Hace rato, mientras leía los trascendidos en el tuiter, encontré en la página web del diario español El País, un artículo que me sorprendió: la publicación de epistolarios como reflejo de un género a la baja. Luego de leer aquel artículo, me entraron una ganas de mandarle ajos y cebollas al autor, pero me contuve casi de inmediato por una sencilla razón: me gusta mucho leerlos y cada vez que sale uno nuevo, lo pongo en mi lista de espera, y cuando se me da la oportunidad de revisarlo, decido si lo compro o simplemente me quedo con la sola consulta. Pero vayamos por partes.
Desde que el mundo es mundo, la comunicación epistolar ha sido, más que un reducto de privacidad y donde las ideas del momento aparecían frescas y con su finalidad más que probada, una manera de ver el mundo, sin la engorrosa necesidad de exagerar en el decir o de retener en el hacer: palabras más, palabras menos. Antes de la llegada del teléfono y del internet, esperar noticias provenientes de lares lejanos, era una forma parsimoniosa de vivir la vida, aunque los sucesos, claro, hayan traspasado la frontera del ayer. Incluso, si se me permite, hasta las malas noticias parecían lejanas y hasta ajenas... pero propias a final de cuentas. (Eso duele ¿verdad?)
En la larga presencia de los epistolarios, digno es de mencionar aquél que entablaran Pedro Abelardo y su bella Eloísa, una pareja única (de las que ya casi no hay), llevada al borde de la pasión amorosa, y cuyas cartas son el reflejo de una vida deseada y querida; sin embargo, la realidad, aunque los haya separado en persona, no lo hizo con las misivas que nos quedan de ello.
Otra faceta de los epistolarios reside en su cercano afán pedagógico; ¿quién no recuerda las Cartas a un joven poeta de Rainer Maria Rilke? Muchos aspirantes a escritor han tomado dicha obra como una guía para seguir en el agitado oficio de las letras, para que algún día y en otro momento, hagan suyo ese recurso didáctico y lancen al oceáno su propia poiesis.
Hablando de escritores, la mayoría ha tenido su ración de tiempo y de palabras para llevar a cabo tan franca y prístina empresa; plumas como las de Charles Baudelaire, León Tolstoi, Goethe, Giacomo Leopardi y hasta Napoleón Bonaparte (y en estas latitudes, Simón Bolívar, Domingo Faustino Sarmiento, José Martí y el maravilloso Alfonso Reyes) han hecho de la carta una extensión de su vida y de sus preceptivas. Aunque todas las misivas cuenten con las mismas partes (fecha, contenido, destinatario, remitente, etc.), cada autor le imprime su sello personal; se dice que Erasmo de Rotterdam tenía ¡¡veinte maneras distintas!! de decirle a su interlocutor Gracias por tu carta, detalle que ejemplifica la deferencia y el buen trato que le daba a quien se tomara la licencia de escribirle. Ninguna carta es, de cierta manera, la misma. Cierto.
Quienes tomamos en serio la experiencia de la misiva, como quien esto escribe, tenemos ciertas manías al escribir: si la caligrafía es clara o un poco apretada, si usamos un determinado tipo de papel o agarramos la primera hoja de lo-que-sea para hacerlo, si el color de la tinta es idóneo o pura casualidad, si el membrete del destinatario motiva un grato elogio o es pura piña... en fin. Cada quien conoce su forma de untar el aguacate sobre la telera.
Con la llegada del correo electrónico (e-mail), se decía que la comunicación epistolar desaparecería como las papelerías en el Centro, es decir, paulatina y tristemente, dejando en la orfandad a varios de sus usuarios. No fue así, por lo menos, del todo. Nació una manera eficiente y rápida para que los mensajes llegaran a puerto seguro, con la tipografía, colores y tamaño a elegir para nuestras palabras, con todo y que los carteros de toda la vida hicieran el entripado de su vida laboral, la cual hoy es doblemente vilipendiada cuando sólo entregan a nuestro domicilio las cuentas del gran capitán, representadas en recibos de teléfono, luz, agua, predial, tele por cable, tarjetas de crédito-débito, suscripciones, citatorios de Hacienda, banderitas tricolor de factura sospechosa, avisos del IFE, y paróle de contar.
Hace no mucho, se me pidió fervorosa y subrepticiamente que le escribiera unas cartas a mis hermanos, empresa que acepté gustoso, pero con algo de pavor porque, la verdad, no sabría qué decirle a cada uno de ellos; simplemente lo hice y no me arrepiento de ello. Me explicaré mejor. Con la pluma fuente que me había regalado una gran amiga y colega, y sin más papel que las hojas tamaño oficio que tenía reservadas para los outlines de mis ponencias, resolví que la pluma hablara en mi nombre y representación para que las palabras indicadas llegaran a buen puerto. (Muchos de los buenos consejos que plasmé en esas hojas, tuve que tomarlos en cuenta para hacer más que valedera dicha acción epistolar. Y en esas sigo, saben.)
Mientras termino de escribir estas líneas, pienso en lo mucho que me ha servido el género epistolar; como lector de los maravillosos volúmenes que salen impresos y con un titipuchal de notas al pie, y como creador virtual de varios, donde he dejado, amén de buenas frases, toda una vida en sucesiva construcción. Diría más al respecto, pero hay momentos donde lo debido es callar. Y hasta ahí.
(¡¡Gracias!!)
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