiempo verdadero que siempre detenemos a cada instante.
(Ekharistó polí, Theo Angelopoulos!!)
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