viernes, 2 de octubre de 2009

Palabras, ¿palabras?, ¡palabras!

En La eternidad y un día, película de Theo Angelopoulos, el personaje que encarna Bruno Ganz, un escritor en fase terminal, mientras pasea con su joven amigo albanés, decide contarle una historia: "El poeta que compraba palabras", misma que contaré según mi memoria me lo permita.
Érase una vez un joven poeta que, por azares del destino, conoció el exilio debido a la invasión de los turcos sobre Grecia y que lo llevó a Italia, donde, años después, supo de los heróicos esfuerzos de sus compatriotas por liberarse del yugo opresor. Finalmente, cuando los griegos consolidan su triunfo, el poeta regresa a su país y se hace una promesa: una vez que Grecia alcanzara su liberación, él sería el encargado de escribirle la más bella de las odas. Cuando regresó a su tierra natal, se percató de algo terrible: durante su estancia en Italia había olvidado su lengua materna y como esa condición lo tenía desconcertado, según Dios le dio a entender, se colocó en medio del mercado de su localidad y a su lado puso un letrero que decía: Se compran palabras. A quien le dijera una palabra, la que sea, estaba dispuesto a pagarle una moneda de oro. En un principio, los pobladores no lo bajaban de loco, pero accedieron a su intención proporcionándole varias palabras. (Por dinero se hace lo que sea, claro, pero en algunos predominó más el buen corazón que el peculio mismo.) Al final del día, el poeta revisaba su listado de palabras obtenidas, las leía y releía con fruición hasta que estuviesen insertas en su memoria. Y así era todos los días. Mucho tiempo después, recuperó su lengua y se puso a escribir. Luego de corregir una y otra vez aquellos versos, finalmente terminó el poema. Promesa cumplida.
Recordando esta historia intercalada en La eternidad y un día, y dado que nos gusta comprar palabras (mediante otro tipo de transacción, claro), uno se pregunta ¿cuál es nuestra palabra favorita? Es decir, aquella que siempre tenemos presente, que motiva muchas cosas y que su sola ausencia nos deshace al primer roce. Somos seres de palabras, aunque suene a lugar común, así es: desde el balbuceo del niño hasta el discurso de Sócrates. La lectura de un buen libro, una conversación amena y llena de enseñanzas, un paisaje, una mirada, una vida, los viajes, los desastres, el tiempo, andanzas y maestranzas, empresas y tribulaciones, en fín... todo es susceptible de volverse palabra. Y cada persona, cosa o hecho, nos regala una, peculiar, que hacemos propia y digna de nuestra vida.
(A título personal, me gustan muchas palabras, pero confío en la eficacia y totalidad de una sola: esperanza. Por cierto, también me gusta su equivalente griego: disthia.)
Con todo, no hacen falta tantas palabras para decir qué tan importante es tener una palabra favorita. Cada uno de ustedes, queridos lectores, tiene su predilecta: al mencionarla, hacen lo propio con su persona, su mundo, su espacio. Y si gusta a otros, es un logro. Entre más se comparta, mejor el tiempo sabrá tratarnos. De verdad.
Termino estas líneas con el final de la historia. Aunque todo lo contado tenga mucho de invención, dos cosas son ciertas: primero, el poeta de marras se llamaba Dionisios Solomós, y segundo, aquel poema que surgió de su pluma, es la "Oda a la Libertad", que además de ostentar un lugar más que digno en la historia de la literatura griega, ¡¡es el Himno Nacional de Grecia!! Si Solomós se hubiese quedado con una sola palabra, libertad (eleftheria) habría sido la indicada. (Para ustedes, ¿cuál sería su elección?)

1 comentario:

VTacius dijo...

Mentira.
Me encanta como suena, me encanta lo que significa y me encanta la cara que las personas ponen frente a ella.